lunes, 29 de noviembre de 2010

45 – EL LUNES NI LAS GALLINAS PONEN.



Ha amanecido frío y con una brisa que se va convirtiendo en un viento molesto a medida que entra la niebla. Voy andando por Crissy Field. No hay un alma. Como es lunes están cortando el césped y recogiendo la basura que se ha acumulado durante el fin de semana. Me acerco a los lavabos pero están cerrados de momento. Un joven aplica la manguera concienzudamente a todo el recinto.

Pasan dos jubilados que ya conozco de otros días. Son italianos. Tienen pinta de italianos. Al menos van hablando en italiano. Uno es delgado y siempre lleva un sombrerito con una pluma en la cabeza, el otro es ancho y tiene una buena barriga que sus buenos dólares le habrá costado. Me los puedo imaginar alrededor de una gran fuente de pasta con pelotas de carne, todo ello regado con una buena salsa de tomate con albahaca y queso parmesano abundante por encima.

El delgado comiendo tanto como el gordito o más. Pero la vida no es equitativa y mientras el flaco no engorda un gramo y sus paseos sólo están orientados al disfrute del paisaje, al gordo le asoma un trozo de plástico por la cinturilla del chándal con el que se habrá envuelto como un salchichón con la vana esperanza de quemar las calorías que tan alegremente se metió para el coleto junto a su amigo el esmirriado.

Por fin el joven me hace una seña de que el baño está en plan operativo y le sonrío en agradecimiento apresurándome para ser el primer cliente de esta mañana resplandeciente de finales de Junio.

Aliviado, emprendo la marcha por lo que yo llamo “El Desierto” que es la recta, el camino de tierra que va desde el puente de tablones de madera al “The Warming Hut” donde el viento disminuye y el paseo es más amable.

Hacia mí viene trotando un esqueleto femenino a toda pastilla como si fuera un pariente del lejano Filípides trayendo las buenas nuevas de los campos de Maratón. Su delgadez es realmente extrema y me sorprende que se de esas palizas corriendo. A ella también la he visto otras veces los lunes.

Al llegar al muelle lo encuentro desierto. No están los pescadores, ni los chinos con sus cestos de cuerda para coger cangrejos. Tampoco está el puesto de salchichas que perfuma el ambiente con el grill, la mostaza y el olor a chucrut. Ni los turistas haciéndose fotos. Sobre todo los japoneses y chinos que estiran los brazos o las piernas como agarrando el Golden Gate que se levanta magnífico en el fondo de la foto. Tampoco están las innumerables bicicletas de alquiler en las que llegan pedaleando franceses, italianos, españoles, alemanes, por citar algunos. O los moteros que aparcan en Fort Point sus máquinas policromadas, brillantes, con los cascos apoyados en el depósito de combustible y se van a estirar los zahones de cuero hasta la verja de “Hopper´s Hands” que todos tocamos para probar que hemos estado allí. Ni sentados al sol el grupo de rusos tan viejos como su ya olvidado asalto al Palacio de Invierno que cada día se reúnen y hablan y hablan en ese idioma tan peculiar.

Pero todo esto comenzará a pasar dentro de un par de horas. Es todavía muy temprano y como dice una amiga mía mejicana: “ El lunes ni las gallinas ponen “.

44 – ME VOY CON LA CONGA.



Hoy decido no encender el ordenador. Ya está bien. Agarro la conga que la tengo en una esquina del salón en plan decorativo y me pongo a practicar un poco. Es una buena sensación, aunque es la primera vez que lo intento las manos suben y bajan sobre el parche de cuero con agilidad y hasta cierta gracia sorprendiéndome como ellas solas se ponen de acuerdo para marcar el ritmo sin que yo no tenga nada más que hacer que dejarme llevar.

Suena el teléfono. Es el conserje del edificio. Me informa con mucha amabilidad que le han llamado tres vecinos diferentes quejándose del ruido. Uno apuntó que debería irme a un safari a practicar. Otro que en los pasillos del metro suena mucho mejor. Y un tercero sugirió que respete la paz de la comunidad o subirá él a practicar en mi cara.

