lunes, 25 de octubre de 2010

40 – LOS CRISTALES DEL PASADO.



Me levanto algo renqueante. Hago mis ejercicios. Preparo café. Me tomo las pastillas. Ayer estuve andando un buen largo trecho. Procuro hacerlo varias veces a la semana. El ejercicio es bueno, me ha dicho siempre el médico. También me dice que puede provocarme un ataque de gota.

Tengo gota desde los cuarenta y tantos. Una enfermedad un tanto extraña pero mucho más extendida de lo que parece. Está asociada a las grandes comilonas, a las libaciones copiosas o sea, a la buena vida. Que otrora, en tiempos de nuestros antepasados sufrían los que tenían posibles, vivían bien y podían gastarse los dineros en placeres.

Siempre hay un buen amigo que te recuerda los reyes gotosos del pasado, cardenales y obispos, gerifaltes de alcurnia. Que según cuentan las crónicas se desayunaban con caldos enjundiosos y sus comidas no bajaban de los diez o quince platos elaborados con las materias primas más potentes, las salsas más apetecibles, los condimentos más navegados traídos de los mares australes.

Mi médico sin embargo me informa que es una enfermedad metabólica producida por la acumulación de ácido úrico sobre todo en las articulaciones, riñones y tejidos blandos por lo que se considera tradicionalmente una enfermedad reumática. No necesariamente asociada a un estilo de vida poco saludable. Esos cristales provocan una intensa reacción inflamatoria que es muy dolorosa.

A menudo algo me hace despertar en esas horas calladas, en la oscuridad, entre el sueño y la vigilia en medio de la noche. Y en esos momentos noto otro tipo de cristales que no afectan a mi cuerpo sino a esa otra epidermis que forma el espíritu y el alma. En un momento en el que estás desarmado por el sueño, relajado, con las defensas reposando al igual que reposa el cuerpo.

Y aparecen esos otros trozos de cristal que formaron parte del espejo de una vida ya pasada, una vida anterior en la que fuimos jóvenes, distintos, en la que emprendimos cada día el trabajo de mirar hacia adelante sin importarnos el esfuerzo, acometiendo la rutina que creíamos pasajera, recreando cada día el deseo de amar. Inventándonos el espejismo de que nosotros seríamos diferentes.

El desgaste de los años fue triturando en pequeños trozos cortantes aquellos cristales de la esperanza que forman ahora parte del fluido de los sentimientos pasados, que se depositan hiriendo, causando un dolor intenso como los que produce un ataque de gota.

Pero eso ocurre en mitad de la noche. Cuando te encuentras desvalido. Cuando te falta la distracción de la rutina de los días.

Y hay que rechazarlo. Abrir la ventana. Respirar hondo, contemplar la luna si es que está visible, tomar un vaso de agua y volver a la cama como si nada, pensando en el nuevo día, olvidando la gota física, olvidando la gota espiritual.

39 – HALE BOPP.



Fue en la primavera de mil novecientos noventa y siete. Una noche como otras tantas en las que salíamos a sentarnos en el jardín a charlar y contemplar las estrellas durante un rato, los puntos luminosos bajando del norte hacia el aeropuerto, las estrellas fugaces que de vez en cuando rasgaban la noche un breve instante con su cegadora luz.

Y allí estaba. El cometa Hale-Bopp cruzando magníficamente el firmamento, brillando más intensamente que cualquier estrella en el cielo. Muy pronto pudimos verle desde el atardecer, antes de que se pusiese el sol, continuar durante parte de la noche y al levantarnos y salir corriendo medio dormidos a mirar el firmamento encontrarlo de nuevo surcando el cielo en dirección opuesta.

Un bloque de hielo de más de cuarenta kilómetros de diámetro compuesto de agua, amoniaco, metano, bióxido de carbono, hierro, magnesio y silicatos, una informe masa de hielo sucio desprendiendo un penacho de tonalidades azules, verdes y blancas, parte del detritus que va dejando en el camino desgajado de la masa principal y que se extiende formando una cola de millones de kilómetros dividida en dos enormes estelas azul y blanca.

Día tras día nos sentamos a contemplar aquella aparición, aquel privilegio efímero y único. Los astrónomos esperaban poder observarlo hasta el año dos mil veinte mediante grandes telescopios, entonces, decían, sería muy difícil distinguirlo entre las galaxias lejanas de un brillo similar.

En silencio, dejándonos llevar por su atracción no veíamos el momento de entrar en la casa. De irnos a dormir.

En esos días tuvimos que hacer un viaje a Canterbury en Inglaterra, en el hotel abrimos el periódico que hablaba todos los días del cometa. Ocurrieron cosas extrañas.

En Noviembre un astrónomo aficionado tomó una imagen de un objeto borroso, levemente alargado, en sus proximidades. Rápidamente entusiastas de los fenómenos UFO llegaron a la conclusión de que se trataba de una nave espacial siguiendo al cometa.

Meses más tarde la secta “Puerta del Cielo” tomó la aparición del Hale-Bopp como una señal para llevar a cabo su suicidio colectivo. Dejaban sus cuerpos terrenales para viajar en la nave espacial que seguía al cometa.

Fuimos a cenar a un pub cercano, tomamos unas cervezas y charlamos comentando entre otras cosas la suerte de haber visto el cometa en el tiempo de nuestras vidas.

La noche estaba fría cuando salimos del pub pero las calles silenciosas, la proximidad de la catedral nos decidieron a dar un paseo. Fuimos andando cogidos del brazo, sin hablar, observando las sombras de las casas inglesas. En la catedral la campana se alargó tocando las doce horas de la media noche y sobre sus tejados vimos aparecer el cometa, brillante, mudo, dejando su estela majestuosa. Nos paramos a mirarlo durante un buen rato. Luego nos besamos largamente, buscando cobijo el uno en el otro, como consolándonos de nuestra pequeñez. Mientras, el cometa se iba alejando en el frío espacio. Él volverá al sistema solar en unos dos mil trescientos años.

38 – PRINCE ARMITAGE RANJIT DAKKAR.



