jueves, 2 de junio de 2011

71 – ANALEPSIS.



El viejo. Como cada mañana que el frío o la borrasca no le retiene en el cuarto de estar junto a la taza de café con leche y las pastillas que obligatoriamente debe de tomar como remedio o simple placebo a una vida que se agota, se enfunda en el grueso gabán y sale lentamente a la calle.

Camina con lentitud bajo el sol de cualquier gélida mañana del largo invierno castellano. Decidió hace muchos años no dejarse llevar por el oleaje que conduce a la capital. Al piso de los hijos donde tendría la privacidad y soledad de una habitación interior al patio de luces. De los paseos solitarios en el descarnado extrarradio poblado de tristes parques de diseño trazados con el rigor de los caminos asfaltados, las estatuas y adornos fruto de los manejos especulativos de los ayuntamientos, el fondo de urbanizaciones dormitorio, cárceles de ladrillo extendiéndose por avenidas de un tráfico denso, impenetrables para los pies cansados de un anciano.

Su tozudez le dejó en el pueblo, que es su última morada, su cobijo conocido, el pequeño reducto con el que aún se identifica aunque también, lentamente, se deforma, se expande, se transforma y desaparece dejándole a veces confuso en un cruce de caminos.

Enfundado en su grueso gabán, como cada mañana, deja que sus piernas le lleven por el tránsito familiar hasta la ermita, una pequeña iglesia románica a la salida del pueblo tan frecuentes en esas tierras, un milagro que ha durado ya nueve siglos y que sigue, como entonces, representando en la sencillez de sus piedras la esperanza de lo mejor que lleva el hombre dentro.

Se arrebuja en el pequeño banco de piedra que forma parte de la entrada en la que se remansa y concentra el calor de un sol que camina hacia su cenit en la soledad del campo. Sabe que dentro de un rato se acercarán un par de viejos amigos a compartir un poco de charla, de silencio, de sol reflejado en las piedras encendidas.

Como cada día escucha algunos pájaros cercanos, ladridos de perros, sonidos de las aves de corral, de las labores de la huerta, entre las uvas, los pámpanos y el agraz. Que de todo hay en la viña del Señor.

Cierra los ojos y se acercan sus seres queridos. Los que se fueron hace tiempo, los que lo hicieron recientemente. A unos los ve muy cerca, se paran frente al humilde pórtico, le miran con un gesto de translúcida indiferencia. O eso le parece a él. A veces los ve en épocas de juventud solos o acompañados de otros amigos y vecinos que también se fueron.

Llegan a él los acontecimientos del pasado reclamándole la atención y los días se le pueblan de todas esas imágenes pretéritas, de las añoranzas y las músicas antiguas que oye sobre todo cuando se despierta en medio de la noche. La banda del pueblo tocando una única melodía irreconocible, suave y persistente que se instala en algún rincón de su cerebro y se aleja, se disipa con la claridad del día.

Abre los ojos, la mañana tranquila sigue trayéndole los rumores de la vida alrededor, el sol le sube por las piernas, reconfortante, acogedor.

Por el camino se acercan despacio los dos viejos que paran, toman aliento y continúan. El viejo vuelve a cerrar los ojos junto a la compañía de los hombres y bestias esculpidos en los canecillos, bajo la cornisa del pequeño templo románico.

70 – EL SOFISTICADO PRESENTE MEDIEVAL.



Aficionado desde joven a la ciencia-ficción nunca pude sin embargo imaginar que en la última etapa de mi vida estaría rodeado de tantos grandes milagros de la tecnología que constantemente se renuevan a si mismos de tal manera que aún no he terminado de familiarizarme con uno cuando ya aparece una nueva versión que deja anticuada la anterior.

A mi alrededor ordenadores, teléfonos de un tamaño mínimo que cubren con unos pocos toques táctiles toda la comunicación e información del mundo, tabletas de las dimensiones de un libro de bolsillo en la que se puede almacenar una extensa biblioteca electrónica, música, videos, películas, periódicos…

Pantallas gigantes de televisión, información en tiempo real las veinticuatro horas del día, vuelos continuos a cualquier rincón del mundo, satélites que detectan y fotografían cada milímetro de tierra, cada edificio, ciudad, movimiento, actividad que ocurra sobre el planeta.

