viernes, 28 de octubre de 2011

88 – CUANDO SE OLVIDA EL IDIOMA PROPIO.


Pasé el control de aduanas como otras veces. Llegué al centro de la ciudad. Me adapté durante unos días. Quiero decir que lo intenté. Y de repente, andando una mañana por el centro de la ciudad, rodeado de gente, coches, anuncios, ruidos, me di cuenta de que ya no hablaba el idioma. Que cuando intentaba decir algo, cuando preguntaba el porqué de alguna cosa, no entendía la respuesta. Es decir, entendía y entiendo las palabras pero no comprendo lo que me quieren decir. Y eso me pasa especialmente cuando oigo las noticias en la televisión, cuando escucho a los políticos, a los periodistas, a esas cabezas parlantes al calor de la soldada, cuando amigos cabizbajos y pesarosos de lo mal que funciona el mundo intentan explicarme eso. Porqué va mal el mundo. Sobre todo su pequeño mundo nacional. Y hablan y hablan: y no les entiendo nada.

Es como cuando se pierde el sentido del olfato. Ocurre poco a poco, imperceptiblemente. Y un día cualquiera te das cuenta de que huele igual un perfume, un sabroso guiso o una rueda vieja.

No estoy muy seguro de si debo estar inquieto por este giro en mi vida o deben ser ellos los que se preocupen. Al menos, en lo esencial, pedir un café, deambular por un mercado, contestar el teléfono diciendo que no quiero comprar nada, en esas cosas aún parece que les entiendo y ellos a mí. Es un alivio.

Ahora que lo pienso, creo que esta incomprensión, esta falta de entendimiento, este barullo en el que se ha convertido mi idioma ya me adelantó los primeros síntomas en otros viajes anteriores.

Años atrás. Cuando al visitar mi antigua ciudad había cada vez más zonas arrasadas y en proceso de urbanización. Cuando el paisaje era un bosque de grúas, de esqueletos de hormigón hasta donde alcanzaba la vista. Cuando el consumo se hizo feroz, la identidad se pulverizó en pequeños cristales de odio que los charlatanes de la política esparcieron por todas las regiones avivando el rencor y las divisiones y la sociedad se fue poco a poco convirtiendo en un espectáculo bajuno, montaraz, perdiendo las maneras que por otro lado nunca sobraron y casi siempre hubo que buscarlas con lupa.

Quizás tenga que apuntarme a un curso de español para extranjeros. Mi castellano hablado en torno a la cena en familia, el que aprendí leyendo historias de gentes que se fueron a cruzar los mares con lo puesto, las que contaba mi padre sobre ferroviarios, trenes, gentes que conocía en cualquier parte de España, las buenas maneras y costumbres aprendidas a fuerza de capones, el español que en la pubertad absorbí de Lope y Cervantes y de tantos otros sin relumbrón. Ese castellano, aquél castellano, que llevaba en sus palabras respeto, verdad, algo de educación, se ha convertido en una jerigonza en la que las reglas propias de la lengua y las que de ella dimanan ya nadie respeta o son objeto de chufla.

Supongo que de quedarme aquí volvería a comprender a la sociedad y su parla. Pero soy solo un viajero. Mi casa está ahora en otra parte del mundo.

87 – YOU AIN´T SEEN NOTHING YET.


Ya lo sé. Es el otoño de la vida y todo eso. Pero sabes lo que te digo, hace más de treinta y cinco años que una mujer robó mi corazón y desde entonces duerme a mi lado y cuando se despierta por la mañana me mira con ojos somnolientos apoyándose en un codo y me sonríe entre irónica y divertida, me tira de una oreja y me dice en un susurro: dear…you ain´t seen nothing yet.

Me lavo los dientes a toda prisa en el cubículo del avión, tengo una cara de bote que no es normal. De bote de sesenta y cinco años de edad. El avión está a punto de aterrizar y tengo que hacer esfuerzos par acertar en la taza. Vuelvo a mi asiento y por la ventanilla veo la eterna cara de esta otra patria mía o como quiera que se le llame ahora, llena de arrugas, seca y polvorienta, rojiza, resquebrajada por los siglos pero que aún huele a churros cuando paso el control de pasaportes donde un guardia aburrido me devuelve el documento con desgana sin darme los buenos días.