He ido a verle. Voy una vez al mes porque si lo hago antes se enfada. No quiere ver a nadie muy a menudo. En realidad no quiere ver a nadie. Punto. Le he preparado una tortilla de patata con perejil. Él rechaza cualquier comida que tenga que ver con animales terrestres y lo que más le gusta es cualquier cosa que tenga pescado. La primera vez que le llevé una tortilla la miró sospechosamente, me preguntó de qué estaba hecha y se animó cuando comprobó que no llevaba carne, que era un plato sencillo digno de un marino y sobre todo cuando la probó. Así que me dijo que si iba a visitarle y no llevaba una tortilla no me dejaría entrar en la habitación.

Está mayor. Pero si hago caso a la edad que dice tener, ciento cuarenta años, le encuentro muy bien conservado. Naturalmente nadie le hace caso en eso de la edad. En realidad no hacen caso a nada de lo que dice y los médicos que le pasan a ver a su habitación mueven la cabeza afirmativamente dándole la razón como a los locos aunque saben muy bien que no lo está a pesar de que cuente historias estrafalarias y excéntricas propias de un Don Quijote que hubiera corrido sus aventuras en el mar.

Le conocí por casualidad, fui a acompañar a un amigo que tenía a sus padres en el hogar de ancianos; le dejé con ellos y me di una vuelta por los pasillos entrando por error en su habitación. Pedí perdón y ya me iba cuando se volvió y me dijo que le trajera un vaso de agua. Lo hice. Me senté.

Estuve hablando con él más de una hora y cuando ya me iba me preguntó el nombre, el a su vez extendió la mano y sonriéndome me dijo: Nemo, capitán Nemo. Me gusta que me llamen así, con el capitán por delante—dijo—.

Sostuvimos el apretón de manos, me di cuenta de que para un hombre que decía tener esos años su mano era aún firme y potente. Su forma de hablar resolutiva.

Volví a acompañar a mi amigo varias veces y no pude refrenar el deseo de verle. Me reconoció nada más aparecer en el dintel de la puerta señalándome una silla. No se movía mucho, no salía al jardín, pasaba las horas leyendo sin cesar, dormitando a ratos sobre los libros. Luego comencé a visitarle con regularidad y cada vez me contaba cosas que tardé un tiempo en entretejer. Decidí al llegar a casa apuntar lo que me iba diciendo porque de otro modo se me olvidaría y eso sería una pena.

Así me dejó saber que era hijo de un Rajá indio y su verdadero nombre Prince Armitage Ranjit Dakkar. Todo lo que iba contándome coincidía y aumentaba con ciertas variantes el relato de los libros de Verne “Veinte mil Leguas de Viaje Submarino” y “La Isla Misteriosa” que me volví a comprar porque los había leído de muy joven y gran parte de lo que contaban era ya un borrón en mi memoria.

En una de las visitas pasé por la oficina y accedieron a mostrarme su expediente. Al parecer tenían muy poca información sobre él, la más antigua era de unos diez años atrás, un informe del guardacostas en el que daban cuenta, con varias fotos realizadas en el momento, de haber encontrado a un hombre mayor durmiendo en la playa, sin documentos, objetos personales, maleta o bolso de algún tipo. Llevaba puesto un chaquetón azul de marino, pantalones con una franja roja en el lateral como si fuera parte de un uniforme y en una de las manos un anillo, al parecer valioso, con una ene mayúscula tallada en el centro.

Las explicaciones que trataron de obtener del viejo no consiguieron arrojar ninguna luz sobre posibles parientes, amigos o conocidos y las autoridades decidieron, dada su edad y su comportamiento poco creíble y errático acogerle en un hogar de ancianos.

Me recibe contento. Le parto un trozo de tortilla que se come ávidamente. La última vez me pidió que le trajese unos cartones grandes. Así que he aparecido con los cartones y lo que quiere es que dibuje con un rotulador negro lo que él me vaya diciendo. Naturalmente he pedido permiso en la oficina y les ha parecido bien. Todos agradecen que alguien venga a ver a ese hombre solitario al que nadie entiende.

Dibujo, bajo su dirección, unos ojos de buey con unas olas en el medio. Manómetros, palancas, relojes y tubos que suben y bajan a lo largo de los varios cartones que voy juntando y colocando sobre la pared. Al cabo de un rato aquello da la sensación de ser parte de un submarino. De cartón. Pero submarino. El Capitán Nemo me mira complacido. Se arrellana en la silla y se come otro trozo de tortilla mientras me pide que le traiga otro vaso de agua.

Esto que antecede son unas notas escritas hace unos días. Las estoy volviendo a leer porque esta tarde me han llamado del hogar de ancianos diciéndome que el viejo Nemo ha pasado a mejor vida. De repente. Sentado frente a los cartones que le dibujé y que no dejaba de mirar hora tras hora. Me piden que vaya al hogar mañana. Una pequeña ceremonia de despedida. De las enfermeras y el director. Iré con mucho gusto.

37 – GOLONDRINAS.



Me sirvo una taza de café y me entero por las noticias de la radio que este año no han vuelto las golondrinas a San Juan Capistrano. En realidad hace años que ya no vuelven a la misión en grandes grupos.

Durante más de doscientos años las golondrinas han descendido sobre el monasterio franciscano en la primera mitad del mes de Marzo. Una primera bandada de cien o doscientas golondrinas que revoloteaban reconociendo el terreno mientras tocaban las campanas del monasterio dándoles la bienvenida. Detrás llegaba el grueso de la bandada pero antes el primer grupo ya había localizado el lugar preciso de los antiguos nidos que reconstruían preparando también otros nuevos para acoger a las nuevas familias de golondrinas.

Durante siglos se desconocía el origen de la migración pero se sabía que llegaban para reproducirse en un clima benigno y que eran muy bienvenidas por el control que ejercían de los insectos y las plagas en los campos alimentándose de gusanos, moscas e insectos de todo tipo.

Pero ahora se sabe que vienen de la población de Goya en la provincia de Corrientes al lado del caudaloso río Paraná en Argentina. Una sorprendente distancia de doce mil kilómetros comenzando el vuelo el dieciocho de Febrero en Goya y llegando en diferentes grupos a sus nidos establecidos entre los arcos de los corredores del monasterio de San Juan Capistrano el diecinueve de Marzo, un total de treinta días durante los cuales no beben ni comen para no perder tiempo.

