lunes, 29 de noviembre de 2010

43 – PIMIENTOS RELLENOS.



Hoy me tira la cocina. Me he levantado pensando en los pimientos rellenos. Ayer haciendo la compra en Mollie Stone´s me encontré con unas latas en lo alto de la estantería de pimientos del piquillo ¡Anda! No es habitual encontrarlos. Aunque ahora todo se puede pedir por Internet donde hay tiendas abarrotadas de chorizos y morcillas virtuales y otras lindezas que, previo pago, llegan a tu puerta reales como la vida misma, con los olores de Burgos o Soria, si, si, de allende los mares; que se han metido ocho mil kilómetros de viaje para estar en la mesa y llenarnos con sus efluvios de carnes curadas con especias, con ese moho blanco tan querido que nos hará caer una lagrimita de placer y nostalgia.

Compro unos cuantos botes. Esto de los pimientos del Piquillo fue una novedad en mis años jóvenes, era algo para iniciados. Un pequeño Grial encontrado entre las poblaciones de pimientos autóctonos, rojos, verdes, amarillos que vivieron y viven sus honestas existencias vegetales de forma modesta. Los del Piquillo eran otra cosa, pequeños, de piel fina, tenían algo especial que les confería otra personalidad. Eran divos, estrellas locales en sus regiones pero poco conocidos en el resto del país. Hasta que el universo mundo, dejada atrás la ordinariez del plato de lentejas, descubrió los menús largos y estrechos, los platos de fusión, las fruslerías de chorritos de espuma de no se qué con una alubia en el medio.

Y el Piquillo subió a las alturas del Olimpo. Igual que el Sushi. Algo que nadie conocía hasta antes de ayer y que de repente es la pera limonera.

No estoy en contra de que la gente se eduque culinariamente y se haga más internacional. Lo que me chincha son las modas. Porque las cosas deben de tener su encanto y ser descubiertas y guardadas individualmente. Todo lo que se generaliza termina estropeándose. Recuerdo las veces que fui al Monasterio de Silos en aquellos tiempos en que las cosas se hacían por amor. El claustro estaba vacío y su contemplación merecía cualquier esfuerzo realizado hasta llegar a aquel lugar. Hoy casi no se puede ver ni el claustro ni nada por las masas de gente vocinglera, vestida con chándal que pulula por allí sin prestar atención a nada excepto a los abalorios que venden en la entrada y las famosas grabaciones de los no menos famosos monjes.

Pongo en la cocina música de Andrea Falconieri. Salteo una buena cantidad de cebolla bien picada y ajos, añado la carne picada mezclada con un poco de cerdo y jamón, pimienta, sal. Preparo una bechamel, pimienta, nuez moscada, a la que añado la carne cuando está lista. Voy rellenando los pimientos con esa mezcla y cerrándolos con un palillo. Preparo el aceite, paso los pimientos por harina y huevo y los frío. Los coloco en una cazuela de barro.

Suelo preparar no menos de treinta o cuarenta a la vez para que merezca la pena el trabajo que toman. Recuerdo que una vez, hace ya años, llevamos una gran fuente a casa de nuestros amigos. Alejo se situó frente a los pimientos y se zampó no menos de diez en una sola sentada. Decía: ¡Es que no puedo parar, es que no puedo parar, están tan buenos!

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