Las seis y diez. Enciendo el ordenador para escuchar las noticias locales. Pongo el café. Afuera llueve con mala leche y las ráfagas de lluvia resbalan por los cristales casi como en uno de esos lavados automáticos de coches. Quien lo iba a decir, hace sólo un par de días estaba la gente dándole a la barbacoa sin piedad, chamuscando media cabaña nacional en cualquiera de los estupendos parques de la ciudad.
Oigo la cafetera haciendo sus habituales gargarismos y me doy cuenta de que no he puesto café. La apago. Vuelvo a empezar todo de nuevo. Ahora sí. Ya huelo el aroma del maravilloso brebaje.
Las tormentas vienen directamente del mar que veo desde mi ventana. Es muy bonito. Se acercan por los farallones, cubren el Golden Gate y vuelven invisible la marina, el manto blanco de las casas cercanas al mar, el Presidio, Alcatraz, Ángel Island. Todo desaparece, los pinos se agitan dejando un manto de agujas sobre las escaleras de piedra que cruzan de Washington a Clay. Luego la tormenta pasa y todo reaparece como en Brigadoon.
Sube el cable car dando tumbos y trompicones, arrastrando su esqueleto de hierros herrumbrosos, agarrado el conductor a la larga palanca que tiembla entre sus manos. Al fondo del vagón el cobrador echa un vistazo al San Francisco Chronicle bajo la incipiente luz que se filtra entre las nubes de lluvia que se alejan. Los asientos están vacíos a esta hora temprana de la mañana. Excepto los ocupados por los escasos sempiternos pasajeros en blanco y negro que ya viajaban antes del terremoto y se niegan a abandonar sus asientos de tablas, su escaparate a la vida que fue y ya no es.
Llegando al final de la cuesta hay un automóvil en doble fila ocupando parte de los raíles. El conductor toca la campana repetidamente hasta que no tiene más remedio que frenar. Asoma la cabeza y mientras ve al conductor apresurándose hacia el coche, exclama: Asshole!
Cierro la ventana. Me sirvo una taza de café. Ahora sí que amanece.