miércoles, 6 de abril de 2011

63 – VIAJANDO ENTRE DOS ETERNIDADES.



Fue una tarde cualquiera, nuestro paso acompasado sobre los adoquines de aquella vieja calle envejecida y triste, usada por tantas generaciones que pasearon arriba y abajo, figuras fantasmales que nadie ve pero siguen sin quererse ir aunque se hayan despedido muchas veces.

Tu me cogiste del brazo estrechándole con los tuyos, apoyando tu cabeza sobre mi hombro, como tantas veces. Andábamos despacio sin hablar. Despacio sin hablar. Y eso fue hace cuarenta años, andando despacio. Sin hablar.

Fue un día de invierno, frio y gris, cogidos del brazo, caminando sobre los húmedos adoquines de aquella vieja calle poco iluminada. Y tu te parabas y me besabas. Juntos. En la fría tarde de un invierno hace cuarenta años.

Desde entonces todo ha cambiado aunque a veces no lo parezca. Y las noches largas y oscuras y los días brillantes y el sol casi eterno sobre el alfeizar de la ventana de nuestro dormitorio que veíamos ocultarse en el horizonte seguirán en nuestra casa cerrada, solitaria, en otro país, al otro lado del océano donde dejamos nuestra juventud. Como tú aún me recuerdas. En la luz brillante, en la tarde de sol reflejándose en el techo de nuestro dormitorio.

El viento sube ahora desde el Pacífico. Y la niebla hace invisible la bahía. Y los días son más cortos. Y seguimos paseando despacio, más lentamente. Y te coges a mi brazo. Y me estrechas. Y te paras y me besas. Y seguimos caminando, viajando juntos entre dos eternidades.

62 – SINGULARITY.




No dormí bien anoche. Entre sueños y largos períodos escuchando el viento del Pacífico soplando con fuerza desde la entrada del Golden Gate, subiendo en fuertes rachas desde la Marina, agitando los pinos y las ventanas del dormitorio, no podía dejar de pensar en el artículo de la revista TIME que había leído poco antes de irme a la cama: “ 2045 The Year Man Becomes Immortal”.

No es nuevo este concepto “Singularity” del que habla el artículo. Y por tanto no fue la causa de mi duermevela; lo que me produjo desazón, alarma o simplemente una perturbación intelectual es la proximidad real de algo que hace escasos años era solamente una especulación, un juego o fantasía del mundo literario de la Ciencia Ficción.

En mil novecientos noventa y tres Vernor Vinge, del Departamento de Ciencias Matemáticas de la Universidad Estatal de San Diego, presentó un artículo cuya argumento era el siguiente: “Dentro de treinta años tendremos la capacidad tecnológica para crear inteligencia sobrenatural. Poco después, la civilización humana tocará a su fin”.

Ray Kurzweil, autor del libro “The Singularity is near”, cree que nos estamos acercando al punto en el que los ordenadores serán inteligentes. Y no solamente inteligentes sino más inteligentes que los humanos. Cuando esto ocurra, la humanidad, nuestras mentes y cuerpos, nuestra civilización se transformará completa e irreversiblemente. De acuerdo con sus cálculos esto sucederá dentro de los próximos treinta y cinco años.

De que los ordenadores se van haciendo cada vez más veloces y con más memoria no hay duda alguna. Recuerdo mi primer ordenador, en mil novecientos noventa y cuatro, una caja tan grande como una antigua televisión, su capacidad era de un gigabyte: “Has comprado el Rolls Royce de los ordenadores”, me dijo mi amigo Luis con orgullo.

Ambos tenemos ahora portátiles de más de quinientos gigabytes. Y son solo pequeños ordenadores. Así que si los grandes ordenadores se están haciendo cada vez más increíblemente rápidos se puede pensar que llegará el momento en el que se transformen en algo comparable a la inteligencia humana. No solamente en aritmética o música sino capaces de tomar decisiones, de admirar un cuadro o escribir un libro.