Ahora tiramos papeles, revistas, documentos de otra época, y entre ellos encuentro nuestras caras desconocidas junto a la de nuestro hijo adolescente, con pelo rubio lacio y mirada algo insolente, esa mirada que yo también tuve algún día muchos, muchos años atrás.

Mi amigo Enrique se apena de que queramos vender la casa, sobre todo porque no podrá plantar más tomates. En los campos de enfrente se ha desatado una huída hacia adelante de apisonadoras, camiones, máquinas removedoras del terreno que formaba parte de nuestra vida y ahora está desgarrado en mil pedazos, transformado en algo desconocido. Y la casa se sacude y estremece no tanto por las vibraciones de las escavadoras sino por la certeza de que nos va a perder. En ella, con ella, fuimos felices y comimos perdices. Créeme que lo siento, pero a ti vendrán otros y volverás a sentirte en tu elemento.

Pero una vez más llega el momento de levantar el vuelo y partir y dejar atrás lo que haga falta para poder seguir alerta, vivos, para seguir queriéndonos. No hay tiempo para la indecisión. No hay margen para la duda. Este siglo moriremos. Antes o después. La luz entre las dos eternidades se adelgaza. No hay tiempo que perder.

Tiramos por las ventanas lo superfluo, apilamos el pasado sin remordimientos ni penas. Encendemos en medio del patio una gran hoguera de recuerdos que libera el humo de lo que fue, no siempre alegre, no siempre triste. Lo que todos hicimos más o menos: vivir, enamorarnos, sufrir, soñar, desconsolarnos y volver de nuevo al principio para repetir todo.

Y lo mejor, lo que me hace seguir viviendo es que cada mañana sigo abriendo mis ojos sobre los suyos, somnolientos sí, y me mira entre irónica y divertida y me dice en un susurro: dear, you ain´t seen nothing yet.

86 – SOBREVIVIR.

No veo la televisión antes de dormir excepto un poco las noticias que suelen ser repetitivas, absurdas, y nueve de cada diez veces negativas. Y si salto los deportes que no puedo aguantar y subo y bajo un poco por los demás canales la basura es de tal magnitud que me veo forzado a apagar el televisor.

Mientras intentaba dormir no podía quitarme de la cabeza programas y anuncios, los gritos y los malos modos, el caos de los gobiernos y las economías, pensar en esta dystopia generalizada que ha convertido a las sociedades más avanzadas en un universo punk en el que el potencial de la belleza relativa de los seres humanos y las cosas se decanta hacia la fealdad absoluta, como si lo monstruoso, lo horrible, lo feo, lo sucio y desechable nos atrajera forzándonos a cubrirnos de tatuajes, anillos, pelos rapados, teñidos o sucios, fruto de una incipiente desesperación colectiva, cultura del estigma del miedo que aflora a la piel para proyectarla a los otros como un escudo protector al profundo pánico que la sociedad lleva latente en su interior.

Sociedad sobre todo occidental que floreció y creció sobre las tumbas de millones de muertos, décadas de bienestar y expansión que abrió las puertas al consumo sin límites olvidando en el camino la disciplina del esfuerzo, la búsqueda del equilibrio y la belleza, la moral y la ética mínimas para sobrevivir en el hormiguero del mundo.

Que no mueve un párpado ante asesinatos, corrupciones, masacres, deglutiéndolas a través del televisor, asimilándolas e incluso justificándolas en una comunidad de naciones donde la gente está aburrida de vivir y encuentra atrayente el sello que la muerte imprime en la vida cotidiana.

Paradójicamente, la vida de los humanos que se ha alargado con los avances de la tecnología, la medicina, la nutrición y tantos otros factores derivados de la higiene y la cultura es sin embargo cada vez más corta. Ya no se es nadie si la belleza o los logros profesionales no se han conseguido antes de los treinta. Y como “The Incredible shrinking Woman” cuanto más joven y delgado más son las oportunidades de pertenecer aunque brevemente al universo de los elegidos.