Tomo un par de cafés. Me visto y me voy a la calle con la conga. Como tengo un parque cerca me siento en uno de sus bancos. No hay nadie y me pongo a tocar. Al poco aparecen un par de “sin techo” empujando los carritos de supermercado. Se paran frente a mí, me saludan y aparcan sentándose en la hierba. Sacan unos mendrugos que me ofrecen y se ponen a comer mientras evalúan el sonido de la conga.

Aparecen dos o tres negros jóvenes que se quitan las camisas y comienzan a cimbrearse rítmicamente. Uno de ellos me asesora de como tengo que colocar las manos y los diferentes ritmos que debo practicar.

Aparece un coche de la policía. Salen dos tabiques de su interior colocando las porras de madera en sus fundas. Se me acercan. Me indican que estoy perturbando la paz del parque. Argumento que no hay un alma en varias millas a la redonda. Me miran de arriba abajo y me piden la documentación.

Me sugieren que ahueque el ala para evitar males mayores. Así lo hago y me voy con la conga bajo el brazo camino del centro. Me meto en uno de los pasillos del metro, apenas pasan tres o cuatro personas. Me pongo a practicar. A la media hora tengo ya acumulados en el suelo unos tres dólares en monedas. La gente pasa y deja algo. No lo necesito pero alivia el corazón pensar en la bondad humana.

Tardaba en llegar pero al fin se materializa el guarda jurado del metro. Me saluda y me dice que no me conoce. Yo tampoco, le contesto alargándole la mano. Me pide el carnet de actividades callejeras. Le digo que no se de qué me está hablando, yo sólo estoy aprendiendo un poco sin ánimo de molestar a nadie.

Me pongo la conga debajo del brazo y salgo a la luz de la calle. Está visto que no doy con el sitio idóneo para practicar. Aprovecho que estoy en el centro y entro a dar una vuelta en unos grandes almacenes.

A la salida suena la alarma. Me paro. Un guarda se me acerca y me coge del brazo. Le explico que la conga es mía, que la compré en la sexta en una tienda de empeño. Llega otro que me pide que no levante la voz. Le respondo que no estoy levantando la voz. Este también me coge del brazo. Del otro brazo. Me llevan a una habitación en cuya puerta hay un pequeño rótulo que dice: “Seguridad”.

43 – PIMIENTOS RELLENOS.



Hoy me tira la cocina. Me he levantado pensando en los pimientos rellenos. Ayer haciendo la compra en Mollie Stone´s me encontré con unas latas en lo alto de la estantería de pimientos del piquillo ¡Anda! No es habitual encontrarlos. Aunque ahora todo se puede pedir por Internet donde hay tiendas abarrotadas de chorizos y morcillas virtuales y otras lindezas que, previo pago, llegan a tu puerta reales como la vida misma, con los olores de Burgos o Soria, si, si, de allende los mares; que se han metido ocho mil kilómetros de viaje para estar en la mesa y llenarnos con sus efluvios de carnes curadas con especias, con ese moho blanco tan querido que nos hará caer una lagrimita de placer y nostalgia.

Compro unos cuantos botes. Esto de los pimientos del Piquillo fue una novedad en mis años jóvenes, era algo para iniciados. Un pequeño Grial encontrado entre las poblaciones de pimientos autóctonos, rojos, verdes, amarillos que vivieron y viven sus honestas existencias vegetales de forma modesta. Los del Piquillo eran otra cosa, pequeños, de piel fina, tenían algo especial que les confería otra personalidad. Eran divos, estrellas locales en sus regiones pero poco conocidos en el resto del país. Hasta que el universo mundo, dejada atrás la ordinariez del plato de lentejas, descubrió los menús largos y estrechos, los platos de fusión, las fruslerías de chorritos de espuma de no se qué con una alubia en el medio.

Y el Piquillo subió a las alturas del Olimpo. Igual que el Sushi. Algo que nadie conocía hasta antes de ayer y que de repente es la pera limonera.