Que el futuro va en esa dirección y que es imparable por más que en el camino gobiernos, instituciones o grupos de poder intenten frenarlo es algo que para mí no tiene discusión. Pero naturalmente no va a ocurrir sin que todas las sociedades de este complejo mundo se vean sacudidas por el cambio.

Como en tantas cosas que emprende el ser humano es imposible predecir lo que pueda ocurrir. Cómo se comportarán estas máquinas inteligentes que serán capaces de reproducirse a si mismas creando otras máquinas superiores. Puede que el hombre se entienda bien con ellas y eso aumente sus capacidades intelectuales, que haga posible la prolongación de la vida, incluso indefinidamente. O puede que el cerebro del hombre pase a formar parte de la máquina, un software humano que podrá vivir una eterna vida virtual.

O puede que la máquina decida que no necesita al hombre, que solo supone una carga, que ya no está a su altura intelectual y termine aniquilándole.

El camino se irá descubriendo, inventando sobre la marcha, con todos los problemas y ataduras que ligan a las generaciones a través de la historia milenaria. Pero algo diferente emergerá de esta nueva era y es, de acuerdo con las teorías de gentes como Ray Kurzweil y Vernor Vinge, la transformación de nuestra especie en algo que no tendrá nada que ver con la humanidad del año dos mil once. Y a este fenómeno le llaman: “The Singularity”. Esta palabra viene del mundo de la astrofísica y se refiere al momento en el que las leyes ordinarias de la física, por ejemplo en el interior de un agujero negro, dejan de tener su sentido habitual. La aceleración de este proceso es exponencial y continua y aunque la idea por ahora solo atrae a un pequeño grupo de gente, la tecnología les apoya en su constante progreso hacia la inteligencia artificial.

Es difícil pensar que esta transformación vaya a tener lugar en tan corto espacio de tiempo y mucho menos que pueda resultar beneficiosa para el conjunto de los seres humanos en su inmensa mayoría preocupados por su supervivencia diaria o víctimas de otros hombres sin escrúpulos que los esclaviza o envía a guerras inútiles. Y en las sociedades más avanzadas atraídos por el brillo de las tecnologías mientras su libertad y calidad de vida se deteriora y cada vez es más difícil el logro de las cosas más elementales como tener un trabajo o un techo bajo el que poder vivir.

Este planeta, siempre complicado para el hombre, es ahora un lugar globalizado, un terreno limitado y restringido en el que cualquier cosa que sucede afecta a todos por igual. No sabemos, con tanta información como manejamos, que puede pasar o ser de nosotros en el plazo de una semana y el presente cambia constantemente en su viaje acelerado hacia el futuro. Solo podemos abrir los ojos y ser espectadores mientras podamos.

61 – SABORES.


Meditaba Steinbeck en uno de los momentos a lo largo del viaje que hizo en mil novecientos sesenta y dos a través de América con su perro Charley sobre los cambios habidos en el país desde los tiempos de su juventud. Uno de los que más le llamaban la atención era el de los sabores. Encontraba que la comida era igual en New York que en Chicago, en un pueblo de Dakota del Norte que en Montana, con el factor común de resultar bastante insípida. Él pensaba que la homogeneización del país restaba sabor local a los productos pero contribuía a la salud pública general.

Mientras sorbo mi café y miro a través de la ventana pienso en las palabras de Steinbeck y me pregunto que opinaría si pudiera regresar por un momento a este mundo en el que todo, absolutamente todo, ha cambiado en el corto espacio de cincuenta años, desde aquel tiempo en el que escribió de una América cambiante con palabras poco optimistas sobre el futuro.