Y con esta cobertura, tanta información que tendría que dar como resultado el mutuo conocimiento de todas las étnias y países y por ende el reconocimiento de unos y otros, el entendimiento de todos para así solucionar nuestros problemas de convivencia…¿Porqué, sin embargo, tengo cada vez más la sensación de que nos hundimos en otra época de incomunicación y oscurantismo medieval?

Asistimos, como en tiempo de los Cruzados, a un recrudecimiento del choque entre religiones, de acólitos y discípulos que buscan el paraíso de las Huríes cargándose de explosivos para inmolarse en un mercado, en un autobús, allí donde puedan generar más víctimas.

En este mundo tecnológico pretendidamente abierto y global cada día hay más enfrentamientos, más murallas políticas e ideológicas que nos convierten en enemigos. Estamos en manos de unos pocos señores feudales que controlan todos los poderes políticos y militares, de compañías que monopolizan en sus fortalezas de poder los recursos naturales, que manipulan los mercados del dinero y las materias primas haciendo que las sociedades dependan de ellos, de cadenas globales de información que imponen el pensamiento único.

El mundo moderno con todos sus adelantos ha convertido al ser humano en un ser inerme, que depende para todo de lo que deciden unos pocos. Ha perdido la capacidad para sobrevivir con sus propios recursos, ha olvidado las destrezas acumuladas durante cientos de años y se ha convertido en un mero consumidor.

En una era en la que se atisba la inmensidad del cosmos, la grandeza incomprensible del universo, seguimos aferrados a los viejos atavismos de los dioses vengadores, de las leyendas escritas por santones, por apariciones y milagros sin sentido, por estigmas impuestos por salvadores y profetas del miedo y las poblaciones en masa siguen arrodillándose, murmurando oraciones, dándose golpes de pecho. Y la guerra y el horror no disminuyen y la amenaza de la peste medieval es ahora la bestia atómica que dormita en los fríos silos estratégicos.

La tecnología hace parecer reales los espejismos pero la vida cotidiana sobre este planeta sigue siendo tan frágil como en aquellas lejanas noches oscuras que el hombre pasaba a la intemperie manteniendo un fuego vivo durante el duermevela para ahuyentar a los carnívoros que acechaban aullando entre los árboles.

69 – BANGOR – MAINE.



Cuatro de la mañana. Sigue nevando. No ha parado de hacerlo sobre Bangor desde hace varios días y la nieve se sigue acumulando por encima de los diez centímetros. Suena el teléfono al lado de la cama de Joan. Setenta y tres años. Varios problemas de salud, entre ellos dificultad para andar.

Es Bill, que ya ha avisado a Jerry: llega un avión a las seis. Recibe el mensaje Joan que a su vez llama a otros veteranos informándoles del vuelo. Cuelga el teléfono y se levanta lentamente para prepararse y tomar un café en la cocina antes de conducir al aeropuerto.

Joan, al igual que Bill y Jerry son voluntarios, ciudadanos de la tercera edad que acuden al aeropuerto a despedir o recibir a las tropas cada vez que hay un vuelo.

Cinco de la mañana. Joan camina con dificultad los pocos metros del camino nevado que va de la puerta de su casa a su automóvil. Conduce en la oscuridad a través de la todavía desierta ciudad hacia el aeropuerto. Nieva.

A ella, como a algunos de sus compañeros no les quedan ya grandes cosas que hacer en la vida, tienen bien ganado el quedarse en casa, sobre todo con este frío, disfrutando de la cama, del merecido descanso.

Pero saben que este sacrificio es para mostrar personalmente su gratitud y la de sus conciudadanos a los hombres y mujeres militares que parten hacia un futuro impredecible. A la guerra. Y también reconfortará con su bienvenida a los que regresan. A todos los que tienen la suerte de volver después de muchos meses alejados de sus familias y amigos y que a menudo llegan al primer aeropuerto de su país ante la indiferencia de una población inmersa en sus asuntos particulares, ajena muchas veces al esfuerzo que algunos hacen para que todos estén protegidos.

Joan piensa mientras conduce al aeropuerto en el horror de la guerra, esa maldición que persigue a los humanos sin que nunca se logre terminar con ella. Y también piensa en los que sufren al otro lado de la zona de combate, en el territorio enemigo, que lucha por sus propias ideas, su religión, su pueblo. Joan también tiene un recuerdo para ellos.

