martes, 30 de agosto de 2011

83 – OBJETOS.



Estuvimos por la tarde en su casa. La casa de nuestros amigos, la que fue de sus padres más de medio siglo y que ahora han vendido. Sobre mesas y sillas, en cajas sobre los muebles del salón, fuera de los armarios, en las habitaciones, apilados en el mostrador de la cocina, en pasillos, en el garaje se amontonan desordenadamente todos los enseres que les acompañaron durante su infancia y juventud. Durante toda la vida a sus padres.

Las cosas, los objetos que definieron el paso del tiempo, que fueron incorporados a la casa en momentos concretos que tuvieron o no sentido, que fueron meramente utilitarios o se revistieron con la añoranza de un recuerdo preciso, un instante de amor o esperanza; una baratija o una joya de valor que representó un mayor acercamiento, el intento de renovación de una relación que se iba desgastando o quizás nada de eso, simplemente un detalle de compromiso; y tantas otras banalidades que se perdieron en el fondo de un cajón oscuro y polvoriento.

Recuerdos de ciudades, diplomas enmarcados de visitas y cursos, de los buenos ratos jugando a ser chef de un gran restaurante. La constancia en láminas apaisadas de los viajes a Europa, con las bolsas de TWA bajo el brazo junto a otras parejas desvanecidas en el polvo del recuerdo.

Sobre las largas paredes del pasillo, en el dormitorio, fotos enmarcadas desvaídas, blanquecinas, iluminadas por el baño de sol de tantas mañanas silenciosas mientras los niños, los padres vivían las horas, meses, años y décadas de una vida en común que iba disolviéndose poco a poco, con aparente lentitud, como la emulsión del revelado de las fotos.

Los discos de vinilo de grandes obras clásicas, adustos, protegidos en sus fundas austeras, olvidados desde hace mucho tiempo en el armario junto al tocadiscos de grandes dimensiones que alguna vez fue una novedad, el último grito entre los reproductores de música.

En unos días todos estos objetos que durante décadas tuvieron una cohesión entre ellos y formaron parte de la familia desaparecerán de las mesas, de las cajas, comprados por gente que llegará temprano la mañana de la venta para husmear, buscar entre el naufragio algo que les parezca original, que les impacte como un trozo del tiempo pasado. Por profesionales que lo escrutarán por su valor real o imaginario, amontonándolo con indiferencia para ser clasificado después y puesto en el mercado donde hasta lo más insignificante tiene un comprador.

Lo mismo ocurrirá con trajes, abrigos, prendas de vestir en general, zapatos, recuerdos de viajes, álbumes confeccionados meticulosamente con billetes de avión, entradas al ballet, a museos importantes, servilletas de restaurantes donde varios amigos escribieron frases entrecortadas de amistad, de volver a repetir ese momento. Pequeños rizos de los hijos cuando eran pequeños, postales, cartas, envoltorios de cualquier cosa a los que se les quiso hacer intemporales…

Está en la naturaleza humana el desaparecer y no hay forma de evitarlo. Cuando llega el momento otra ley universal se aplica inexorablemente aunque a través de los tiempos el hombre a veces se empecine tercamente en tratar de evitarla y es: nadie se lleva nada.

El detritus pequeño o grande que deja el hombre le sobrevive durante un cierto tiempo pero al cabo, también se pierde. Se desvanece convertido en olvido.

82 – AVATAR. III


Inicio una nueva sesión algo herrumbroso por la falta de costumbre. Hace cinco años que mi avatar ha permanecido congelado, dormido por las urgencias y laberintos por los que la vida real nos lleva. Resulta arduo compaginar ambos mundos. Es difícil desdoblarse. El tiempo, real o virtual es tiempo al fin. Un bien escaso. Algo importante que se nos desliza entre los dedos como la fina arena de la clepsidra.