Después de pasar el verano cobijadas entre las paredes de la vieja misión en San Juan Capistrano, las golondrinas emprenden de nuevo el vuelo el veintitrés de Octubre revoloteando en círculos la misión en señal de adiós, comenzando el viaje de retorno a Goya donde pasarán el invierno boreal. Este rito anual que se mantuvo durante siglos se ha roto por los cambios que San Juan Capistrano ha sufrido en los alrededores, construcción de viviendas, autopistas, contaminación, ruidos. Las golondrinas han dejado de acudir al monasterio, lo han pasado de largo para cambiar de residencia. Ahora se agrupan y forman sus nidos de barro en el Vellano Country Club en Chino Hills, un lugar tranquilo, de colinas suaves, vegetación y agua que proporciona un arroyo cercano.

También yo recuerdo mi infancia de golondrinas, los nidos construidos en los aleros, la llegada puntual cada año, las nuevas crías que asomaban las cabecitas desde sus casas de barro perfectamente construidas y protegidas de la intemperie.

Un día también aquél entorno dejó de ser tranquilo. Y se fueron. Y aquellas no volvieron y lo único que me quedó fueron los versos de Bécquer:

Volverán las oscuras golondrinas

en tu balcón sus nidos a colgar,

y otra vez con el ala a sus cristales

jugando llamarán.

Pero aquéllas que el vuelo refrenaban

tu hermosura y mi dicha a contemplar,

aquéllas que aprendieron nuestros nombres…

ésas…¡No volverán!

sábado, 16 de octubre de 2010

36 – SOY LO QUE SIENTO.


Me doy cuenta de que no coincido con casi nadie. Puede que tenga que ver con haber pasado de los sesenta y estar entrando en esa especie de climaterio que da en no creer en nada, como decía el bueno de Don Antonio Machado. O que uno se ralentiza por la edad, y así como me empieza a doler una pierna por la ciática, a fastidiar los pies cuando ando un par de horas, a dolerme la espalda cuando llevo un buen rato en una silla, también comienzo a flaquear de la azotea.

Porque a uno se le van olvidando los nombres. Sobre todo los propios. No consigo acordarme de algunos pero sin embargo si que puedo ver las caras nítidamente, caras sin identidad. Eso es. De todas formas no me preocupo mucho, en realidad lo de los nombre siempre se me ha dado mal, incluso de muy joven.

Luego está lo de las afinidades, hago un pequeño repaso. Nunca, ni siquiera de pequeño me ha gustado el fútbol. Una pena. A veces los veo, a los de mi edad, tan contentos y alegres saltando en los partidos. En el campo, donde se lo deben de pasar muy bien. Frente a la tele, con las cervezas ¡Oé, oé, oé, oééé! Me dan envidia…luego se pasan las horas muertas hablando de los jugadores y rememoran a Di Stefano, Puskas o Gento…que son lo únicos nombres que sé por oídas.

Tampoco me gusta el golf, una cosa que está muy de moda, ni el tenis, ni el baloncesto, ni el jockey, vamos, ni nada de nada que tenga que ver con los deportes.

Tampoco las carreras de coches ni los coches antiguos: muchos se van en comandita montados en su seiscientos rescatado del desguace y se juntan a comer cordero en un pueblo de la sierra una vez al mes. Van en caravana y con dos guardias civiles abriendo paso. Luego los aparcan en batería y se admiran los unos a los otros los cromados y pilotos, el volante y el escudito del fabricante abrillantado con Netol.

Tampoco de joven me gustaba ir a bailar con los amigos, me parecía un rollo, sobre todo tener que decir tonterías a unas pazguatas que en general me interesaban un soberano pimiento. Y por no gustarme tampoco me gusta ir de bares, con todo el ruido y el fumeque. La gente fuma como si fuera a caerles un meteorito antes de llegar al portal de su casa.

Ahora con la cosa de la edad comienzo a oír los cantos de sirena de las urbanizaciones para mayores. Se están poniendo de moda. Si se tienen unas perras ahorradas nada mejor que mudarse a una casita en un terreno acotado, con vigilantes y cámaras de seguridad, campos de golf y todo lo que se pueda apetecer en la tercera edad, o sea, de carcamal: servicios médicos, tiendas, restaurantes con motivos específicos: Viejo Oeste, Hawaii, Pompeya…piscinas climatizadas, gimnasios para hacer Pilates, Yoga y clínicas para estirar pellejos.

Naturalmente fiesta va y fiesta viene y consumo masivo de Viagra porque los setenta de ahora son los cincuenta de antes y hay que aprovecharlos a tope.

Horror. No quiero ni pensarlo. Antes de hacer algo así preferiría irme debajo de un puente a asar un pollo con Carpanta.

35 – EL ESPACIO DONDE SE HABITA.



A veces se cae uno literalmente de la cama. Estamos ya en la primera mitad de Junio y se nota. Quiero decir que son las cinco y media de la mañana y la luz se enseñorea del salón donde hace sólo un par de semanas todo eran sombras. Es una variante a la que me tengo que acostumbrar. Porque todos son rutinas y ellas son las que hacen que me sienta tranquilo y en paz.

Cuando algo cambia, aunque sea levemente, siento un pequeño desasosiego: la falta de luz me hace acariciar los muebles en la sombra a fin de orientarme hasta la lámpara que enciendo y que me aporta la primera sensación cálida del día. Ahora entro en un espacio que ya está iluminado aunque sea con un resplandor tenue que resbala por encima de los pinos descubriendo los objetos que me son tan familiares y aunque es más fácil reconocer todo de un solo vistazo echo de menos la caricia de las sombras, tengo la sensación de llegar un poco tarde, cuando ya el día se ha presentado antes que yo.