Aparca frente a la puerta principal, camina por el vestíbulo vacío hacia el terminal de desembarque donde otros voluntarios ya han abierto la pequeña sala donde reciben a los recién llegados: notas de amigos, parientes, información de vuelos, un par de bandejas con galletas, café.

Joan saluda a sus compañeros y se distribuyen cerca de la puerta que da acceso al pasillo que conecta con el avión que lentamente se sitúa en su lugar de estacionamiento. Una azafata abre la puerta y por el fondo del pasillo caminan lentamente del avión al terminal los primeros soldados.

Joan da la mano uno a uno: ¡Gracias! ¡Bienvenidos! Algunos soldados cruzan unas palabras, otros, silenciosos, emocionados, estrechan la mano tendida, miran los avisos de las familias, las noticias de otros camaradas en el tablón de anuncios que pone al día el grupo de bienvenida. Joan ofrece teléfonos móviles para que los que quieran llamen a su casa, a sus amigos: “Ya hemos llegado, estamos en Bangor…”

Hoy ya no habrá ningún otro vuelo de tropas. Joan dice adiós a sus compañeros y cruza de nuevo la sala del aeropuerto aún vacío hacia el parking. Regresa a casa. Es de día. Gris. Frío. La nieve no deja de caer.

68 – AQUELLAS LENTEJAS.



Pongo un poco más de azúcar al café. Como de costumbre echo un vistazo al cielo desde la ventana del salón. Amanece más temprano, estamos ya a mitad de Mayo. Hay nubes deshilvanadas, jirones que cubren esa zona intermedia del cambio de tiempo. Seguramente mañana tendremos algo de lluvia.

Sin saber porqué estas nubes me traen el recuerdo de otras parecidas que miraba desde la vieja ventana del comedor familiar un día cualquiera de mil novecientos cincuenta y tres o cincuenta y cuatro. Tenía entonces siete u ocho años y las contemplaba ensimismado cruzar entre los marcos, juntarse y desvanecerse, adoptar formas de animales y plantas, de ángeles entre trozos de azul.

Sobre la mesa redonda varios montones de lentejas. En el centro una cacerola vacía. Íbamos separando una a una cada lenteja con un dedo, apartando las piedrecitas, algún trozo de paja, quitando las que tenían bicho, como decíamos nosotros.

Atardecía y los ruidos de la calle se iban apagando, había entonces muy pocos automóviles y solo de vez en cuando se podía oír el crujir de las ruedas de un carro y los cascos de la mula que lo arrastraba calle arriba.

Rezábamos el rosario mientras nuestras manos limpiaban las lentejas que íbamos depositando en la cacerola de aluminio. Misterios gloriosos. Misterios gozosos. Y las cuentas del rosario pasaban lentamente entre los dedos como las lentejas que escogíamos con la cabeza baja contestando a la letanía: ora pro nobis.

Y se hacia de noche. Terminaba los deberes del colegio mientras mi madre ponía en agua las lentejas para el día siguiente y preparaba la cena.

Me refugiaba entonces en mis novelas del Coyote. O entre las paredes remachadas del viejo submarino del Capitán Nemo. O corriendo por las calles empedradas, de viñeta en viñeta junto a Roberto Alcázar, junto a Pedrín que le seguía fielmente. Y miraba de soslayo la jarra de agua turbia en la que flotaba el famoso hongo que habitaba cada casa, aquel agua mucilaginosa de color canela que nuestras madres nos daban por las mañanas y que supuestamente nos haría invulnerables al deterioro de la vida.

Y los días se desvanecían en las carreras al colegio, al cine del barrio con la merienda de membrillo o pan con chocolate. Las correrías por el canalillo asando patatas, transformados en Águila Blanca o Águila Negra en los desmontes de la ciudad universitaria donde aún permanecían los escombros de la ya lejana Guerra Civil.

Aquél momento duró la eternidad de varios largos años que parecieron estar aislados en la rutina de los días grises y pobres compartidos con mis padres y hermanos. Una burbuja familiar que duraría para siempre, creía yo en mi mentalidad de niño.

Pero naturalmente no fue así. Todo desapareció. Personas. Cosas. Modos de vida. Creencias. Hasta el paisaje se transformó. Y algunos todavía quedamos, más cerca de la última línea de salida. Con todo aquello hace mucho tiempo en el pasado pero sus fantasmas aún revoloteando en el presente.

