El viejo. Como cada mañana que el frío o la borrasca no le retiene en el cuarto de estar junto a la taza de café con leche y las pastillas que obligatoriamente debe de tomar como remedio o simple placebo a una vida que se agota, se enfunda en el grueso gabán y sale lentamente a la calle.
Camina con lentitud bajo el sol de cualquier gélida mañana del largo invierno castellano. Decidió hace muchos años no dejarse llevar por el oleaje que conduce a la capital. Al piso de los hijos donde tendría la privacidad y soledad de una habitación interior al patio de luces. De los paseos solitarios en el descarnado extrarradio poblado de tristes parques de diseño trazados con el rigor de los caminos asfaltados, las estatuas y adornos fruto de los manejos especulativos de los ayuntamientos, el fondo de urbanizaciones dormitorio, cárceles de ladrillo extendiéndose por avenidas de un tráfico denso, impenetrables para los pies cansados de un anciano.
Su tozudez le dejó en el pueblo, que es su última morada, su cobijo conocido, el pequeño reducto con el que aún se identifica aunque también, lentamente, se deforma, se expande, se transforma y desaparece dejándole a veces confuso en un cruce de caminos.
Enfundado en su grueso gabán, como cada mañana, deja que sus piernas le lleven por el tránsito familiar hasta la ermita, una pequeña iglesia románica a la salida del pueblo tan frecuentes en esas tierras, un milagro que ha durado ya nueve siglos y que sigue, como entonces, representando en la sencillez de sus piedras la esperanza de lo mejor que lleva el hombre dentro.
Se arrebuja en el pequeño banco de piedra que forma parte de la entrada en la que se remansa y concentra el calor de un sol que camina hacia su cenit en la soledad del campo. Sabe que dentro de un rato se acercarán un par de viejos amigos a compartir un poco de charla, de silencio, de sol reflejado en las piedras encendidas.
Como cada día escucha algunos pájaros cercanos, ladridos de perros, sonidos de las aves de corral, de las labores de la huerta, entre las uvas, los pámpanos y el agraz. Que de todo hay en la viña del Señor.
Cierra los ojos y se acercan sus seres queridos. Los que se fueron hace tiempo, los que lo hicieron recientemente. A unos los ve muy cerca, se paran frente al humilde pórtico, le miran con un gesto de translúcida indiferencia. O eso le parece a él. A veces los ve en épocas de juventud solos o acompañados de otros amigos y vecinos que también se fueron.
Llegan a él los acontecimientos del pasado reclamándole la atención y los días se le pueblan de todas esas imágenes pretéritas, de las añoranzas y las músicas antiguas que oye sobre todo cuando se despierta en medio de la noche. La banda del pueblo tocando una única melodía irreconocible, suave y persistente que se instala en algún rincón de su cerebro y se aleja, se disipa con la claridad del día.
Abre los ojos, la mañana tranquila sigue trayéndole los rumores de la vida alrededor, el sol le sube por las piernas, reconfortante, acogedor.
Por el camino se acercan despacio los dos viejos que paran, toman aliento y continúan. El viejo vuelve a cerrar los ojos junto a la compañía de los hombres y bestias esculpidos en los canecillos, bajo la cornisa del pequeño templo románico.