Me siento y enciendo el ordenador. Pienso en los espacios. En este o en un momento parecido alguien estará teniendo este mismo sentimiento. El monje en la trapa que ya habrá iniciado por segunda o tercera vez sus rituales de oración en la esquina de la habitación donde lleva años arrodillándose, oyendo el crujir de la madera de su reclinatorio o de su banco, viendo su mesa de estudio y trabajo con los objetos que le acompañan. Obedeciendo fielmente cada toque de campana que le indica el cambio de tarea, el tiempo de la nueva ocupación.

No es este el siglo de la concentración y la delectación en la simple tarea de sentir pasar el tiempo. Las horas están escritas en una agenda, en un ordenador, en un teléfono móvil que nos lleva de un lado a otro en la marea intemporal de los días. Que no pueden apreciarse, que sólo representan una tarea tras otra, un encuentro tras otro, el ir y venir en una aceleración constante que borra el sentido del tiempo real. Sin fronteras en la separación del día y la noche que se salta a novecientos kilómetros por hora por encima de las nubes con otros miles de seres reclinados en distintas direcciones.

O comprando en un supermercado a las cuatro de la mañana, o pegados a cualquier aparato electrónico que trae el mundo exterior, cualquier mundo, al sofá del salón. Esas pantallas que son el moderno consuelo de la antigua hoguera en la que el hombre se reunía, contaba sus aventuras y experiencias, se reconocía, dejaba pasar el tiempo.

Espacio y tiempo. Algo que ahora está abierto, cuyo sentido se entiende de forma diferente y hace que el hombre acelere su existencia, vaya más deprisa en espacios mucho más amplios, lo que le da la sensación de vivir más, de prolongar el tiempo de su vida.

Preparo el café. Vivo en mi espacio. Entre las tazas y los platos de la cocina. En la celda de mi existencia que es un pequeño universo para mí. También salgo. También recorro largas distancias. También vuelo entre el día y la noche.

Pero me hace feliz volver a mi entorno conocido, mis rutinas, recuerdos, la taza de la abuela que uso yo ahora para el café cada mañana. Sí. Tópicos. Pequeñas cosas.

34 – GURÚS.



Me preparo un café y me siento delante del ordenador. Es curioso. A fuerza de ver las mismas imágenes, los mismos espacios, la decoración, la estética, las actitudes y las consignas, llegamos a sentir todas estas cosas con tanta familiaridad que termina formando parte de nosotros mismos, como ese traje que nos ponemos sin apenas notar que es un elemento ajeno a nuestra piel.

Sin embargo hay veces que por alguna circunstancia que no sé explicar la misma imagen que he visto cien veces se me presenta como algo nuevo, original, golpeándome con la claridad de su significado que antes no me había cuestionado por serme tan habitual.

Estoy echando un vistazo a las noticias y veo una foto de dos sacerdotes de la iglesia católica, uno joven, el otro mayor vestidos de unos ropajes blancos hasta el suelo, uno de ellos llevando un báculo o cayado rematado por unas figuras en plata ricamente labradas y ambos cubiertos por unos grandes gorros rígidos terminados en punta con todo tipo de adornos dorados en su superficie.

Esta es una de esas veces que la imagen se me presenta limpia, sin la carga ni los aditamentos sociales y culturales del pasado. Y lo que veo me resulta irreal, dos tipos disfrazados, cubiertos de unos ropajes anacrónicos, dos jefes de una tribu rebozados de símbolos, acorazados de trapos y cartones para aumentar su estatura, su imagen, la representación de un poder que tiene que prevalecer sobre el pobre incauto que les mira, una decoración de fantasía que inspire respeto y temor en los que no tienen acceso a esos privilegios que unos cuantos se han otorgado a si mismos.

No son estos los mejores tiempos para estos directivos de la trola, altos cargos de esa empresa piramidal cuyo reino, dicen, no es de este mundo.

Pero ellos siguen, se reúnen y se dedican a sus ceremonias, desfilan con sus ricos ropajes y dejan que la plebe desde abajo asista a sus representaciones incomprensibles, al teatro que siempre vivió del miedo, de la manipulación y la persuasión del terror que ahora tratan de moderar porque la gente es, de momento, un poquito más libre y ya no traga con muchas cosas.

No me meto yo con las creencias, cada cual trata de buscar consuelo de este áspero mundo al que nadie sabe a qué ha venido, porqué ha venido y a donde rayos se dirige a pesar de que muchos estén empeñados en vendernos como sea cualquiera de los seguros de vida eterna, pasaportes para el más allá, bulas y certificados a canjear en otra existencia.

A mi me resultarían más simpáticos si se despojaran de todos esos ropones, colorines de jefes de la nomenclatura y de esos lujosos edificios con columnatas gótico-flamígeras o barrocas. Cosa que no va a suceder. Porque por otro lado tienen que mostrar su poderío al otro competidor, la gran empresa del conglomerado islámico que está que lo tira, con unas mezquitas donde la palabra ostentación se queda corta, sus seguidores aumentan exponencialmente, y los seguros de vida eterna son más jugosos con beneficios extras de lindas y potentes huríes para toda la eternidad. Así cualquiera. No me extraña nada que tengan tantos fieles.

33 – ALLIENS.



Decido ir a Kirby Cove, en la parte oeste del Golden Gate. Llevo una pequeña mochila con una botella de agua, un sándwich, y unas aceitunas. Comienzo a bajar la cuesta desde Battery Spencer a lo largo de una milla entre cipreses, eucaliptos y pinos. Hace un día estupendo y como es jueves por la tarde y todavía no están los chavales de vacaciones no hay un alma por ningún sitio.

Los fines de semana comenzarán a venir campistas que suelen quedarse desde la noche del viernes entre los árboles al lado de la playa que no es muy grande pero lo suficiente para tumbarse a tomar el sol, ver la otra cara del puente desde fuera de la bahía, la parte norte de San Francisco, contemplar los barcos que enfilan la entrada y, quien sabe, puede que hasta poder echar un ojo a alguna ballena despistada.

Por la noche, en cuanto se meta el sol encenderán hogueras y se sentarán alrededor a contar historias, con una manta ligera sobre los hombros, comiendo palomitas y cantando algunas canciones hasta que se queden dormidos. Otros se sentarán en la playa a ver las estrellas y, como no, el puente y la ciudad cuajada de luces al fondo.

