viernes, 1 de julio de 2011

75 – EL FULGOR DE AQUELLOS DÍAS.



Estaba el viento a mi favor. Debido a mi juventud que no a mi confusión. En la vieja radio de mis padres, en el hogar nunca hasta entonces abandonado sonaba la cálida esperanza en boca de los Stones: Satisfaction. Recuerdo hacer la maleta con premura, cuatro cosas por llevar algo conmigo. Mi hermana me miraba con sus profundos ojos azules y me sonreía deseándome lo mejor en mi primera salida del viejo barrio, de la ciudad árida, del país imposible.

Toda la noche en vela recostado en el asiento del tren mirando la oscuridad del campo, las pálidas bombillas en los fugaces apeaderos, los pasos a nivel con su mortecina caseta y el guardabarrera triste y solitario, las estaciones de interminables paradas, en el silencio roto por los martillos golpeando las ruedas de los vagones.

El día siguiente cruzando los campos franceses, el primer país cercano y desconocido. La vegetación y las alegres granjas entre viejos árboles, ríos y canales de riego, el amor y la alegría de sus gentes reflejado en la limpieza y los colores de las poblaciones cuidadas con esmero. De sus niños bien vestidos, saludando el paso del tren con el brillo de la ilusión en sus ojos.

Algo cansado por las horas de tren llegué a Calais a tiempo de enlazar con el ferry a Southamton. Comenzó a llover, a levantarse un fuerte viento. El pequeño barco saltaba sobre la marejada y pasé un mal rato hasta llegar a la otra orilla.

Y de nuevo el tren hacia Londres. Contemplando de pie, en el pasillo del vagón la Inglaterra verde, desconocida, suave y húmeda, de cielos grises, de pequeñas huertas en cada casa, de aire algo melancólico, ordenado y triste. En mi departamento viajaban un grupo de jovencitas inglesas que no paraban de hablar y cotorrear entre ellas, de dar saltos en los asientos y pequeños gritos unidos a un inglés sibilante todavía desconocido para mí. En la estación Victoria otros olores poco familiares predominando el del té reconfortante del que enseguida me hice asiduo. Semblantes exóticos con turbantes en la cabeza, hombres de negocios con el rígido Bombin y el paraguas o bastón moviéndose cadenciosamente en una mano, adeptas de Mary Quant luciendo sus inverosímiles piernas.

Mi primer viaje al extranjero. Mil novecientos sesenta y ocho. Largas horas sobre el césped de Hyde Park, descansando bajo los leves rayos de un sol pálido de las interminables horas caminando por las calles londinenses, las gozosas y agotadoras horas con Vermeer, Tiziano, Bellini, Van Dyck, Ingres, Rubens, Rembrandt, Holbein, Constable, Velázquez, Blake, Turner…las marchas por Oxford Street en manifestación por la guerra del Vietnam, los discursos interminables del Speakers´Corner en Hyde Park, los hombres tatuados reminiscentes de Bradbury: “El Hombre Ilustrado”. Mas tarde Carnaby Street, Trafalgar, Picadilly…

Andando por la calle un día cualquiera noté un gran revuelo junto a un cine céntrico, llegaron varios coches haciendo sonar sus bocinas, de uno de ellos bajaron los Beatles que saludaron a una muchedumbre juvenil que gritaba y saltaba sobre la acera, luego entraron en el cine para inaugurar la película que se anunciaba en un gran cartel cruzado de arco iris: “Yellow Submarine”.

Dormí en el suelo de la habitación de unos amigos que eran camareros en Londres. Al mediodía, cuando se iba el jefe, me daban de comer gratis en el “Wimpy” donde trabajaban. No quería volverme a casa.

74 – BALLENAS.



En la todavía incierta luz de un amanecer borrascoso, entre la niebla y las oscuras aguas del Pacífico que rompen en los cercanos acantilados con un sonido sordo y efervescente van tomando forma, captando mi atención las leves manchas negras de los mamíferos que migran hacia el sur, hacia la baja California, el Mar de Cortés. Unos puntos oscuros salpicados, difusos, que se destacan entre las aguas para desaparecer durante un momento, y enseguida el bosquejo de sus cuerpos brillantes, que el ojo no es aún capaz de identificar pero el cerebro intuye, volver a aparecer levemente sobre la superficie.

Luego una larga pausa y comienza a llover. Miro la hora desde la entrada de la cabaña. Cinco y media de la mañana. La brisa fría viene fuerte del interior del océano. Me pongo una cazadora sosteniendo la taza de café caliente entre las manos. Los acantilados desaparecen entre la niebla y me sumerjo en una sensación aérea sin límites ni referencias.

