lunes, 27 de diciembre de 2010

46 – MI VECINA FRANKENSTEIN.



No es fácil cruzarse con los vecinos en nuestro edificio. El único contacto diario es el breve encuentro en el ascensor para bajar al vestíbulo o directamente al garaje. El recorrido está ajustado para intercambiar los buenos días y los datos puntuales del tiempo forzando una quebrada sonrisa.

No todo queda en eso. Hay también oportunidad de socializar un poco en las reuniones del comité de vecinos al que no suele acudir nadie y del que año tras años salen elegidos los mismos que se presentan por puro altruismo o porque les gusta mangonear y que por otro lado tampoco encuentran sustitutos entre la endémica desidia general.

Y naturalmente en la fiesta de Navidad con canapés, langostinos y salsa holandesa me doy verdadera cuenta de que no conozco ni siquiera a un diez por ciento de los habitantes del edificio que tiene nada menos que diecisiete plantas.

En la mía la mayor parte de los apartamentos están vacíos y sólo tengo cierta familiaridad con una doctora que vive al otro lado del pasillo y una abogada que lleva muchos años en el edificio y se hace visible regularmente cuando saca a pasear a su chihuahua alrededor de la manzana. Silencio y quietud son los sellos estampados en la moqueta que se pierde hacia el fondo del corredor escoltada por apliques de luz alineados a ambos lados como soldados defensores de las tinieblas.

La llegada de un matrimonio al apartamento del fondo fue la única novedad en mucho tiempo. Él, cirujano plástico, pequeño, proporcionado, de cara inteligente, sobrio en el habla. Ella, de edad indefinida, locuaz en la zona roja de peligro, ayudante, secretaria de su marido en la consulta.

He hablado con ella en varias ocasiones, siempre en el cuarto de la lavandería donde la encontraba usando el tiempo que tenía yo asignado. Mientras me hablaba de esto o aquello yo la miraba a la cara, un rostro agradable, pálido, extraño, sus ojos, su boca, la nariz, todo individualmente era correcto pero en el conjunto no había armonía.

No suelo verlos muy a menudo, viajan, pasan meses fuera. De vez en cuando veo al marido sacando grandes bolsas de plástico o a ella escurriéndose con enormes cargas de ropa hacia el cuarto de la lavandería.

Hace poco me he cruzado con los dos, ella con “leggins” y una mochilita a la espalda, ambos están en los sesenta pero ella parece, al menos desde lejos, tener veinte años. Su marido le ha debido de subir los pechos, la papadita, los mofletes, la zona de los ojos, los labios que parecen tener vida propia.

Cuando está a mi lado su cara me da un poco de miedo, tiene algo de muñeca asesina, pero es cuestión de acostumbrarse. De adaptarse a estos tiempos que traen nuevas técnicas y nuevas filosofías de la vida.

Me comentan que van a vender el piso, que se van a otro edificio. Una pena. Les había tomado cariño. Ya no podré ver a mi vecina caminando hacia mi por el pasillo, con sus andares adolescentes, enfundada en su piel de Frankenstein. Mi corazón palpitando hasta poder comprobar al cruzarse conmigo los nuevos cambios operados en su cara de veinteañera sobrecosida.