Llego a la abandonada Battery Kirby, bordeo su vieja estructura de hormigón y subo hasta una de las mesas de picnic que están medio ocultas entre los pinos y cipreses con la parte superior peinada a lo punk por los fuertes vientos que azotan la costa. Me siento en la mesa desde la que tengo una vista magnífica, un proscenio de absoluto lujo.

Como la belleza y el aire siempre me abren el apetito, saco el sándwich, la botella de agua y el tarro de cristal con las aceitunas que abro enseguida. Mientras como las aceitunas, que están rellenas de ajo, veo elevarse girando desde Pacífica un siete sesenta y siete que rápidamente pasa, todavía a baja altura, haciendo levantar el vuelo a varios cernícalos que andan merodeando por las copas de los árboles.

Miro de nuevo hacia el mar y noto una ligera estela de humo blanquigris que zigzaguea pero se va haciendo más visible a medida que se aproxima a Kirby Cove. Sigo comiendo mis aceitunas mientras puedo ver ya con suma claridad que se acerca perdiendo altura un objeto redondo, una especie de cacerola de aspecto primitivo del tamaño de un autobús o incluso algo más pequeño.

Entra por la playa como a unos veinte metros de altura por encima de los árboles y comienza a dar vueltas en pequeños círculos como buscando un sitio donde aterrizar, indeciso, produciendo un zumbido parecido al de un abejorro o mejor de unos doscientos abejorros.

Después de unas cuantas vueltas se queda suspendido en el centro de la pequeña playa y puedo ver claramente que es lo más parecido a un puchero con remaches, la parte superior lleva unos ojos de buey o portillas al parecer también con remaches, como las ventanas redondas de los trajes de buzo, encima del todo lleva una especie de gancho redondo que pudiera ser una antena.

Miro alrededor, no veo a nadie, en el camino tampoco vi a nadie, puede entonces que sea yo el único que está viendo la aparición de este chisme. De repente cesa el zumbido, comienza a descender como a trompicones y se desploma desde unos quince o veinte metros contra la arena de la playa. Rebota. Se eleva unos tres o cuatro metros y vuelve a caer a plomo para no moverse más.

Pasa el tiempo. No ocurre nada. Decido comerme el sándwich, tomo un trago de agua, termino las aceitunas. He preparado el bocadillo con pastrami, unas lonchas de salchichón, tomate, lechuga, pepinillos, un poco de mostaza y chipotle mayo. Le doy un buen mordisco.

Me extraña que nadie haya visto ese objeto, de ser así alguien habría avisado al nueve uno uno, además el helicóptero del guardacostas está siempre dando vueltas cerca del Golden Gate…

Dejo de comer el bocadillo, veo que se abre una especie de trampilla en un lateral y asoma una cabeza con un gorro como de cuero, luego sale del todo, anda unos pasos y se sienta en la arena, aparece una segunda persona, o lo que sea, también con el gorro, se levanta y se va cojeando hasta el agua, se agacha y bebe en el cuenco de una mano.

El que está sentado en la arena se levanta y vuelve al vehículo, mete la mano y saca una especie de caja de galletas y toca unos botones que lleva en la superficie. Mira con intensidad y se vuelve bruscamente dirigiendo la mirada exactamente a la mesa donde estoy sentando. El otro deja de beber agua y mira también. Yo me quedo con el bocadillo a medio camino de la boca sin saber que hacer.

Se miran, dan la vuelta y se meten dentro de la cacerola cerrando la trampilla. Oigo de nuevo el zumbido de los abejorros pero de forma intermitente y más suave. Después de unos minutos cesa y vuelve el silencio.

Llevo allí más de dos horas y empieza a atardecer, hace algo de relente. Los de la cacerola o lo que sea no dan señales de vida. Me da la sensación de que no se van a mover hasta que me haya largado.

Así que recojo mis cosas, agarro la mochila y me vuelvo hacia la cuesta saliendo del parque. Antes de perder de vista la playa desde la altura echo un último vistazo.

Desde la distancia veo dos figuras saliendo a buen paso del objeto y dirigiéndose a la instalación abandonada de Battery Kirby. Pobres. Seguro que querrán encontrar cobijo entre las desnudas paredes de cemento.

32 – CONSTRUCCIÓN.



Me voy a andar temprano. Mi recorrido favorito, por la zona de Crissy Field que es plana y me ayuda con los dolores de la ciática. Hace algo de frío y una neblina que se va levantando poco a poco. Comienzo a caminar en dirección al Golden Gate. No veo un alma aunque a esta hora suele haber ya algunos que pasean a sus perritos o hacen el circuito corriendo.

Oigo un zumbido a mi espalda que aumenta por momentos, me vuelvo, entre la niebla aparece de repente un caza de combate de hélice tan bajo que instintivamente me impulsa a agacharme. Unos veinte metros más adelante aterriza limpiamente y rueda hasta los hangares del fondo junto al comienzo del Presidio donde hay estacionados al menos media docena de aviones militares.

Sigo andando, la niebla comienza a quemarse según voy acercándome al puente que aparece con sus dos grandes torres y los cables que las conectan suspendidos en el aire. Sobre una gran plataforma los obreros trabajan en la unión de la sección central todavía en construcción.

Tengo que pararme cerca del puente ya que no se puede seguir por la cantidad de materiales, grúas y talleres que forman una pequeña población en constante movimiento.

En la orilla, cerca de donde estoy, hay una gabarra que transporta materiales y obreros a la otra orilla en Fort Baker. Me acerco y les pido si me pueden cruzar. Un grandullón provisto de un cinturón para herramientas del que penden un buen número de ellas me echa un vistazo sin parar de hacer lo que tiene entre manos y me hace un gesto para que suba y me siente donde dé menos la lata.

Cruzamos al otro lado y me admiro de las proporciones del puente. Verlo así, a medio construir, da una sensación extraña. Miro las dos inmensas torres y los espacios aún abiertos, los obreros colgados de los cables y me emociono. Porque además mis ojos están acostumbrados a verlo todos los días como una obra de arte perfecta, un arco del triunfo moderno saludando a los barcos que entran en la bahía, con un intenso tráfico de vehículos en ambas direcciones. Setenta años después de haberse terminado.