No estoy en contra de que la gente se eduque culinariamente y se haga más internacional. Lo que me chincha son las modas. Porque las cosas deben de tener su encanto y ser descubiertas y guardadas individualmente. Todo lo que se generaliza termina estropeándose. Recuerdo las veces que fui al Monasterio de Silos en aquellos tiempos en que las cosas se hacían por amor. El claustro estaba vacío y su contemplación merecía cualquier esfuerzo realizado hasta llegar a aquel lugar. Hoy casi no se puede ver ni el claustro ni nada por las masas de gente vocinglera, vestida con chándal que pulula por allí sin prestar atención a nada excepto a los abalorios que venden en la entrada y las famosas grabaciones de los no menos famosos monjes.

Pongo en la cocina música de Andrea Falconieri. Salteo una buena cantidad de cebolla bien picada y ajos, añado la carne picada mezclada con un poco de cerdo y jamón, pimienta, sal. Preparo una bechamel, pimienta, nuez moscada, a la que añado la carne cuando está lista. Voy rellenando los pimientos con esa mezcla y cerrándolos con un palillo. Preparo el aceite, paso los pimientos por harina y huevo y los frío. Los coloco en una cazuela de barro.

Suelo preparar no menos de treinta o cuarenta a la vez para que merezca la pena el trabajo que toman. Recuerdo que una vez, hace ya años, llevamos una gran fuente a casa de nuestros amigos. Alejo se situó frente a los pimientos y se zampó no menos de diez en una sola sentada. Decía: ¡Es que no puedo parar, es que no puedo parar, están tan buenos!

42 – ¿QUÉ SERÁ DE NUESTRO AMOR?



Me asomo a la ventana. Se ha hecho de noche. A través de los pinos que nos separan de las casas contiguas se filtra la luz de algunas habitaciones encendidas, la de las dos farolas que hacen medianamente visible el pasillo escalonado, la servidumbre de paso que conecta las dos calles paralelas por la que de vez en cuando se desliza la sombra callada de algún peatón nocturno. El rincón donde se oye quedamente el ruido que produce la tapa del cubo de basura al ser usado por algún vecino.

Me viene a la cabeza un documental que vi por la tarde: “2012: Science or Superstition” en el que sobre la machacona insistencia de imágenes de autopistas llenas de coches, riadas arrasando poblaciones, tornados, maremotos, plagas en las cosechas, deshielo de glaciares y cambios climáticos en general, varios escritores y profesores de universidad explican que de acuerdo con el calendario Maya se avecina una conjunción astral para exactamente Diciembre de 2012. Que naturalmente supondrá un cambio radical en la forma de vivir de la humanidad. No dicen si para bien o para mal, pero el tono es amenazador e incide y reitera en que el hombre debe de cambiar su forma de vivir, olvidar las diferencias religiosas que propician las guerras, el ritmo absurdo de vida depredador de los recursos del planeta, el consumo por el consumo.

Estoy de acuerdo en que debemos de cambiar nuestra forma de vivir que no conduce a ninguna parte pero no veo que tiene que ver el calendario Maya con esto, ni las manchas solares y menos esa amenaza cataclísmica para Diciembre de 2012. Vivimos en la superficie de un pequeño planeta sin ninguna protección y siempre he pensado que los cataclísmos naturales forman parte de la esencia de nuestro paso por la tierra, que el nacer no trae incluido ningún sobre a nuestro nombre con un seguro que nos proteja de las miles de amenazas que el hecho de respirar conlleva.

Me vuelvo y miro a mi mujer que se ha quedado dormida con un libro entre las manos. Y pienso que eso es lo único que realmente me interesa, los años, los meses y los días que nos quedan de disfrutar nuestra mutua compañía. De prolongar el encuentro que se convirtió en amor y el amor en compañía. Del tiempo en el que aún podamos comunicarnos antes de ser arrastrados por el oleaje del olvido, como esas pequeñas hormigas que se desbaratan y ahogan en el mar del vaso de agua que un niño echa sobre el hormiguero.

