lunes, 10 de enero de 2011

51 – NOS ZAMPAMOS EL PAVO.



Pues sí. Hoy es Thanksgiving. Y dos cosas me vienen siempre a la memoria en este día, una esas ilustraciones de Norman Rockwell en las que la familia americana se sienta a la mesa en torno a un pavo descomunal. La otra la descripción de Steinbeck que observa una enorme mancha negra que se desplaza como un gran oleaje, un ejército de pavos que caminan hacia un holocausto inminente que se transformará en la cena más importante del año para millones de americanos.

Cena que es de celebración, claro está, la oficial: primera cosecha de los peregrinos del Mayflower que las pasaron estrechas primero para llegar y después para sobrevivir. Que se lo cuenten sino a aquellos españoles que estuvieron mucho antes que ellos y se murieron a chorros de hambre, penalidades, ataques de los indios que, claro, estaban en su derecho a no dejarse pisar el terreno por conquistadores o peregrinos estos últimos hartos de las esclavitudes ideológicas europeas y decidieron mandar al guano a reyes, prebostes y eclesiásticos para a la larga, naturalmente, intentar hacer ellos lo mismo en el nuevo mundo.

Pero eso quedó ya grabado en nuestros queridos recuerdos, en las nostalgias históricas y hoy la fiesta real se ha convertido en una buena excusa para reunirse alrededor del pavo, prepararlo, meterlo al horno y sentarse a la mesa a la que familiares y amigos llegan más cocidos que el mismísimo pájaro.

Pero eso está bien. Muchas familias aprovechan la reunión para, con los vapores espiritosos que les aplacan las inhibiciones, aventar todo el reconcomio acumulado durante los meses que no se han visto. Sacar a colación las viejas trifulcas familiares y llamarse el nombre del cerdo los unos a los otros a grito pelado para acabar llorando y besándose entre promesas de amor eterno mientras engullen las delicias culinarias que cada uno ha aportado.

Porque el pavo en sí no es que sea un bocado exquisito. No está mal. Pero suele quedarse un poco seco. Lo que le hace bueno son todas esas otras cosas que lleva alrededor y son imprescindibles y tan importantes como el propio pavo.

Por ejemplo un buen relleno cuya receta exclusiva cada familia ha heredado de la abuela sin que haya nadie que la supere. En general, pan del día anterior, cebollas, apio, manzanas, higaditos y otros menudillos, aceitunas, perejil, pimienta, un buen caldo…pueden hacer el milagro. Y acompañándolo coles de bruselas, coliflor, puré de patatas, salsa de arándanos…

El puente va desde el jueves al domingo. Recientemente se han inventado, al menos yo no lo había oído antes, el “Viernes negro” o “Black Friday” que al oírlo me dio un vuelco el corazón y pensé si se habría hundido de nuevo la bolsa o cualquier otro hecho cataclísmico…pero no, parece ser que lo llaman “negro” porque es un día para que la gente se vuelva más tonta de lo habitual y se gaste todo el dinero posible en compras. Así, la caja de los comercios estará en números “negros” en lugar de “rojos”…creo que ya lo hemos entendido.

El caso es que la gente se apunta a un bombardeo y hay quien se levanta a las cuatro de la mañana para hacer cola a la puerta de los comercios, de las grandes superficies, y más tarde la televisión entrevista a un público feliz rodeado de sus compras, de todas esas cosas que se acumulan por todas partes y a las que no prestaremos ninguna atención en muy pocos días.

A menudo pienso que nos merecemos otro Diluvio Universal que arrase el planeta y no deje ni las moscas.

50 – LA HERENCIA DEL TERROR Y EL DESEO.



Qué nos pasa. Se pregunta el hombre que completa el círculo vital de cada día levantándose de entre unas sábadas que apenas permanecen calientes desde el sueño nocturno poblado de fantasmas a las horas grises de un amanecer constante, turbio, carente de sentido que levanta como autómatas a un género humano arrogante y débil programado en la inercia de los días repetidos.

Qué nos pasa. Después de tantos siglos de luchar contra la amenaza o el deseo de la muerte, de dirimir desavenencias en la identificación de los otros, de establecer territorios protegidos de saber, de esperanzas por trascender más allá de nuestras necesidades perentorias a través de un entramado pretendidamente lógico que nos conduzca a la particular parcela de lo eterno donde también se han creado bulas y prebendas cuidadosamente establecidas desde este ministerio de funcionarios terrenales.

Al final, imperceptiblemente, en la erosión de cada día, se desmoronan las ilusiones creando una profunda inapetencia por mantener los valores que a trancas y barrancas sostienen el mito de los logros humanos.