Y algo ha pasado. Las calles permanecen vacías, algunas estructuras han desaparecido como consecuencia del impago de las cuotas mensuales o el olvido permanente. Entro en varias tiendas en las que no encuentro a nadie, el lujoso espacio de su interior permanece quieto, iluminado por la luz especial que baña el conjunto del metaverse.

Visito algunas islas en las que nada ha variado excepto la soledad como única presencia en playas y edificios. Sin embargo leo en Google que la compañía sigue vendiendo terrenos y por tanto ampliando el espacio virtual. En Junio de dos mil diez se añadieron noventa y ocho millones de metros cuadrados que los residentes compraron con rapidez.

En los bares y cabarets es donde hay más actividad. Música y conversaciones entre residentes que establecen diálogos sobre terrenos y casas, sobre proyectos nuevos, quejándose algunos de las nuevas normas impuestas por la compañía. El sexo y el juego crecieron tanto que la ley real tuvo que convertirse en virtual y la compañía relegó estas actividades al lado oscuro del metaverse lo que borró de la superficie a todos aquellos que habían invertido mucho dinero y tiempo en construir casinos y otros lugares de juego.

Aunque visitantes y residentes suman millones representan sólo una mínima parte si se compara con los seguidores de Facebook o Twitter. Pero naturalmente Second Life es un proyecto complicado, una idea con múltiples ramificaciones muchas de ellas aún impredecibles.

Me teletransporto a varios lugares diferentes. Poder volar aunque sea en la quimera de esta segunda vida es algo divertido y apasionante que desde niños experimentamos en los sueños. Quizás este aparente vacío sea debido a que los avatares van directamente a los lugares de encuentro, donde tiene a sus amigos, donde pueden tener sexo o darse al juego desde la soledad de su habitación, frente al brillo de la pantalla del ordenador.

O puede ser que muchos hayan encontrado en el metaverse la clave para identificar mejor el mundo real y volver a él; al fin y al cabo es el único descarnadamente excitante, donde la vida, los sentimientos, el peligro, la felicidad se juegan a una única carta y no existe la posibilidad de reiniciar el programa apagando y encendiendo de nuevo el cerebro.

Hemos abandonado el camino del espacio al comprobar la inmensidad inabarcable de lo que hay ahí fuera. Al menos hasta que nuestra civilización esté a la altura del proyecto. Y mientras tanto exploramos otros caminos en otros submundos creados por la imaginación y la tecnología.

Sobrevuelo una playa recoleta y me tumbo sobre la arena a contemplar el destello de las estrellas con sus doscientas cincuenta y seis variaciones de color en cada píxel. Permanezco así un buen rato y termino frotándome los ojos. Me doy cuenta de que llevo más de dos horas mirando la pantalla del ordenador. Me estiro. Cierro los programas y apago.

81 – AVATAR. II


Porque no todos entran en las mismas condiciones. Los hay que se desplazan con relativa facilidad desde sus ordenadores mejorados constantemente, otros acceden en equipos con algunos años físicos que se convierten en deshechos si no se actualizan, hay quien utiliza la pantalla de la oficina o los ordenadores de los cibercafés. Procesadores de 3.4GHz o más, Ram por encima de 8GB, Intel HD Graphics, línea de banda ancha en manos de un buen proveedor y bastante o mucha suerte son algunas de las herramientas para desenvolverse en el metaverse.

Me he quedado congelado y la voz continúa con sus monótonas indicaciones mientras algunos avatares permanecen a medio camino hacia alguna parte petrificados sobre la acera, moviendo suavemente las manos como en un intento de iniciar otra secuencia. Decido reiniciar el ordenador. Espero y vuelvo a completar el protocolo. Aparece de nuevo la superficie del metaverse y mi avatar avanza sin problemas en el interior de un edificio que por sus dimensiones, sus paredes acristaladas parece estar a medio camino entre la estética de un aeropuerto y un palacio de la ópera.