Si. Se ha hecho de noche y soy consciente del momento mágico, del silencio y la calma que aún reina en nosotros y nuestro alrededor. Es la gratificación del tiempo suspendido. De la sensación del instante eterno y volátil que nos tiene a los dos reunidos en esta habitación. Con la pequeña luz de la mesita de noche iluminando los seres queridos que nos acompañan desde la única imagen plana que nos queda de ellos. De la música de jazz que suena amable empapando nuestras almas, cobijándonos entre sus notas.

Mañana vendrán los cataclismos. Hoy me niego a aceptarlos. Este es nuestro momento eterno que pronto se disolverá. Pero aún está aquí. En la noche. En las luces mortecinas de la calle. En el cable car que sube alegre entre ruidos antiguos la cuesta de la calle Washington. En los párpados cerrados de mi compañera que descansa junto a su libro.

41 – MI AMIGO STEINBECK.



Tener en las manos uno de sus libros siempre ha supuesto para mí la emoción de traspasar una puerta del pasado moderadamente reciente en el que fui un niño ávido por conocer la vida de la gente sencilla que luchaba por vivir en un paisaje duro, a veces terrible, lleno de desencantos.

Pero también una tierra que reavivaba la esperanza en los seres humanos, en su trato, en la idea de hacer cosas juntos conservando al mismo tiempo una férrea individualidad, una patria interna reservada para uno mismo y una bandera común externa para compartir e identificarnos con los otros.

“The Wayward Bus” es el libro que tengo en mis manos. La portada ejerce un gran atractivo sobre mí y resume en una imagen el mundo que Steinbeck quiso transmitirnos. En primer plano unas manos sujetando el volante de una vieja camioneta que rueda por un camino comarcal surcado por el barro, se aprecia el frente del motor que va abriendo camino. En la parte derecha una hilera de postes de madera se alinean precariamente sosteniendo los cables de la luz que discurren paralelamente al camino perdiéndose con él en el horizonte de montañas y nubes de tormenta. Encima del salpicadero y al lado de un único limpiaparabrisas cuelga una botita de bebé, un angelito de barro, una estampa de la Virgen de Guadalupe y dos pequeños guantes de boxeo.

Steinbeck siempre tuvo en la cabeza la idea del viaje. El desplazarse por las grandes extensiones de su inmenso país todavía en un relativo estado puro durante su juventud. Lógica compensación para un escritor que debía sufrir la tiranía sedentaria de la silla para que su trabajo fructificase.

Quería conocer a sus gentes venidas de todas partes del mundo para intentar hacer realidad el viejo sueño de una vida nueva, de la libertad. De ver en qué había quedado el mundo anterior, el de los indios y los conquistadores, el de los mejicanos venidos del sur. Desplazados de nuevo al sur. Dejar vagar los ojos ante el prodigio de la naturaleza, las grandes extensiones de pradera, los lagos de los que no se ve la otra orilla a simple vista, los pasos de montaña, los ríos caudalosos.

A lo largo de los años he leído y releído sus trabajos importantes, sus obras maestras. Pero he sentido más apego por sus libros más sencillos, quizás menos conocidos como Tortilla Flat o El Mar de Cortés.

Y no me canso de leer una y otra vez sus Viajes con Charley, la puesta en marcha de su sueño de dar la vuelta al país en una camioneta adaptada como vivienda. Sus preparativos, el acopio de utensilios y comida, el planteamiento de la ruta a seguir.

La salida el día siguiente de Labor Day desde su casa de Florida ante los ojos ensimismados de un niño que sueña en irse con él. Que envidia al perro Charley que se tumba en un rincón del asiento mirando en silencio a su amo que ha encendido el motor, metido la marcha y comenzado a rodar por el camino.

Ese único camino que está delante de nosotros, siempre esperándonos. Siempre atrayéndonos para iniciar otra aventura. Descubrir nuevos espacios. Con las montañas al fondo en un cielo de tormenta y los postes de la luz paralelos a la carretera.