Encontraría que han desaparecido las pequeñas granjas donde los huevos eran de un intenso color, la yema untuosa, inimaginables en la actualidad. Huevos que hoy han perdido su sabor, pálidos, aguachinados, producto de unas gallinas recluídas en inmensos campos de concentración donde se les obliga a dormir y despertarse bajo la tiranía de un reloj que no descansa. Que el ganado permanece estabulado en un espacio reducido sin el beneficio del campo, del aire libre, prisionero del pienso que se le suministra, a merced de enfermedades que periódicamente les diezma y que no existían cuando vivían en su entorno natural.

Comería un pan sin sabor, hueco, insulso, y recordaría con lágrimas en los ojos aquel pan que, aún caliente, se llevaba a la boca en su casa de Salinas acompañándolo de un racimo de uvas recién cortadas, aún con el velo que las cubre.

Miraría alrededor y no encontraría la diversidad de sus días sino grandes conglomerados de empresas que fagocitan y controlan el mercado, industrias multinacionales donde los animales han perdido su personalidad y son solamente una materia rentable de transformación y venta. Una masa protéica que alimenta las cadenas de montaje en las que todo se aprovecha y transforma en algo indefinido dentro de un envoltorio de colores.

Se dolería al comprobar que las semillas son patentadas y compradas por menos de media docena de macroempresas que ejercen el control exclusivo del mercado y pueden manipular el precio de los alimentos a escala mundial e incluso usarlo con fines políticos.

Se lamentaría de que aquellas iridiscentes truchas de su infancia ya no vienen de los ríos caudalosos, de los remansos entre musgos y vegetación ribereña sino de piscifactorias, de tanques de agua alimentados de piensos compuestos por un ordenador que al mismo tiempo clasifica y dirige las diferentes etapas de la vida de los peces presos entre cuatro paredes.

Decía Steinbeck que lo único que aún le hacía feliz, porque no había cambiado desde los tiempos de su juventud, era el desayuno en los diners, con el bacón recién salido de la plancha y las patatas asadas.

Termino mi café y dejo a Steinbeck disfrutando de aquél bacón donde quiera que esté. Si pudiera, le diría que cincuenta años despúes aún comparto su punto de vista sobre el desayuno americano. Es un consuelo para los dos. Para varias generaciones.

60 – TRATO PERSONALIZADO.



En mis recuerdos de juventud, e incluso en parte de la infancia, éramos, bajo mi humilde punto de vista, una masa de borregos más o menos informe que nos apelotonábamos en la entrada del colegio, recibíamos oleadas de bofetadas indiscriminadamente, asistíamos al lavado de cerebro político y religioso sin rechistar y a la salida nos sentíamos inmensamente felices con el bocadillo de tortilla que nos comíamos en el patio polvoriento del recreo al sol. Lo mismo prácticamente ocurrió en el servicio militar a la patria, período que consistía en perder el tiempo miserablemente y seguir siendo tratados como una piara en uniforme.

Mis recuerdos son por tanto los de un individuo gris dentro de una oleada humana gris en la que todos tratábamos de mimetizarnos a fin de no destacar como método y ejercicio de supervivencia.

El trato personalizado se reducía a ser marcados con el hierro de la estabulación en diferentes etapas de la vida: fé de bautismo, confirmación, primera comunión, certificado de penales, cartilla militar, documento de identidad, pasaporte, libro de familia, empadronamiento… la pera tomatera.

El verdadero trato personalizado era exclusivo de los políticos, de los poderosos, de los famosos que eran recibidos con grandes sonrisas en hoteles, restaurantes, espectáculos, cruceros, reuniones internacionales, que tenían abiertas todas las puertas y todos los cauces de opinión.

Me tomo un café mientras pienso que esto que escribo pasó ya hace casi sesenta años. En todo ese tiempo todo ha cambiado para que nada cambie, como se suele decir y es verdad. Con la democracia, el todo a cien, la globalización, el cambio climático, los ordenadores, los vuelos baratos, el teléfono móvil, el maíz transgénico, los mundos virtuales y tantas cosas más que uno intenta deglutir, ha llegado también el famoso “trato personalizado”, esa mercadotecnia que nos individualiza, nos hace creer importantes y nos llama: “Don José Luis o Doña Margarita”.