Doy las gracias al llegar a la otra orilla, también aquí se acumulan pequeñas montañas de cemento, de arena, de materiales de todas clases. Voy andando hasta un pequeño campamento de tiendas de campaña levantado entre unos eucaliptos, un grupo de hombres cocinan en un paisaje en blanco y negro, visten pobremente con pantalones de trabajo y viejas fedoras desteñidas por el tiempo. Son, como en tantos otros lugares, las víctimas de la profunda depresión que asola el inmenso territorio de los Estados Unidos. Me hacen un hueco alrededor de una hoguera que mantienen encendida día y noche. Me ofrecen pan y frijoles que rechazo pero acepto una taza de café aguado.

Dicen que están allí a la espera de algún muerto. De que alguien tenga la mala suerte de caerse al vacío dejando la vida sobre la superficie de las aguas. Única posibilidad de que vengan al campamento en busca de otro trabajador para sustituirle.

No hay trabajo para todos y los que han tenido la inmensa suerte de conseguir uno en el puente arriesgan cada minutos sus vidas. Pero el salario es increíblemente bueno.

Es una triste espera, me dicen. Pero es lo único que pueden hacer. Entre ellos los hay muy jóvenes, apenas con quince años de edad. Otros a juzgar por sus rostros curtidos, quemados, llenos de surcos profundos y andares renqueantes más parece que deberían estar tomando el sol en un parque cuidando a sus nietos si las circunstancias no les obligaran a buscar el pan todos los día.

Muchos de ellos, la mayoría, no conseguirán un trabajo y tendrán que emigrar a otros estados, ni siquiera verán el puente terminado ni las ceremonias que a pesar de los malos tiempos se prolongarán durante una semana entre cohetes, bailes, marchas y conciertos.

Y cuando levanten el campamento la vida les llevará a algunos a sitios que jamás hubieran pensado, a los campos y las ciudades de Europa, a las islas y ciudades del Pacífico. Unos por el azar o el destino se quedarán en aquellas lejanas tierras para siempre y otros volverán y un día de cualquier año, en tiempos mejores, se verán cruzando en un automóvil el magnífico puente que desde la hoguera en Fort Baker vieron como se hacía realidad día tras día.

Me ofrecen más café. Les doy las gracias pero me voy de vuelta en la siguiente gabarra. Cruzamos las aguas algo turbulentas. Está subiendo la marea.

Camino a buen paso volviendo la vista hacia el puente de vez en cuando, la neblina le tapa en parte. Cuando llego al coche frente al Yacht Club el sol brilla y se ha disipado la niebla. El puente destaca firme con su belleza art-deco como un arco iris producido por la refracción del sol sobre la espuma del Pacífico.

31 – SHIKASTA.



De joven me gustaba mucho la ciencia-ficción. Aquella que llegó a su máximo esplendor en los años cincuenta: Ray Bradbury, Theodore Sturgeon, J. G. Ballard, Farmer, Simak, Heinlein, Anderson, Asimov, Clarke, Miller y otros que ya ni me acuerdo o están ocupando un espacio por ahí, en alguna neurona perdida que de vez en cuando se espabila y me recuerda las cosas leídas y disfrutadas en otro tiempo.

Una ciencia-ficción de iniciados, de yonkis de lo inusual, de lo mágico, de un lejano y poco probable futuro del hombre en perdidas galaxias y mundos paralelos que se desvaneció rápidamente para dar paso a otra ciencia-ficción de civilizaciones de guerreros y princesas, monstruos y ejércitos del futuro en constantes luchas por el poder y las fuentes de energía. A mi esa segunda parte de la ciencia-ficción ya no me atrajo y abandoné el género que se había apartado del camino científico o paracientífico.

Aquellos relatos fueron muy queridos para mí pero hay uno en especial que sigue atrayéndome por su originalidad y que no es precisamente de un autor de ciencia-ficción aunque Doris Lessing escribiera algunos de este género.

En su libro Shikasta seguido de otros escritos, elabora la teoría de que los humanos son el producto de la experimentación de una raza superior. Dejados a su libre albedrío prosperan durante varios milenios hasta que un accidente les priva de una substancia esencial y esto les hace desarrollar una enfermedad degenerativa. A consecuencia de ello su cerebro sufre una transformación haciendo que los objetivos individuales se vuelvan más importantes que los colectivos llevándoles a centrar su atención en la avaricia y los conflictos.

El libro y los libros que se sucedieron elaboraban mucho más sobre el asunto pero la idea principal venía a ser esta.

Cuando veo los acontecimientos que día a día se suceden en nuestro planeta y la forma en que el mundo se va volviendo cada vez más complicado, me acuerdo de este libro de Doris Lessing y me da por pensar que tal vez la teoría que expone no esté tan alejada de una posible realidad.

No me extrañaría que con toda la arrogancia, engreimiento y nuestras ansias de ser como los dioses un día nos despertáramos y nos diéramos cuenta de que sólo somos el producto de una probeta cósmica, un germen en el océano de un magma creado por algo o alguien insuperablemente inmenso hasta el punto de que nuestros pequeños ojos no pueden fijarse y tener conciencia mas que en un punto nebuloso que no nos dice nada.

O también pudiera ser que todo esto no sea mas que otra distracción para llenar un vacío que es la esencia de las cosas, un hueco donde no hay nada y la nada es todo lo que nos cabe esperar. La nada, al menos como la concebimos en nuestros pequeños cerebros de mosquito.

Pero mientras tanto, mientras seguimos con las teorías y las especulaciones continuaremos matándonos porque en el fondo es la única solución duradera que conocemos para que el otro, el enemigo, no nos mate a nosotros. Y el enemigo somos todos.

jueves, 7 de octubre de 2010

30 – CONGA.



Llevo rato frente al ordenador. Estoy con pocas ganas de escribir nada. Eso me pasa a menudo, no porque no se me ocurra alguna cosa con la que sobrepasar la primera página. Tengo comprobado que si puedo arrancar airoso en la primera hoja el resto es ya pan comido.