A partir de esa edad ya sólo queda sobrevivir, intentar aferrarse con uñas y dientes a ese espejo de Dorian Gray al que hombres y mujeres se asoman cada mañana con horror. Una arruga, un atisbo de pelo blanco, la frente que se despeja antes de lo debido serán motivo más que suficiente de alarma.

Y ahí comenzará la lucha sin cuartel usando, si se dispone del suficiente dinero, de todos los avances, que son muchos, para mantenerse en ese vórtice de juventud mientras el cuerpo aguante. Y si finalmente ese ya no es el caso y se entra en la desesperación puede uno dejarse expulsar al vacío, atravesar el espejo y reunirse con la fealdad que, por otro lado, ha llegado para quedarse mucho tiempo.

85 – QUE PIENSO MIENTRAS ANDO.


Voy ya por el tercer café. Estoy esperando a que se queme un poco la niebla para salir a andar. Mientras, me pongo unos pantalones cortos de deporte y un par de capas sobre la camiseta porque la temperatura no se mueve de los cuarenta y nueve grados Fahrenheit, nueve Celsius. Bajo a Crissy Field que fuera en su momento campo de aviación del ejército en la base militar del Presidio.

Aparco y comienzo a andar hacia el parque por el borde del muelle, la marea está baja y deja al descubierto la rompiente de cascotes, muchos de ellos restos de monumentos funerarios que en su día ocuparon zonas de la ciudad trasformadas a través de décadas de cambios continuos.

La niebla se adelgaza dejando ver un limpio cielo azul que irá templando la frialdad de estas primeras horas de la mañana. Pero con frío o sin él hay ya muchos corredores a lo largo de la franja de asfalto que se convierte en arena en Crissy Field y se prolonga hasta Fort Point en la misma base del Golden Gate.

Me llama la atención que predominen las mujeres, solas o en pequeños grupos, apenas con una liviana camiseta y unos pantalones cortos todas parecen ajenas al frío y al viento. Son tan jóvenes y gráciles que el ritmo de sus piernas parece independiente a ellas mismas, tan elásticas que dan la sensación de rebotar cada vez que sus zapatillas acarician la superficie del asfalto.

Sin embargo yo sigo con frío aunque he acelerado el ritmo. A mucha de esta gente joven que entrena temprano les espera después un largo día de trabajo. Pero a esas edades todo es como una suave brisa. O pienso yo que lo es. Van pasándome y muchas hablan entre ellas sin que eso suponga ningún menoscabo en su ritmo, en su zancada larga, en la respiración acompasada, fresca y cadenciosa.

Verlas alejarse corriendo me produce una alegría especial. Me hace apreciar las ventajas de ser libre en una sociedad democrática, un bien inapreciable del que nos beneficiamos. Que tenemos que guardar y proteger de sus innumerables enemigos.

Parecidas jóvenes en otros países son reducidas a la esclavitud de los velos que anulan sus personalidades, a esos sudarios, sarcófagos de tela que les impone una ley absurda creada a la medida intolerante de una tiranía religiosa y social. Que se justifica en el miedo y hace muchas veces de las víctimas sus principales seguidoras entusiastas.

Me recuerda los años jóvenes pasados en mi país de origen, cuando en compañía de mi hermano intentábamos correr por la calle después de las horas de trabajo. Aunque hoy parezca mentira, en aquellos años una actividad tan inocente como ponerse un pantalón corto y trotar por las calles de la ciudad estaba mal vista y más de una vez nos paró la policía armada para prohibirnos que siguiéramos entrenando.

Sin embargo se fomentaba el deporte de masas, las grandes manifestaciones de jóvenes en campos de fútbol, las marchas por la montaña si todo aquello estaba militarizado o encauzado con fines políticos.

Nuestro primer contacto con el deporte libre fue en las calles de Londres, eran los años sesenta del siglo veinte. En los parques, por la calle, numerosos grupos de chicos y chicas, incluso de gentes mayores, corrían exultantes y nosotros sentíamos una enorme emoción que nos producía un nudo en la garganta, que hacía aflorar las lágrimas. Y esto que cuento, que ahora parece excesivo, era la realidad en dos países tan diferentes como Inglaterra y España.