Me sirvo un segundo café y dejo vagar la vista por este cielo del Pacífico. Ya ha amanecido y el sol se desliza suavemente por los tejados del distrito de la Marina.

67 – SALMÓN.


Hacía calor aquella noche en el motel junto al Rogue River en Oregón. En la habitación, con las puertas de la terraza abiertas de par en par, en la penumbra líquida que el río desbordaba sobre las paredes podía oír el chapoteo constante, el movimiento incesante de los salmones entrando por la desembocadura donde las aguas abandonaban su cauce para mezclarse con el profundo y casi infinito Pacífico.

Luchando por remontar las aguas, por comenzar el principio del fin. Un principio y un final entre las angosturas y los accidentes rocosos que les esperaban después de pasar por debajo del puente de madera en donde se estrechaba el río. De los breves descansos entre aguas calmadas donde apaciguarse bajo la vejetación ribereña para continuar sin descanso río arriba.

Salí a la terraza. El agua en ebullición. Una actividad enfebrecida que apagaba los demás sonidos e incluso el de las rompientes del mar cercano. A pocos metros de la baranda en la que estaba apoyado oía el borbollar de miles de peces cruzándose entre sí, deslizándose en todas direcciones y de repente, de aquí y allí, surguían de la oscuridad brincando sobre las aguas, iluminados por la luna que arrancaba destellos plateados de sus húmedos cuerpos restallando como látigos, cubriendo las aguas de pálidos reflejos que se repetían una y otra vez a lo largo y ancho de la franja del río próxima a la desembocadura.

Estuve largo rato contemplando ese espectáculo nocturno, fascinante, único. Como sucede con otros instantes mágicos de la vida este también se quedó para siempre en ese rincón íntimo donde guardamos nuestros más preciados tesoros. Me recosté sobre la barandilla de madera y no tuve prisa para volver a la cama.

Por la mañana, al despertarnos, entraba la intensa luz de agosto junto con las voces de los pescadores subiendo y bajando las escaleras de madera, el trasiego de los trebejos de pesca, el nerviosismo por ser los primeros en subir a los botes, las neveras portátiles llenas de cerveza y las vacías esperando la carga del botín aún en el horizonte de una intensa jornada de pesca.

Sin prisa conducimos hacia la desembocadura del río, encontramos un buen sitio para aparcar y provistos de nuestras cañas bajamos hundidos a media pierna hasta el mismo punto donde las aguas del mar se entremezclan con las del río.

Podíamos ver los salmones alrededor de nosotros, la corriente del río y la suave marea nos acariciaban junto con la brisa del mar abierto. Pasamos así la mañana que nos retribuyó con un cangrejo que devolvimos a las aguas, un pez de difícil clasificación que asimismo consiguió su libertad y finalmente nos regaló el río un precioso salmón.

Pasamos el resto del día conduciendo entre los bosques, al atardecer paramos en un parque de sequoias y bajo la penumbra de sus altos troncos preparamos el hibachi. Al mismo tiempo colocamos el salmón sobre una lámina de papel de aluminio, le añadimos unas cebolletas, limón, sal y pimienta y un poco de aceite de oliva. Lo cubrimos con otra hoja de aluminio cerrándolo por todos sus lados. Lo trasladamos a la parrilla del hibachi para que se hiciese lentamente en su jugo.

Acababa de ponerse el sol y por un momento algunos pájaros inundaron con sus trinos las alturas antes de que les cubriera el sueño.

66 – PAPELES DE OTRO TIEMPO.



Acababa de salir la ley. De repente, después de lustros y lustros, décadas y décadas, años y años alguien o algunos habían firmado un papel y desde ese momento uno se podía casar sin tener que pasar por la iglesia, en nuestro caso católica, o sea: casarnos por lo civil.

En esto, como en otras cosas, me tocó ser de los primeros. Me fui con el amor de mi vida al juzgado, feliz y contento porque para mi suponía un acto de rebeldía, una forma de darle un corte de manga a una iglesia ignorante, represiva, a unos curas que me estuvieron haciendo la vida imposible desde que había nacido. Porque cuantos más infiernos, más castigos, más torturas sicológicas trataban de imponerme más tozudo y reacio me sentía yo a escucharles, más se cerraba mi voluntad a cederles el corazón que querían desgarrarme. Esto que digo puede no entenderse hoy. Parecer exagerado. Melodramático. Pero si alguien de mi generación lo lee puede que lo comprenda.