No, en realidad es porque me viene, siento venir, unas enormes ganas de mandarlo todo a la porra, una especie de depresión supongo, lo de siempre: para que me molesto en escribir si nadie va a leerlo, si a nadie le importa un soberano pimiento, si la gente vive bajo un bombardeo insufrible de información y el poder de concentración en los últimos años ha descendido al nivel de la tapa de la alcantarilla y la sociedad lleva ya tiempo en una retrocesión intelectual abocada a la idiocia que ha transformado al humano de lector de libros a visualizador de imágenes.

Y dentro de las imágenes ha evolucionado yendo para atrás como el famoso cangrejo, de las películas aquellas en blanco y negro con diálogos jugosos y situaciones complicadas que ahora a la mayoría se les hace insufribles pasando después por las películas con cuatro frases y mucha acción y ahora al Hollywood del encéfalo plano que nos acogota con los dibujitos animados por ordenador, un filón que nos tiene como meones de guardería chupándonos el dedo frente a los gigantes verdes, los burros que hablan, los pequeños robots más que humanos, los abuelos con globos, las lluvias de hamburguesas y un etcétera largo, largo que casi nos devuelve al útero materno.

Y eso no es nada con lo que viene en tres dimensiones. Para qué seguir. Pero luego el bajón se me pasa y vuelvo con mi café y me siento y abro la pantalla del ordenador, espero que aparezca el documento en blanco y me olvido de lo que me rodea. Pero hoy no parece que vaya a ser tan fácil. Así que me levanto, agarro la cazadora y me bajo andando por el Tenderloin, cruzo Market y sigo por la Sexta.

Me llama la atención una casa de empeño que hay al principio de la calle. Me quedo mirando el escaparate: guitarras de todos los tipos y colores, cajas de cubiertos, saxofones, trompetas, acordeones…

Detrás del mostrador un tipo gordo y flácido en camiseta está ocupado con una revista y me mira de reojo sin prestarme demasiada atención volviendo a su lectura. Al fondo hay tres individuos que tienen toda la pinta de pertenecer a la Mara Salvatrucha, llenos de tatuajes hasta en la frente, pasa por mi cabeza “El Hombre Ilustrado” de Bradbury.

Sobre el mostrador colgando como jamones una serie de guitarras eléctricas de colores chillones junto a instrumentos de viento algunos deslucidos y abollados. Delante del mostrador una hilera de congas, bongos, timbales, tambores de procedencias diversas, aunque a mi casi todos me parecen africanos por mi desconocimiento profundo del tema.

Con el mismo impulso irracional que me ha hecho entrar en la tienda pregunto sobre el precio de las congas, el hombro gordo deja la revista y parsimoniosamente me hace un recorrido magistral de los instrumentos.

Salgo a la calle abrazado a mi nueva conga.

29 – LOS AÑOS.



“Los años no pasan en balde”: sentenciamos siempre después de haber intercambiado una básica información con el compañero, amigo e incluso meramente conocido que nos encontramos por la calle y del que tratamos desesperadamente de recordar el nombre.

Esto empieza a suceder a partir de los cuarenta pero entonces se dice jocosamente, uno todavía no cree que hayan pasado los años, que estén pasando como para empezar a preocuparse. Todavía los chicos están en casa, claro que con los tiempos que corren puede pasar que nunca abandonen el hogar y seas tú el que agarre la maleta y se desplace a la estación término del hogar de ancianos. Algunas amigas de tu mujer, o las compañeras de trabajo aún te siguen pareciendo apetecibles y fantaseas con la convicción de que el tiempo está a tu favor.

En la década de los cincuenta la cosa cambia radicalmente, tus compañeros de trabajo jóvenes y dinámicos insisten en ir destilando en tu espíritu la idea de que eres un poco torpón: en el manejo de los ordenadores, del teléfono móvil, de tus lentas y conservadoras reacciones ante los problemas del trabajo. Y de repente surge esa palabra pretendidamente cariñosa que en lo sucesivo será un rejón de muerte: abuelo. No serás abuelo socialmente pero sí espiritualmente para todos esos que te van empujando suavemente hacia el despeñadero de la jubilación anticipada o del ostracismo en la empresa.

Tu no quieres hacer caso ni de la oficina ni de las canas pero un día cuando estás gestionando la compra en el supermercado una de esas señoritas que atienden la caja te llama por primera vez: “caballero”. Ese es el primer síntoma real de que te estás haciendo viejo.

Luego pasa el tiempo y lo inevitable llega, dejan de interesarte las compañeras de trabajo y las amigas de tu mujer a las que miras con cierto resquemor y algo de rencor difuso. Te ofrecen la jubilación anticipada o irte a una oficina a trescientos kilómetros de tu casa y terminas aceptando la jubilación.

Sin saber porqué sientes el impulso de comprarte una pequeña radio de pilas con pinganillo que tú sigues llamando transistor y que será el mejor amigo en los tiempos por venir, la mejor compañera en la cama en las largas noches en que te cuestionas un futuro tan nebuloso.

Y comienzan las marchas tempraneras por “la ruta del colesterol” con tu inseparable compañero electrónico que te informa del desastre de gobierno, país, mundo en el que habitas. Un marasmo de ineptos que no hacen nada y se lo llevan crudo y te entra la rabia y la frustración y te preguntas porqué tú, que hacías bien tu trabajo, eras cumplidor y honesto has tenido que renunciar a la sociedad y al mundo por asegurar una soldada.

Pero el día más triste, el día que se confirma que definitivamente eres un viejo es cuando una joven entre veinticinco y treinta años te cede por primera vez el asiento en el metro o el autobús. Eso es duro, cuesta asimilarlo.

Pero al final, como todo en esta vida, se termina por aceptar y, oye, si eres optimista el ser viejo tiene también sus compensaciones y alicientes, pero eso te lo contaré otro día.

28 – ÁNGEL CUSTODIO.