Deambulan algunos avatares en sus trajes sobrios de monjes corporativos, herederos de la antigua franja de Madison sosteniendo botellas de agua de una compañía japonesa en la mano que les queda libre. En la otra se balancea al ritmo espástico de las piernas el maletín negro de la compañía. Al fondo un bar rodeado de pequeñas palmeras acoge a un grupo numeroso de avatares diversos en la hora del cóctel. Otros asisten a una conferencia o se reúnen para desarrollar productos, técnicas, estrategias de ventas.

Porque el espacio virtual intemporal da la bienvenida a avatares que en su origen están empezando el día o terminándolo o a medio camino entre sus obligaciones o en un período noctívago o en definitiva ocupando un tiempo que es igual para todos en el metaverse.

Y la actividad nunca cesa. Desde cualquier parte del planeta alguien compra un trozo de tierra virtual, una parcela pagando en dólares reales. Una posible inversión. Un juego. Un desdoblamiento de los intereses reales que encuentra aquí nuevos caminos para la especulación o la ganancia presente o futura. En realidad, la compra de un pedazo mayor o menor de memoria en la que dar rienda suelta a los sueños construyendo una mansión en un bosque aislado, o habitando una playa desierta donde las olas llegan exactamente hasta la cabaña rodeada de palmeras, donde el día y la noche se suceden automáticamente y la brisa sabe exactamente como y cuando mover las hojas.

Otros adquieren dólares del mercado virtual para comprar ropa de diseño, zapatos, joyería, tatuajes, o lo último en tecnología musical, automóviles, robots, barcos…o aventuras por diferentes islas: caminos perdidos en bosques lúgubres, tumbas y mazmorras donde la sombra de seres innombrables ocupan los rincones ocultos del metaverse. Palacios, castillos, lugares y civilizaciones del pasado…

Decido sentarme en la barra del bar a relajarme con un Mai Tai. A mi izquierda una jovencita vestida de hada y un casco de marine en la cabeza hace sus deberes escribiendo con la mano izquierda. A mi derecha creo reconocer a Hiro y Vitaly - Hiro lleva su katana y su espada corta wakizashi - charlando alegremente en torno a dos transparentes martinis en los que dormitan sendas aceitunas de un verde refulgente.

80 – AVATAR. I



Me he levantado muy temprano. Preparado un café que sostengo precariamente en la mano mientras renqueante y bostezando hago un esfuerzo por recordar mi contraseña. Consigo acordarme. Inicio la sesión. Me entretengo durante unos minutos eligiendo entre un muestrario clasificado en un sinnúmero de variantes: objetos animados e inanimados, clones, androides, cyborgs, ordenados por colores, actitudes, personalidades, estados de ánimo.

Busco un traje apropiado, un rostro adecuado, me aburren las caras monstruosas, los cráneos mondos vestidos de negro, con gafas de sol en la falsa luminosidad cibernética donde conducen su Ferrari. El laberinto de tatuajes hasta la náusea, el cuero y las tachuelas, la incipiente barba, so f cool…

Suspiro y tomo un sorbo de café, muevo las manos iniciando el impulso, algunas gotas saltan de la taza salpicándome pero ya no lo noto. Soy mi avatar.

Vuelo decididamente a media altura sobre tejados caprichosos, construcciones del azar y la vanidad en terrenos planos descoloridos comprados a la compañía. Las grandes avenidas están aún vacías aunque en algunas de ellas hay hileras apretadas de palmeras que surgen de la nada.

Calles y plazas se prolongan hacia el horizonte en diversas direcciones, muchas en permanente construcción, a lo largo de ellas conglomerados de embajadas de construcción sencilla en contraposición con otras que ocupan grandes parcelas de terreno con edificios recargados, imitaciones griegas y romanas, palacios de cúpulas doradas, Taj Mahales rodeados de jardines de flores apretadas que representan su bandera.