A medida que me acerco a la entrada del parque noto que en la modestia de mi andar brota también una alegría que impulsa mis pies haciéndoles caminar con un aire más vivo y esa fina capa de relente adherida a la piel va desvaneciéndose mientras el sol, iluminando ya la verde pradera, salpicando de destellos la espuma que burbujea en la playa, acaricia mi cara y me envuelve en su confortable tibieza.

Es el momento en el que aparece otro grupo social, estos algo más mayores en general, que llevan a pasear a sus perros; otros, profesionales, llegan en furgonetas de las que emerge una auténtica jauría de la más variada gama de chuchos de compañía, desde el diminuto chihuahua al mastín o el labrador, desde el cánido de piel más lisa al que literalmente es una gran bola de pelo con patas.

Entrada la mañana, personas de más edad caminan o corren a un ritmo reposado, aparecen turistas que paran cada momento para usar sus cámaras, otros montan en bicicleta y cada vez son más frecuentes las hileras de esos modernos vehículos de dos ruedas llamados “Segway” que tímidamente van encontrando sus entusiastas.

Estoy ya hacia la mitad de mi paseo y ando al mejor ritmo que me puedo permitir, me voy acercando a Fort Point en la base del Golden Gate y luego haré la vuelta, en total unas seis millas con las que me conformo y me contento. Como otras muchas personas que van envejeciendo he visto mejores tiempos en los que me entusiasmó correr, participé en algún maratón, monté en bicicleta de carreras subiendo dos puertos y cubriendo cien kilómetros durante una mañana o una tarde y seguí haciendo marchas en la montaña y andando siempre que pude.

Nunca fui una persona competitiva y lo hice y lo hago por higiene y placer personal. Al igual que mi hermano que, sin embargo, está mejor dotado para los deportes y teniendo seis años más que yo, está ahora en los setenta y uno, sigue corriendo, montando en bicicleta y escalando en la montaña en los niveles de una persona de cuarenta o cuarenta y cinco años. Es una excepción pero una excepción trabajada, mantenida en el esfuerzo y el entrenamiento continuo en todas las etapas de su vida.

Acabo de leer estos días atrás un libro del excelente Haruki Murakami: “What I talk about when I talk about running” en el que escribe sobre sus dos grandes pasiones: escribir y correr. Y en el que como colofón al libro dice que si alguna vez hay una lápida a su nombre le gustaría que dijese: “Haruki Murakami…writer (and Runner) At Least He Never Walked”.

Y luego añade: At this point, that´s what i´d like it to say. Con lo que viene a decirnos que llegada la edad y el momento: “if push comes to shove” seguro que se contentaría con poder andar aunque eso estuviese lejos de sus deseos de juventud.

He llegado a Fort Point, a la alambrada donde tanto los que corren como los que andamos tocamos las “Hoppers Hands” dos manos sobre un trozo de madera y su réplica un poco más abajo para los perros. Esta alambrada no existía antes del ataque terrorista al World Trade Center en New York. Entonces se podía acceder a un pequeño rincón en el que se disfrutaba de la vista completa de la entrada del océano bajo el Golden Gate y en el que siempre había algún pescador protegiéndose del viento en la pared del fuerte.

En ese mismo punto hay unas escaleritas de piedra que entran en el agua por las que bajaba la actriz Kim Novak en la película “Vértigo” con la intención de suicidarse y que oportunamente salvaba James Stewart de perecer en las frías aguas de la bahía.

En cuanto a las “Hoppers Hands” que todos los turistas miran con curiosidad representa al grupo de trabajadores del puente que se prestan voluntarios para salvar las vidas de las almas perdidas que intentan suicidarse saltando desde lo alto del puente. Ellos, al igual que bomberos y ambulancias siempre están listos para acudir a cualquier hora del día o de la noche al puente y tratar de salvar una vida.

Regreso a buen paso, este es el momento que más disfruto, cuando el cuerpo está ya acostumbrado al esfuerzo y no necesita ninguna ayuda de la voluntad. Lleva su ritmo y mientras me pierdo en mis propios pensamientos. O permanezco en blanco, simplemente mirando la bahía, disfrutando de los surfistas que cabalgan las olas que cruzan el Golden Gate, contemplando al fondo la ciudad, Angel Island, Alcatraz, Oakland, Vallejo, Berkeley desdibujadas al fondo. Y por el Golden Gate, como cada día, comienza a entrar un chorro de niebla casi lamiendo el agua, ocultando los pelícanos que en vuelo rasante cruzan hacia el muelle de Fort Baker.