Con eso y con las modas televisivas todo el mundo y su hermano se cree único, especial. Hemos pasado de un extremo al otro: ahora cada persona está vaciada de un molde que se rompió al nacer, que es irreproducible, exclusivo. Ya no intentamos escondernos en la masa como mal menor sino que buscamos la cámara, la pose copiada del famoso, la frase de moda, el rictus cómplice, la gafa de sol ahumada que parece esconder algún misterio que automáticamente potencia la personalidad.

No digo que esto esté mal. Que todos podamos participar de un pellizco de fulgor antes de volvernos transparentes, que seamos alguien en el mundo de Facebook y podamos mostrar que ahí estoy yo, pasándolo a tope con los amiguetes, con la felicidad virtual obligada en el escaparate cibernético, en la brevedad electrónica. Sólo quiero decir que nos distrae del engaño.

Mientras tanto el trato personalizado se convierte en una ficha con todos los datos de antes, o sea, aquellos fundamentales que se marcaban a golpe de tecla antediluviana más los que se constatan hoy en día en la memoria del ordenador central que ni harto de vino pudo imaginar el querido Orwell de nuestras pesadillas. Ahí queda el rastro de lo que somos y de lo que queremos ser, de nuestros caprichos y necesidades, de lo que pensamos, de lo que comemos, de las enfermedades, de adonde vamos, de donde venimos, con quien estamos, de qué disponemos…

59 – HOBOS.



En un rincón del vacío vagón de mercancías alguien arrebujado bajo unos cartones abre los ojos a la tenue luz del amanecer. Suena el estridente silbato del tren. El mismo que le ha acompañado durante toda la noche, medio en sueños, medio despierto. Las ruedas golpean monótonamente las juntas de dilatación y el traqueteo se extiende a los más de cien vagones que se pierden en las vueltas y revueltas de la vía.

Parece ser que los primeros hobos fueron soldados que acabada la guerra civil se montaban en marcha en los trenes que cruzaban el país, unos para poner tierra por medio, otros para regresar a sus hogares, los más en busca de nuevos horizontes donde encontrar trabajo. En los años de la depresión se multiplicaron en su huída del hambre, compartieron el calor de un rescoldo junto a las vías en espera de un lento tren de mercancías que les llevase a través de las interminables montañas y praderas hasta ese lugar donde había corrido la voz de un posible trabajo, de unos dólares que ganar.

En las largas noches compartidas intercambiaban sus experiencias, orígenes, esperanzas y eso dio lugar a crear un vocabulario común, un código ético grabado en el corazón de la hermandad nómada. El hobo no era un vagabundo o un vago. El hobo era un trabajador en busca de empleo que para lograrlo tenía que desplazarse a grandes distancias dentro del país.

El final de la Segunda Guerra Mundial dio paso al inicio de una etapa de prosperidad jamás conocida, había trabajo para todos y por primera vez desde los años treinta las vías, los vagones del ferrocarril, los rincones donde se reunían los hobos para abordar los trenes se quedaron definitivamente vacíos y sólo ocasionalmente podía verse la silueta de algún vagabundo al paso del interminable convoy.

Pero el hobo no ha desaparecido. Se calcula que hay en estos momentos unos veinte mil recorriendo algún tramo del país. En el tecnificado mundo del siglo veintiuno abordar los trenes es más dificil, las compañías disponen de seguridad y vigilancia, los trenes son mucho más rápidos, los vagones van cerrados. Pero con todo, los hobos aún recorren las llanuras sentados en las plataformas, disfrutando de un paisaje que raramente se ve desde las autopistas, de pueblos abandonados, de lugares tranquilos que permanecen en un pasado que cada vez resulta más atractivo frente al ritmo depredador y sin sentido, a la locura de una civilización que ya no cuenta con la naturaleza, en la que cualquier acto de la vida cotidiana está regulado, fiscalizado, controlado.

