lunes, 29 de noviembre de 2010

41 – MI AMIGO STEINBECK.



Tener en las manos uno de sus libros siempre ha supuesto para mí la emoción de traspasar una puerta del pasado moderadamente reciente en el que fui un niño ávido por conocer la vida de la gente sencilla que luchaba por vivir en un paisaje duro, a veces terrible, lleno de desencantos.

Pero también una tierra que reavivaba la esperanza en los seres humanos, en su trato, en la idea de hacer cosas juntos conservando al mismo tiempo una férrea individualidad, una patria interna reservada para uno mismo y una bandera común externa para compartir e identificarnos con los otros.

“The Wayward Bus” es el libro que tengo en mis manos. La portada ejerce un gran atractivo sobre mí y resume en una imagen el mundo que Steinbeck quiso transmitirnos. En primer plano unas manos sujetando el volante de una vieja camioneta que rueda por un camino comarcal surcado por el barro, se aprecia el frente del motor que va abriendo camino. En la parte derecha una hilera de postes de madera se alinean precariamente sosteniendo los cables de la luz que discurren paralelamente al camino perdiéndose con él en el horizonte de montañas y nubes de tormenta. Encima del salpicadero y al lado de un único limpiaparabrisas cuelga una botita de bebé, un angelito de barro, una estampa de la Virgen de Guadalupe y dos pequeños guantes de boxeo.

Steinbeck siempre tuvo en la cabeza la idea del viaje. El desplazarse por las grandes extensiones de su inmenso país todavía en un relativo estado puro durante su juventud. Lógica compensación para un escritor que debía sufrir la tiranía sedentaria de la silla para que su trabajo fructificase.

Quería conocer a sus gentes venidas de todas partes del mundo para intentar hacer realidad el viejo sueño de una vida nueva, de la libertad. De ver en qué había quedado el mundo anterior, el de los indios y los conquistadores, el de los mejicanos venidos del sur. Desplazados de nuevo al sur. Dejar vagar los ojos ante el prodigio de la naturaleza, las grandes extensiones de pradera, los lagos de los que no se ve la otra orilla a simple vista, los pasos de montaña, los ríos caudalosos.

A lo largo de los años he leído y releído sus trabajos importantes, sus obras maestras. Pero he sentido más apego por sus libros más sencillos, quizás menos conocidos como Tortilla Flat o El Mar de Cortés.

Y no me canso de leer una y otra vez sus Viajes con Charley, la puesta en marcha de su sueño de dar la vuelta al país en una camioneta adaptada como vivienda. Sus preparativos, el acopio de utensilios y comida, el planteamiento de la ruta a seguir.

La salida el día siguiente de Labor Day desde su casa de Florida ante los ojos ensimismados de un niño que sueña en irse con él. Que envidia al perro Charley que se tumba en un rincón del asiento mirando en silencio a su amo que ha encendido el motor, metido la marcha y comenzado a rodar por el camino.

Ese único camino que está delante de nosotros, siempre esperándonos. Siempre atrayéndonos para iniciar otra aventura. Descubrir nuevos espacios. Con las montañas al fondo en un cielo de tormenta y los postes de la luz paralelos a la carretera.

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