84 – SETENTA Y CINCO CENTAVOS.



Termino mi marcha andando hasta el Embarcadero. Durante mas de la mitad del recorrido bajo esta persistente niebla que este año no nos está dejando ver la luz del verano ni un solo día. Sin embargo en el tramo final, tratando de esquivar un número creciente de turistas que se dirigen al Pier 39, siento el calor, la caricia templada de un sol mortecino que ha logrado hacer un desgarro en la tozuda bruma de la bahía.

Espero el autobús número uno en el distrito financiero. Ha pasado la hora de llegar al trabajo, de las aglomeraciones en los autobuses, de los grupos somnolientos haciendo cola para llevarse un café caliente con el que disipar el rechazo a iniciar una nueva larga jornada de trabajo.

La calle está ahora ocupada por camiones de reparto, por empleados de restaurantes y cafeterías cargados con bolsas de sándwiches y ensaladas para quienes deciden comer en sus oficinas. Algún turista desorientado pierde el tiempo revolviendo mapas sin decidirse a preguntar. Un grupo de ejecutivos mitad oriental, mitad occidental, camina por la acera sumido en ese hilarante diálogo para besugos que cubre el impasse entre el final y el inicio de otro tramo de conversaciones de negocios.

En la parada del autobús una señora oriental con dos bolsas de rayas llenas de paraguas. Un hombre alto, sonrosado, de unos setenta años de edad, con calcetines blancos hasta las rodillas, y una bandana en la cabeza dando saltitos mientras sus partes pudendas cubiertas por unos calzones cortos de correr pasados de moda suben y bajan manteniendo el ritmo. A su lado un chino de aproximadamente la misma edad que el atleta permanece estoico enfundado en un abrigo raído y deslucido fumando sin parar.

Hoy es un día especial para mi. En lugar de pagar dos dólares en el autobús comenzaré a pagar setenta y cinco centavos. Pero no es el ahorro en el billete lo que hace diferente este día sino que de repente me he convertido en un ciudadano de la tercera edad. O como antes se decía, en un viejo.

Llega el autobús. Subo detrás del olímpico algo nervioso porque espero que el conductor me llame la atención, me pida que demuestre tener sesenta y cinco años. Deposito mis setenta y cinco centavos y ni me mira. Me siento algo ofendido. Pero enseguida se me pasa.

A la altura de Chinatown una oleada de chinos toma el autobús, algunos de ellos indigentes arrastrando voluminosas bolsas de basura repletas de latas vacías, objetos encontrados en la calle, atadijos de papeles y trapos. Casi no pueden avanzar por el pasillo y el conductor pacientemente indica que se muevan todos hacia el fondo. Entre el maremágnum de conversaciones en cantones y pequines observo a un chino más viejo que las colinas enfundado en un traje inmensamente grande. Apenas le asoman las puntas de los dedos por las mangas y la chaqueta cuelga sobre sus hombros como el telón de un escenario. Viene hacia mí y se sienta a mi lado en los espacios reservados para mayores.

Arranca de nuevo el autobús con fuertes tirones subiendo las empinadas rampas de la calle Sacramento. El viejo permanece recogido en su asiento, las mangas de la chaqueta sobre sus rodillas. Y de repente comienza a cantar, con una voz suave, melancólica que inunda el interior del vehículo y poco a poco hace que todos callen y escuchen atentos. La dulzura de su voz, la magia producida por sus cuerdas vocales, como un perfume exótico, evanescente, nos envuelve por completo transportándonos a otra dimensión, otro estado de ánimo y en el silencio, escuchando, puedo ver como le miran y en algunos ojos asoma una lágrima.

Luego, ese instante intemporal termina cuando su enorme traje parece levantarle del asiento, camina unos pasos hacia la puerta y desciende a la acera por la que le veo alejarse muy despacio. El autobús emprende de nuevo la marcha y la arrancada brusca despierta una algarabía de voces devolviendo a todos a la rutina del presente.