A lo lejos, en lo que creo es el horizonte la niebla se torna blanquecina y se abre en secuencias de luz que disipan quemadas por un sol aún pálido las cortinas translúcidas del amanecer. El sol reflejado sobre la superficie convierte el mar en una lámina plateada en donde, ahora sí, se distinguen con claridad las ballenas grises que en formación, en pequeños grupos desgarran la superficie apareciendo y desapareciendo en su masiva cadencia, dejando tras de sí la exhalación del aire contenido en sus pulmones, el vapor condensado de los espiráculos que permanece durante unos instantes flotando por encima de sus cuerpos poderosos.

Son los primeros grupos de hembras que sin darse tiempo de reposo ni navegar mas lentamente para nutrirse en algún banco de camarones, o en zonas ricas en plancton viajarán día y noche durante tres meses desde los mares árticos hacia el sur, hacia las templadas aguas semitropicales de la Baja California donde tendrán sus crías, cuidarán de ellas y se prepararán para el viaje de vuelta de nuevo hacia el norte, a las frías aguas árticas.

El mar se encrespa entre la niebla y el sol del amanecer la quema reduciéndola y apelmazándola en la superficie volviendo invisible al grupo de cetáceos que pierdo entre la bruma. En la cercanía vuelvo a recobrar los acantilados, la playa que se extiende sin límites, blanca y hermosa, explorada por el mar que la invade para luego retroceder como si supiera que ese es su límite, su acuerdo con la tierra firme.

Tomo mi café, lentamente. El mar se calma y disminuye la breve llovizna, la niebla y el viento. A lo lejos vuelvo a distinguir los puntos oscuros en formación, distantes, ya desconectados de mi campo visual.

Otros cetáceos en siglos pasados entonaron sus canciones acompañando desde el agua al sonido del violín que desgranaba sus notas entre las jarcias y el velamen. Bergantines, fragatas, galeones, urcas, paquebotes, schooners que surcaron estos mares descubriendo su grandeza, la inmensidad de sus aguas, el peligro y el gozo de un mar embravecido, de una naturaleza indómita, en busca de pasos y conexiones con otros mares, de otras rutas para la navegación, la colonización, el comercio y la guerra. Que inevitablemente perdería su halo primigenio. Cuestión de tiempo. Y llegarían a descubrir los farallones, los acantilados, las bahías, los esteros que habían permanecido dormidos durante cientos de años preservando bosques, montañas, llanuras interminables de ondulantes pastos, desiertos, ríos caudalosos. Una tierra que para los ojos de aquellos pioneros parecía no tener fin.

73 – OTRA VEZ EL FIN DEL MUNDO.


Mientras tomo café me entero de que una vez más el mundo está a punto de acabar. Esta vez el veintiuno de Mayo y será a consecuencia de un gigantesco terremoto que se llevará a los verdaderos creyentes al cielo dejando atrás al resto que perecerá en el caos y la destrucción que envolverá al mundo en los siguientes meses.

El presentador de la cadena de radios evangélicas que cuenta con sesenta y seis emisoras emitiendo en más de treinta idiomas a través del mundo y que ha anunciado en más de dos mil carteles la inminente llegada del Apocalipsis ha declarado que saben sin sombra de duda que va a ocurrir en la fecha establecida y que debemos de estar atentos a la radio y la televisión para seguir este momento histórico.

Para los que encuentran consuelo en estas predicciones porque piensan que el mundo es un lugar maldito y sin remedio, el levantarse la mañana del día veintidós y comprobar que todo sigue igual ha tenido que ser una decepción. Aunque les queda el consuelo de concentrarse en Diciembre de dos mil doce, fin del calendario Maya, fecha que, sin lugar a dudas, da pie para augurar las mayores catástrofes y por supuesto el fin del mundo.

Estuve atento a lo que tuviera que decir el presentador evangélico en la televisión al no hacerse realidad las predicciones anunciadas a bombo y platillo. El hombre no se inmutó, habló de sus cálculos y fijó otra fecha para dentro de pocos meses que será la definitiva. Esta vez sí que si.

En las diferentes ramas del mundo cristiano y sobre todo en aquellas que se apoyan mayoritariamente en la Biblia gusta mucho esto de la destrucción final y el día del juicio. Es muy corriente ver por el centro de las ciudades a personas levantando carteles y avisos de que el último día está próximo, que el fin se acerca.