Otras vías permanecen abandonadas, truncadas en el límite del barbecho, donde la cuadrícula se extiende vacía, inabarcable, adormecida mientras espera que alguien invierta y cree una nueva mancha urbana.

Las tiendas más caras y sofisticadas también están aquí remedando el lujo de sus escaparates neoyorquinos, parisinos o londinenses. De zapatos, bolsos, vestidos en maniquíes depauperados, imposibles para el ciento veinte por cien del humano alimentado de pizza, salchichas, hamburguesas, sodas. Que también se encuentran en diferentes puestos de intensos colores, inodoros e insípidos pero atractivos o atrayentes por atractivos. Y la gran tienda de cristal del sueño colectivo: “Build your bike. Build your freedom”.

Alguien ha reconstruido The Twin Towers con sus oficinas en venta sin que hasta ahora nadie haya realizado un gesto patriótico de compra. Algunos avatares pasan cerca de la puerta con paso ortopédico y manos temblorosas sintiendo el resplandor glauco del metaverse reflejado en la superficie de cristal y acero de los dos colosos geométricos.

Los veo desde la altura de mi vuelo que a veces se interrumpe o se ralentiza o vibra o pierde color o se congela y es entonces cuando la voz neutra del cíclope que desde la sombra ayuda a navegar la estructura, en el entramado del soporte informático, se dirige de forma atonal al usuario, que en este caso somos mi avatar y yo, informándonos de la siguiente acción a tomar al tiempo que despliega en la pantalla un menú de posibilidades en las que no tengo más remedio que concentrarme.

79 – FUGAZ, COMO UNA TORMENTA DE VERANO, LA VIDA.



Al atardecer bajaba al portal y me apoyaba contra el granito de la puerta de entrada. Era la soledad de un verano que vaciaba las calles de vecinos y amigos del colegio que desaparecían en los trenes de tercera rumbo a sus pueblos.

La calle se oscurecía y como cada día un hombre con gorra del ayuntamiento encendía las farolas ayudado de un palo largo, con parsimonia, alejándose mientras dejaba a su espalda un reguero de bombillas mortecinas que iluminaban exactamente un pequeño círculo en la acera. Aquello inevitablemente me producía un vago sentimiento de melancolía, una sensación de soledad.

Y aparecía don Enrique, el abuelo de uno de mis amigos que se había ido al pueblo. Delgado, alto, siempre vestido con un traje desvaído por el tiempo, con una corbata muy usada que colgaba de su macilento cuello. Se apoyaba en el otro lado de la puerta y liaba un cigarrillo, miraba al cielo, se volvía hacia mi y me informaba de que íbamos a tener tormenta. Encendía el cigarrillo y fumaba concentrado, en silencio. Por encima de los tejados los primeros destellos, los truenos que crecían recorriendo la calle vacía.

Nos hacíamos así compañía y entre los largos silencios don Enrique me contaba alguna historia, me hablaba del pasado, del sentimiento de haber sido joven alguna vez, de haber estado comprometido con la vida, con el amor, incluso con los vaivenes del país que le habían proporcionado más tristezas que alegrías.

Me gustaba escuchar a don Enrique. Desde su cuerpo de anciano su voz y sus palabras, sus pensamientos, eran intemporales; si no reparaba en su aspecto podía pensar que estaba hablando con alguien mucho más joven.

Me sirvo otro café. Hoy cumplo sesenta y cinco años. Mi hermano me escribe felicitándome y dice: “…Parece que fue ayer cuando reunidos en torno a la mesa camilla, papá, Aurorita y yo rezábamos para que todo os saliera bien a mamá y a ti que estabais en el hospital y que tus ojos viesen la luz por primera vez…”

Durante unos años estuvimos juntos, vivimos una vida que parecía constante en el tiempo. Y un día cualquiera desapareció todo aquello que desde mis ojos infantiles parecía eterno. Cambió el mundo, el país, la sociedad, nosotros: la familia.