Y resulta que en el juzgado, para mi asombro, me informaron de que la cosa no era tan sencilla. La funcionaria con cierta indolencia me comunicó que necesitaba un certificado de apostasía ( ya no recuerdo si dijo “certificado” o algo parecido) para poder casarme solamente de forma civil.

Después de recuperarme del asombro y ser capaz de cerrar la boca y volver en mi, comprendí por fin que la funcionaria no estaba bromeando: debía ir a mi parroquia y pedírselo al párroco o encargado al efecto.

Camino de la iglesia iba pensando en el tipo de enfrentamiento que podía tener con el párroco. En mi país había aprendido que desde que uno nace el hecho de ser ciudadano te otorga magros derechos pero infinitas obligaciones. Nada se da graciosamente. Recordaba que el último día del servicio militar el sargento, solo para humillarme, me retuvo la cartilla militar hasta que consiguió cortarme el pelo al cero. Me aguanté, recogí la cartilla y me di la vuelta para no ver nunca más aquel repugnante cuartel español.

El cura era un joven amable. Me pasó a un despacho, me ofreció una silla, le expliqué el motivo de mi visita, me escuchó, sacó un papel de uno de los cajones, le dí mis datos, etc. etc. Mientras yo, pensaba en Juliano el Apóstata y en la Roma Imperial. En las columnas flamígeras del Vaticano. Le dije que aquello me parecía una extorsión, que yo no tenía ninguna necesidad ni ganas de renunciar a nada, que lo único que quería era casarme por lo civil. Firmé el papel, me dio la mano y me fui por donde había venido.

Mi mujer y yo tuvimos la boda más romántica que jamás hubiéramos soñado. Nos casaron en una oficina polvorienta, llena de viejos archivos y telarañas, de pie junto a un mesa llena de papelotes y un funcionario que nos soltó una corta letanía de leyes rimbombantes que leyó a la carrera. Nos acompañaron nuestros dos mejores amigos.

Nos casamos en mil novecientos setenta y cuatro, por entonces una de nuestras canciones preferidas era “ My Old Man” de Joni Mitchell, uno de sus versos decía así:

We dont need no piece of paper

From the city hall

Keeping us tied and true

My old man

Keeping away my blues.

65 – LA LÍNEA DEL HORIZONTE.


Anochecía en la triste y fria biblioteca de mi adolescencia. Donde pasaba las horas del invierno, mirando a ratos, cuando los ojos me ardían de forzar la vista sobre el libro, por los ventanales sucios de marcos desvencijados que daban a la Glorieta de Cuatro Caminos. Era aquél un Madrid obscuro, de farolas mortecinas y calles de adoquines húmedos por las que pasaban muy pocos automóviles.

Soñaba entonces más que nunca. Podía desde aquellos bancos grises, desde aquella vacía sala de lectura volar sobre los tejados y vagar por carreteras imaginarias en busca de algo que suponía me esperaba. Que cambiaría radicalmente las cosas. Eran los años del encadenamiento a la pobreza, la del frío y la añorada sopa caliente y la otra, la de la nada en nuestras cabezas, la de la obediencia y la sempiterna tristeza. Siempre tratando de pasar desapercibido. Siempre arrastrando un difuso sentimiento de culpa que nos habían alojado en el subconsciente desde el momento de nacer.

Aquello duró casi una eternidad, que en realidad sigue durando en algunos rincones del recuerdo que se despierta, se revuelve más de lo que quisiera. Y sin embargo en el tiempo real, en el establecido por las manillas del reloj de nuestro paso temporal por la infancia y la adolescencia hace mucho que desapareció, se volatilizó.

Incluso algunos lugares concretos que permanecen obstinados en la nostalgia del pasado fueron arrasados por las escavadoras, por el progreso, por los años, por la especulación, por qué se yo. Ahora imposibles de reconocer al volver a mirar aquella pequeña fotografía agrietada delante de los ojos.

Porque el tiempo no solo está condicionado por las reglas del cronómetro, la sucesión de los días y los meses. El espacio de nuestra vida se alarga y se reduce, se amplia y se estrecha según nuestra percepción de los momentos críticos.

La llegada a la luz, la comprensión del mundo que nos tocó en suerte. El idioma que aprendimos a balbucir. El cómo nos afectó el amor o desamor de quienes nos rodearon, de los más cercanos y de los que oficialmente tenían el monopolio de nuestro entendimiento.