El hobo moderno es ahora un ser diferente de lo que fueron aquellos pioneros de la Depresión. Entre ellos hay gentes de todas las extracciones, aventureros, románticos, poetas y escritores, profesionales de toda índole. Algunos se convierten en hobos durante unos días, a otros esa filosofía de la vida les cala más hondo convirtiéndose en un modo de vida.

Muchos de los actuales hobos lo son por razones diametralmente opuestas a las que tuvieron aquellos primeros grupos trashumantes. Mientras los viejos hobos abordaban los trenes acuciados por la desesperación de la falta de trabajo, estos de ahora lo hacen para huir del ritmo que la sociedad actual impone. Para escapar, aunque sea durante unos días, de los engranajes de una sociedad que encadena a los individuos con el brillo de un consumismo contínuo, sin respiro, donde la acumulación de objetos y responsabilidades monetarias impide alargar la vista hacia esos espacios abiertos, hacia esos raíles paralelos que parecen tocar el horizonte

58 - LA TROLA.



Dice el diccionario: Trola: Expresión contraria a la verdad, dicha con intención de engañar. Coloquial.

La trola, esa palabra entre jocosa para nosotros y lúbrica para algunos países de habla española, como Argentina en donde se adjudica a las mujeres de vida licenciosa o como decían nuestros abuelos “ligeras de cascos”, preside nuestras vidas desde el mismo momento de nacer.

La “trola” está presente en nuestro bautismo, en las manos de alguien que derrama unas gotas de agua sobre nuestro mondo cráneo para lavar supongo nuestras transgresiones de las leyes y los preceptos religiosos que supuestamente hemos cometido en estado larvario.

De ahí en adelante la “trola” nos acompañará durante toda la vida vistiéndonos desde la niñez con los pesados ropajes de la patria, la bandera, el territorio, la historia apañada y condimentada al gusto del trozo de planeta en el que el azar nos haya depositado, un conjunto de “trolas” que tendremos que admitir y digerir para poder pasar de curso e ir asimilando la identidad nacional que nos haya tocado en la rifa de la vida.

La “trola” nos lleva de la mano a través de la apariencia, las condecoraciones, los cargos políticos, las leyes, los colorines y gualdrapas de esos que se suceden a si mismos y que nos intentan convencer de que su poder y realeza viene directamente del Creador.

La “trola” forma parte también de esto que se ha dado en llamar el “mundo global” “la globalización” que supuestamente tendría que acabar con el hambre y la miseria de muchos y sin embargo produce el efecto contrario.

La “trola” ha evolucionado y cada vez controla mejor su discurso, su lenguaje es mucho menos burdo, se ha pulido y transformado, se ha enriquecido sicologicamente hasta el punto de hacer creer a cada persona que es única y exclusiva, que en sus manos está la capacidad de decisión, la voluntad de elegir.

La “trola” está cada vez más monopolizada, es el patrimonio de unos pocos que la controlan y manipulan, que la guardan y fomentan como el fuego sagrado de los antiguos.

Pero conviven “trolas” antiguas y “trolas” modernas, “trolas” en manos de dictadores y “trolas” democráticas, todas ellas protegidas por la ley y la fuerza, o la fuerza de la ley.

Los humanos nos adaptamos a casi todo, o se podría decir a todo, y la “trola” no es una excepción. Unos viven de la “trola” y otros conviven con “la trola”. En realidad las cosas han llegado a un punto en que posiblemente el hombre sería muy infeliz de no tener la “trola” presente en su vida, porque sin la “trola” habría libertad, esa facultad de obrar y expresarse con la propia voluntad y bajo la responsabilidad de uno mismo. Y ese albedrío no lo quiere nadie. Produce horror. Resultaría insoportable.

Sigamos pues en la “trola” que no es ni más ni menos que un sueño con apariencia de protección. Y ya lo dijo el insigne escritor: “…¿Qué es la vida? Un frenesí ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, trola son.