Don Enrique lió otro cigarrillo, en la casi oscuridad del portal podía ver la pequeña brasa iluminarse con sus largas caladas. Y así en el silencio, en mi corta edad, vivía aquellos callados y ocultos momentos mágicos que desaparecerían al hacerme mayor, la percepción de que a pesar de la juventud había cosas que ya había vivido antes, en otra vida. Aunque quizás sólo fuera una ilusión, un sueño.

Y de repente comenzó a llover con fuerza, el agua barría la calle y en pocos segundos se anegaron las alcantarillas y se formó un pequeño lago. El viento desplazaba la cortina de agua que bamboleaba las viejas farolas haciendo que estallaran algunas bombillas. Mirando la lluvia, oliéndola, sintiendo el agradable frescor del viento comprendí en ese momento que mi vida tenía un sentido. Que alguna vez me iría muy lejos, que todo cambiaría.

Y don Enrique sacó de nuevo la petaca y lió otro cigarrillo. Y lo encendió. Y le dio largas chupadas mientras los dos nos deleitábamos con la tormenta.

78 – EL PASADO NUEVO MUNDO.

Termino de leer “A tree grows in Brooklyn” de la escritora Betty Smith. Una novela clásica en la literatura americana llevada al cine en mil novecientos cuarenta y cinco por el director Elia Kazan. La belleza de esta novela emana de la vida pobre y difícil del final del siglo diecinueve y primera parte del veinte en una zona de Brooklyn, New York.

Inmigrantes alemanes, italianos e irlandeses en su mayoría que habían cruzado el océano y luchaban por sobrevivir en ese nuevo mundo en el que habían puesto todas sus esperanzas dejando atrás la Europa constreñida por la falta de oportunidades y la rigidez política y religiosa.

Pasados más de cien años desde que los Estados Unidos se hubieran constituido como nación, enfrentaban el principio del nuevo siglo con un cambio radical en los usos y costumbres de un pueblo que estaba inmerso en una potente industrialización.

La tarea no fue fácil, nada es nunca fácil y los grandes logros del progreso llegaron con sufrimiento y adaptación, trabajo y más trabajo y la aceptación, la interiorización del desarraigo que les transformó en ciudadanos, en hijos de una nueva nación, en protagonistas de los versos de Walt Whitman, en parte de la música romántica, impetuosa, heroica de Dvorak en su “Sinfonía del Nuevo Mundo”.

El impulso que mantenía ese esfuerzo titánico, esa evolución radical se asentaba en el convencimiento de que todo era posible en un país libre, en la palabra “oportunidad” y la magia de la frase acuñada por Thomas Jefferson, una de las más famosas y poéticas en el documento de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos: “Life, Liberty and the pursuit of happiness”.

Otros cien años se consumieron a través de buenos y malos tiempos, el país vivió la WWI, la gran depresión, la entrada en la WWII, y la fuerza económica imparable al terminar la guerra que transformó por completo los Estados Unidos, en su mayor etapa de esplendor que pareció prolongarse en el tiempo y no tener fin.

Y sin embargo, poco a poco, las sucesivas guerras: Corea, Vietnam, Irak, Afganistán, la progresiva decadencia de los valores morales, la avaricia de los grandes conglomerados de la banca y los monopolios empresariales, la globalización que rompió el equilibrio del trabajo y la industria nacional en busca de mercados internacionales más baratos, el envejecimiento de las obras públicas, la burocracia que cuadriculó la agilidad de la vida cotidiana imponiendo leyes y normas que a menudo ralentizaron el progreso y las oportunidades, la competencia con países emergentes fueron debilitando el optimismo y el coraje de otros tiempos.

Se escribe ahora mucho sobre el momento que atraviesa el país: aumento de la pobreza, falta de trabajo, miles de familias que han perdido sus casas, que sobreviven con cupones de comida. Falta de atención sanitaria, colegios que se cierran, maestros despedidos por falta de presupuesto.