Pero para bien o para mal a los humanos las cosas se nos olvidan enseguida. No hace tanto tiempo del cambio de siglo. La llegada del año dos mil puso al mundo en alerta máxima debido a un problema de programación de los ordenadores. Bill Gates se convirtió en el anticristo. Alguien propagó que trece ángeles con videos en el pecho mostraban cintas del día del juicio final.

La CIA en esos días parece que se apoderó de unos alienígenas que efectuaron un aterrizaje forzoso en New México y que declararon que el Creador estaba furioso y que iba de galaxia en galaxia incendiando los planetas y haciéndolos explotar. La tierra estaba predestinada.

Casi nada, o nada de lo que se predice tiene el menor atisbo positivo o alegre, para un futuro próximo se piensa que habrá una guerra mundial con los árabes y será inevitable toparnos con Armagedón, el Papa será secuestrado por terroristas, Irán e Irak atacarán Europa y el Vaticano será tomado por los musulmanes. Todo esto al tiempo que, debido al calentamiento de los polos, gran parte de las ciudades del mundo quedarán sumergidas compitiendo en turismo con Venecia. Y habrá castigos de cárcel e incluso pena de muerte para aquellos que se obstinen en leer libros aunque sean virtuales.

El noventa por ciento de la población mundial desaparecerá por inundaciones, fuegos bíblicos, volcanes, terremotos, contaminación, destrucción de la capa de ozono, hambre, superpoblación del planeta, fusión nuclear y guerra nuclear.

Bueno, pues me tomo otro café antes de que se acabe. El café y el mundo.

72 – PAN.



Me levanto y pongo café. Ya estamos a mitad de Junio y sigue haciendo frío. Mientras trato de despejarme con la primera taza me viene a la cabeza una de tantas películas en el blanco y negro de la pantalla llena de lamparones de cualquiera de aquellos innumerables cines de barrio en los que nos cobijábamos del frío del invierno y del otro, interior, que nos acompañaba desde la mañana del colegio hasta los deberes de la tarde bajo la lámpara amarilla de la mesa y el brasero de casa.

Recuerdo aquella escena en una iglesia. Al lado de la imagen de san Antonio de Padua, patrón de los pobres, había una caja de madera, un cepillo para recoger limosnas con un gastado rótulo: “Pan de los pobres”. En ella algunos fieles depositaban monedas que se destinaban a los más necesitados.

El cura se dio cuenta al recoger el dinero de los cepillos que en aquél de san Antonio nunca había nada. Sospechando que alguien podía estar llevándose las monedas se mantuvo vigilante durante unos días hasta que, en efecto, vio que un hombre con aspecto muy pobre se acercaba a san Antonio, rezaba unas oraciones y después abría la caja y se llevaba las pocas monedas depositadas.

Lejos de delatarle, el cura pensó que debía tener una gran necesidad y decidió poner en la caja un pan. Como era su costumbre el indigente apareció en las horas en las que la iglesia estaba vacía abrió la caja y se sorprendió de ver el pan. Pero lo recogió, se santiguó frente a san Antonio y se fue. El cura repetía esto cada día y asimismo cada día aquel necesitado acudía a rezar al santo y recoger el pan.

La historia de la película discurría por una serie de avatares que no vienen al caso pero al final el cura recibía una donación que aliviaba en parte las penurias de la iglesia. El cura sin tardanza quitó del cepillo el cartelito de “Pan de los pobres” sustituyéndolo por otro. Al día siguiente el pobre entró en la iglesia y como de costumbre se dirigió a la caja de madera y al acercarse pudo leer el siguiente rótulo: “Pan de los pobres ( con membrillo )”.

Estas eran el tipo de historias que en aquellos tiempos pretendían resultar edificantes, nos ponían un nudo en la garganta y estimulaban la caridad en nuestros corazones.

Aquél fue el mundo de mi infancia y adolescencia, ya alejado de una guerra civil que no solucionó nada pero que estuvo presente durante muchos años en la vida cotidiana entre vencedores y vencidos.

Una vida que seguía dividida entre los que lo tenían todo y los que sobrevivían como podían, a duras penas, día a día, encontrando consuelo en la caridad, la distracción del cine y los sermones de la iglesia, porque: “Bienaventurados los pobres porque ellos heredarán la tierra”, “Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los Cielos”.

Han pasado muchos años desde entonces y aquellos tiempos opacos cobraron poco a poco el color de la abundancia y la alegría de vivir. Hasta tal punto que el consumo se ha convertido en algo disparatado, en un delirio que ya comienza a parecer insostenible. Y de nuevo, fruto de la mala gestión y la avaricia, han vuelto las colas de los pobres y desheredados a recoger el pan de la caridad. Con membrillo, si la suerte les acompaña.