A veces se pone muy pesado. Siempre aprovecha cuando mi mujer ha salido para hacerme una visita. Sabe que no me gusta que merodee a mi alrededor. Hace años tuvimos unas palabras porque me seguía a todas partes, me daba mucho la lata. Me planté y le dije:

—Mira, me importa un pimiento que seas o no mi ángel de la guarda, no tengo nada contra ti pero déjame en paz ¡Quiero estar solo! ¿Entiendes? ¡Solo!.—

Se puso gallito y ahuecó las alas, quiero decir en sentido metafórico, porque este ángel no tiene alas ni nada que se le parezca. Recurrió a las sempiternas artimañas de que él estaba para que no me atropellara un autobús o me cayera un piano de cola en la cabeza desde un sexto piso. Vamos. Las viejas amenazas para que me cagara de miedo.

Claro, tengo que admitir que entonces yo era un niño y además muy influido por las cosas de la iglesia. Pero a medida que me fui haciendo mayor vio que pasaba de él y poco a poco me fue dejando en paz.

Aparecía de vez en cuando, siempre cuando estaba solo, como una vez que me fui a hacer una marcha por la sierra y saltó de detrás de un pino, me dio un susto de muerte. Se disculpó porque, eso sí, está bien educado. Con una educación clásica y tengo que reconocer que a veces me contaba historias divertidas y picarescas de los dioses del Olimpo y su devaneos con los humanos.

—¿Pero tú ya eras ángel en aquellos tiempos? Si todavía no existía el cristianismo, no te creo…

—Te equivocas, amiguete— me decía — nosotros ya andábamos por ahí revoloteando mucho antes de que se montase el cristianismo ¿Qué te crees? Nosotros venimos de la noche de los tiempos.

—¿De la noche de los tiempos?

—¡Que pasa! ¿No te gusta la noche de los tiempos?

—Me suena algo cursi.

—¡Qué sabrás tú! ¡Memo arrogante!

—Oye, que yo no te he faltado…

—Es verdad, perdona, es que los humanos tenéis la virtud de irritarme.

Bueno, el caso es que no tenía nada de fondo a pesar de ser un ser etéreo y todo eso y se quedaba atrás jadeando apoyado en los pedruscos de La Pedriza. Al final tuvo que tumbarse un rato cuando llegamos al Collado de la Dehesilla y gracias a que compartí el bocadillo con él y le pegó unos tientos a la bota, se reanimó y pudo llegar hasta el Yelmo.

La verdad es que es un buen tío, en varias ocasiones que estuve muy solo me hizo compañía, me apoyó, me dio buenos consejos. Llegamos al acuerdo de mantener la amistad sin molestarnos, él vendría al menos una vez al año a saludarme y el resto del tiempo cada uno iría a su aire. Así lo hizo. A través de los años paseamos juntos, en alguna ocasión le dimos al alpiste más de lo debido y como no aguantaba nada le tenía que dejar dormir en casa y me contaba historias de ninfas y hados que sonrojarían al pirata más disipado.

Pero últimamente aparece más a menudo. Como ayer que mi mujer había salido y antes de materializarse en la habitación oí una voz que decía:

—Oye, no te mosquees que soy yo…¿Molesto?

—No hombre, dichosos los ojos…estaba entreteniéndome en el ordenador, siéntate aquí en el sofá…¿Una copita?

—No,no, gracias…últimamente el alcohol me pone muy melancólico, mejor un cafelito si no es molestia…

—Claro que sí, te lo pondré bien caliente con un buen trozo de bizcocho….

—Si te empeñas...

–Te noto más delgado, algo desmejorado…

Se me hizo un nudo en la garganta verle allí sentado mojando el bollo en el café y mirándome con ojos tristes.

—¿Ocurre algo que debiera saber?¿Se va a acabar el mundo, el universo o algo así?

—No, no, nada de eso— sonrió sorbiendo el café — Es sólo que se está reestructurando el escalafón…

—¿La jerarquía?

—Eso es.

—¿Y a ti como te afecta eso?

—Pues me afecta moralmente más que nada…después de tanto trabajar y preocuparme ahora me quieren jubilar, eso sí, con todos los trienios estelares…

—Bueno, estarás contento, te mereces un descanso…

—Sí, descanso…un aburrimiento, el ostracismo…

—¿Y porqué te quieren jubilar?

—Por lo de siempre, andan mal de presupuesto, la jerarquía está inflada de gente que entra por enchufe, porque conocen a alguna Potestad, a algún Trono, a alguna Dominación, incluso los hay que tienen mano cerca de los Querubines y Serafines…y éstos que se supone que deberían de dar ejemplo meten a todos sus parientes en el funcionariato aunque sea de simple ángel para luego ir trepando poco a poco. Puro Nepotismo. Y claro, cuando tiran de organigrama y ven que sobra un montón de personal siempre pagan el pato los que no tienen buenas agarraderas…y ese es mi caso.

—¿Y tú que eres? ¿Ángel o alguna de esas otras cosas que has nombrado?

—Yo empecé de ángel de base bastante antes de lo que vosotros llamáis el “Big Bang” y poco a poco, gracias a mi esfuerzo, porque todo hay que decirlo, pasé oposición tras oposición y ahora estoy en la escala veintitrés o sea que soy Trono y ya estaba hincando los codos para presentarme a otro examen para la plaza de Querubín, que eso son ya palabras mayores y de conseguirlo estaría a las puertas del cargo más alto jamás creado: Serafín.

—¿Y llegarías a Serafín?

—Muy difícil, cuestión de tiempo y esfuerzo, quizás dentro de los próximos diez a quince milenios.

—Y ¿Qué piensas hacer?

—Pues no sé, resignarme…pasear, tomar el sol y encargarme de algún trabajillo de atención a los humanos…

—Pues lo siento…pero aquí tienes tu casa, puedes venir a verme siempre que quieras…

—Te lo agradezco…¿Te importa que me quede aquí en el sofá un ratito? tú puedes seguir con tus cosas, no voy a molestarte…

Vuelvo al ordenador y sigo con mi tarea, él saca su ipod y se pone los cascos mientras se tumba en el sofá. Me levanto y le echo una manta por encima. Sigo trabajando, al cabo de un rato le miro y veo que se ha quedado dormido. Pobre, me da pena, toda la eternidad con las oposiciones, o de jubilata vagando sin nada que hacer…al menos los humanos tarde o temprano cascamos y a otra cosa mariposa.