Aquellos inmigrantes alemanes, italianos, irlandeses completaron un ciclo desde la pobreza y el tesón hasta la ensoñación de un mundo cómodo en el que poco a poco fueron perdiendo su capacidad de lucha y posiblemente algunos de los valores morales que la hicieron posible.

En las postrimerías del siglo veinte y el comienzo del veintiuno han llegado nuevas olas de inmigrantes que ya no vienen mayoritariamente de Europa como en el siglo diecinueve o principios del veinte sino de Asia, America central y Sudamérica, China, India, todos ellos dispuestos a buscar su “oportunidad” porque a pesar del oleaje de los malos tiempos este país sigue sin ser una tierra de monarcas, de dictadores o juntas militares, de inquisidores religiosos. Y goza aún de un sistema democrático que a pesar de todos los obstáculos que siembran el camino continúa siendo lo suficientemente libre y abierto para que las personas puedan luchar por sus aspiraciones individuales, sus sueños y su libertad.

Quizás estos nuevos inmigrantes sean capaces con su esfuerzo, su ilusión y su energía de renovar el espíritu con el que se inició la aventura de una nueva nación, con el ímpetu y el tesón claves para el progreso y el mantenimiento de la esperanza.

77 – TILAPIA.


Cuenta Jack London, natural de estas tierras de California, en algunos de sus libros escritos a principios del siglo veinte que la bahía de San Francisco hervía de vida marina y que ya entonces italianos, irlandeses y chinos esquilmaban las aguas al máximo, arramblaban con peces grandes y pequeños y acabaron en pocos años con bancos de gamba que tratados con mesura y control hubieran continuado medrando para beneficio de todos. Control que intentaban las patrullas costeras que todos trataban de burlar. Hoy la bahía, evocadora de un oeste primigenio, salvaje, emparentada con el Pacífico antiguo de las grandes exploraciones está en manos de asociaciones que tratan de recuperarla, seriamente dañada en su fauna y flora.

Cuenta Steinbeck en su libro "The Sea of Cortés" que ya en mil novecientos treinta y nueve los japoneses aplicaban la pesca de arrastre en la Baja California desgarrando el fondo marino, depositando sobre la cubierta de sus barcos el botín atrapado entre sus redes, fauna y flora que si no tenía un valor inmediato en el mercado devolvían al mar inservible, un daño que tardaría años en recuperar su equilibrio marino.

En mil novecientos setenta un amigo biólogo marino me llevó a conocer un pescadito llamado “Tilapia”. Me extrañó que fuéramos a un edificio de más de diez plantas de altura y mientras subíamos en el ascensor pensaba que me habría llevado allí para ver unas fotos o un video. Pero no fue así, ante mi sorpresa el ascensor se abrió en una planta abierta en la que una serie de piscinas hervían con el chapoteo de la Tilapia en diferentes etapas de crecimiento, desde los alevines a los peces en completo desarrollo. Por encima de las piscinas una cinta transportadora distribuía la comida de los peces controlada por un ordenador que también se ocupaba de la temperatura del agua y otras cuestiones técnicas. Mi amigo me dijo que aquello era el futuro. A mi me pareció una especie de episodio de ciencia-ficción. Estaba muy equivocado. Treinta años después la Tilapia es un pescado “multiusos” en todos los restaurantes. Tiene buen sabor y al ser su crecimiento artificial no tiene problemas de contaminación.

Aunque se introducen períodos de descanso para que se regenere la fauna marina esquilmada en todos los mares hay también un enorme problema de contaminación de las aguas que desaconseja el comer pescado marino con frecuencia.


En pocas generaciones este deterioro se ha hecho evidente, el mundo de hoy no se puede ya abordar pensando en grandes períodos de tiempo en los que la vida evolucionaba lentamente para bien o para mal. Los cambios son ahora cuestión de pocos años, la vida acelerada, la falta de reposo en las decisiones vitales para la humanidad, la superpoblación, el poder y la avaricia en manos de unos pocos hacen de la existencia en el planeta algo cada vez más frágil y peligroso.