Una etapa intensa pero corta de nuestras vidas en el momento en el que éramos materia moldeable, en el que aún no teníamos opinión y otras manos amasaban nuestras personalidades.

Y eso pasó. Como pasaron por el entrenamiento de la vida otras generaciones que vinieron detrás. Crecimos. Y todo lo que era aparentemente inamovible se desvaneció y no quedó nada. Nada, después de tantas lágrimas. Tantas consignas. Tantos gritos. Tantos paraisos futuros. Tantas horas perdidas, tanto tiempo malgastado, tanta espera para que se produjera un milagro mientras miraba el frío anochecer a través de la vieja ventana de la biblioteca pública.

Hoy mi generación comienza el combate de la vejez. Unos se resignan. Otros no se conforman y luchan patéticamente contra corriente para recuperar el tiempo perdido. Algunos se quedan en la añoranza y otros son el remedo de un Peter Pan con arrugas y ciática.

Y mientras tanto, como soldaditos de plomo, nos colocamos al frente, impasibles. Mirando sin mucha fe hacia la línea del horizonte que reverbera en nuestros cansados ojos.

64 – TIEMPO DE TERREMOTOS.


Miro a través de la ventana. Hay bruma en el ambiente. El viento sopla con fuerza, silva entre las ramas de los pinos que se mecen delante del azul que rodea el Golden Gate.

Hace un tiempo extraño. Que quizás no lo es. Pero a mi me lo parece y mi mujer, silenciosa, se queda detrás de mi durante unos momentos dirigiendo la vista hacia el mismo punto donde yo la tengo perdida, más allá de Los Farallones.

Hace un tiempo de terremotos—dice — y se vuelve y aleja hacia el dormitorio. Me tomo el café lentamente intentando escrutar el horizonte, penetrar el mar abierto que se borra a los ojos pero no a la mente que puede recrear las imágenes al otro lado del mar. En Japón.

Allí nieva y el frío y la desolación cubre la tierra arrasada por el terremoto y el posterior maremoto que borró del mapa cientos de pueblos costeros. Nos llegan, después del estremecimiento, de las sacudidas, las imágenes de un mar desbocado que asalta la tierra engullendo casas, árboles, automóviles, barcos y todo signo de vida, arrastrándolo en la vorágine de ese agua sucia que avanza implacable hacia las próximas colinas donde por fin se detiene o que anega las llanuras ennegreciendo los campos saturados por los detritus y el barro obscuro que lo cubre todo.

Los que han sobrevivido buscan fervientemente entre los escombros, en las listas de desaparecidos con una leve esperanza en sus labios temblorosos, bajo las máscaras blancas con las que intentan eludir las posibles radiaciones de las dañadas centrales nucleares.

Nada nuevo para un pueblo acostumbrado a vivir sobre los peligros naturales de las islas que habitan, impregnado en su genética que les hace reaccionar con estoicismo, organizándose, olvidando la catástrofe para volver a reconstruir, para asimilarse de nuevo a una tierra que está en perpetua convulsión.

Y mientras en el resto del mundo, en los pueblos de occidente donde no ha ocurrido nada se extiende una pavorosa mancha de temor que los estrategas de la manipulación, los políticos del funambulismo palabrero aventan citando el Apocalipsis, el taimado recurso del miedo para acaparar votos con los que prolongar su vida en el poder.

Ha pasado una semana. Vuelvo a mirar con el café en la mano más allá de Los Farallones. Ya nadie habla de Japón. Del terremoto, del maremoto. Si acaso unas líneas alejadas de las páginas principales. Si acaso un comentario de los llorones de la usura que se quejan de lo que les va a costar recuperar sus dividendos maltrechos por la naturaleza adversa. Y se vuelven y miran de reojo a las victimas que aún están recogiendo entre los escombros de la feroz acometida, el légamo de la catástrofe. Con un cierto indefinido rencor. Como si las víctimas tuvieran algo que ver con los temblores del interior de la tierra, con los fenómenos imprevisibles imposibles de controlar por el ser humano.

Ahora la reconstrucción será lenta y las familias seguirán buscando a los que de repente desaparecieron de su vida. Y tendrán que acostumbrarse a que ya no volverán. A que nada será igual aunque las casas vuelvan a levantarse. A que comenzará otra etapa. A que ya nada de esto interesará al resto del mundo.