Atrás van quedando los placeres que el campo y el mar nos proporcionaban y los alimentos, que antes eran parte animada de las estaciones del año, de los quehaceres y los días son ahora cajas inanimadas, congeladas a veces, paquetes de colores de dudosa procedencia.

76 – EL FIN DEL SUEÑO ESPACIAL

De todos los sueños que el hombre ha tenido sobre el planeta tierra mirando a las estrellas, al cielo nocturno, al manto azul desconocido que le ha visto nacer y morir, preguntándose qué había más allá de las nubes, de esa revelación incomprensible que la noche ponía en sus ojos, luces y sombras, destellos lejanos, acumulaciones de estrellas en una densidad tal que solo parecen un borrón blanquecino, una mancha sobre ese inconmensurable mar espacial, hay uno, un sueño, que se materializó el veinte de Julio de mil novecientos sesenta y nueve cuando el hombre, por primera vez en su historia, pisó el polvoriento suelo de la luna haciendo así realidad algo hasta entonces radicalmente imposible a lo largo de los siglos.

Ese hecho, sin ninguna duda el más importante en la historia de la humanidad, al menos para mí, tuvimos la suerte de vivirlo los que por el destino, el azar o cualquiera que sea la causa de nuestra presencia fugaz en el planeta coincidimos con el momento tecnológico que lo hizo posible. El veinte de Julio de mil novecientos sesenta y nueve, a mis veintitrés años de edad, sentado con mis padres y hermanos frente a un pequeño televisor en blanco y negro asistimos junto a millones de personas alrededor del mundo a ese momento único, increíble e insólito.

Han pasado desde entonces cuarenta y dos años y mis veintitrés de entonces son ahora sesenta y cinco; durante este tiempo hubo más vuelos a la luna que se convirtieron en algo habitual; el programa espacial Mercury, la misión Apolo, Gemini, la misión Viking a Marte para determinar si hubo alguna vez vida en Marte, la misión Ulysses para estudiar el sol, el proyecto Skylab, primera estación espacial, el vehículo Galileo en viaje a Júpiter, la estación espacial internacional y el Space Shuttle que hace posible su aprovisionamiento, entre otros muchos que siguen en marcha o han cumplido sus objetivos. Pero posiblemente haya sido el proyecto del telescopio espacial Hubble el que más impacto ha causado en la mente y la imaginación por sus imágenes del cosmos: Planetas, estrellas, galaxias, constelaciones, supernovas, nebulosas, agujeros negros, colisiones cósmicas…

Pero todos estos avances y descubrimientos impensables en otro tiempo y cada vez más extraordinarios han ido perdiendo la atención del común de las gentes, aquellas que en un caluroso día neoyorquino subieron sus televisores y radios a las terrazas de las casas para asistir al momento mágico en el que el hombre aterrizaba en la luna mientras al mismo tiempo podían contemplarla en el cielo de Manhattan junto a los cohetes que la fiesta hacia subir en la oscuridad de la noche.

En estos días está en marcha la última misión del Space Shuttle. Termina así una época con la indiferencia de un mundo más preocupado por su supervivencia aquí en la tierra. El transbordador espacial resulta muy caro.

Para los que amamos la ciencia-ficción el sueño parece haber terminado. Al menos por ahora. Ya no existe la conciencia ni el dinero para pensar en la última frontera, en el espacio a explorar. Nos conformaremos con enviar algún robot hacia las profundidades del espacio y, eso sí, el hombre seguirá explotando la franja más cercana a la tierra mientras haya un hueco para colocar satélites, sondas e incluso armamento que marque una diferencia económica o política en los feudos apegados a la vieja tierra.

Y volveremos a soñar, a pensar en una futura civilización que despegue por fin rumbo a las estrellas. Aunque ya no estaremos aquí para verlo.