A la postre todo nos sigue igualando al primer hombre que tembloroso se cobijaba al fondo de la cueva tratando de postergar las amenazas de todos aquellos que permanecían a la intemperie, menos inteligentes pero más dotados para sobrevivir en el frío y la oscuridad esperando a que el humano en un descuido se pusiese al alcance de sus fauces. Sólo nos queda la herencia del terror y el deseo. Qué nos pasa.

49 – EN LA SOLEDAD DEL OSITO.



Las cuatro de la mañana. El viento del Pacífico me despierta. Escucho las noticias y me sorprende una que habla de que los mejores hoteles del mundo desde Hong Kong a Las Vegas que habitualmente acogen a ejecutivos de empresas en sus desplazamientos por el planeta no sólo con habitaciones cómodas sino también con saunas, gimnasios, bufetes, internet, etc. incluyen ahora un osito de peluche que les recibe acogedor entre las almohadas cuando llegan cansados, exhaustos de los largos vuelos y los afanes empresariales.

Y es que al parecer en una de esas encuestas que toman las pulsaciones del planeta se ha revelado que una gran mayoría de altos cargos empresariales llevan en el rincón más íntimo de su maleta un trozo de aquél alma desgajada apenas terminada la educación elemental: el osito de peluche.

Y es que el mundo no está para bromas y el que más y el que menos chapotea en las aguas inmisericordes de esto que llamamos civilización buscando algo a lo que agarrarse, una pequeña tabla de salvación en forma de osito, por ejemplo.

En los años cincuenta del siglo que nacimos, aquella generación que tuvo el mundo en sus manos y decidió convertirlo todo en un suculento negocio también sufría del cansancio y el desgaste del trabajo, la avaricia y la soledad. El hombre de negocios volvía por la noche a la habitación de su hotel y al quitarse la corbata se desprendía también de su sonrisa corporativa reflejándose en la pantalla del televisor su figura patética en camiseta aferrado a una botella de Jack Daniel´s que terminaba al tiempo que se quedaba dormido en la butaca ajeno a los disparos del oeste en blanco y negro del televisor.

El escritor Antonio Muñoz Molina capta muy bien esta imagen en uno de los capítulos de su libro El Jinete Polaco. Y desde luego nada como la soledad urbana expresada por Edward Hopper en las luces y sombras de sus escenas americanas.

Aquella redención a través del tabaco y del alcohol sólo condujo a la cirrosis y el cáncer de pulmón en los que sucumbió gran parte de la altivez y la soberbia de una generación que se consumió en si misma y que como otras muchas creyó ser inmortal al menos en el eterno instante de un parpadeo.

Y llegaron las nuevas generaciones que hicieron borrón y cuenta nueva no sólo del mundo de los negocios sino de su estética y sobre todo de la estética personal de sus ejecutivos.

La botella de agua mineral se convirtió en el símbolo del llamado “ Master of the Universe “. Bien perteneciendo al mundo de la banca, al conglomerado de la industria o a la nueva frontera cibernética. El nuevo ejecutivo se levanta ahora al alba, baja al gimnasio del hotel donde se pone en forma para la lucha en el campo de batalla diario de los negocios, desayuna cereales, café y yogurt y se acompaña del agua purificadora durante toda la jornada.

Es una especie de astronauta urbano, entrenado, despierto, ágil, flexible que cruza con paso rápido las galerías acristaladas de las catedrales del poder con el maletín de negocios en una mano y el café o la botella de agua mineral en la otra.

Pero no nos engañemos. Es cierto que el aspecto exterior ha cambiado, que el tabaco y el alcohol a partir de las diez de la mañana ha sido sustituido por la transparencia del agua pero en su interior este nuevo monje asceta de los negocios sigue llevando el miedo y la soledad que ahora calma en la compañía de su osito de peluche.

Porque parece ser bien cierto esa especie de tópico que circula de que cuanto más comunicados estamos más nos acecha el miedo y la soledad. Recuerdo que antes sólo los niños pequeños llevaban sus mantitas, almohadas y ositos cuando iban con sus padres a algún viaje y era conmovedor y gracioso verlo. Pero ahora se repite la misma escena con adolescentes de quince y dieciséis años. Los veo muy a menudo en los aeropuertos con sus almohadas gigantescas, sus osos, sus muñecos de todo tipo. Quizás porque la fácil y grata infancia que disfruta el primer mundo no quiere renunciar a esa cómoda burbuja y se apunta en masa al síndrome de Peter Pan.

Puede que dentro de poco también los ejecutivos, al igual que han hecho otros grupos sociales, abran sus particulares armarios donde ocultan esa parte humana que no pueden eliminar y que muestra sus carencias y debilidades y se presenten en el consejo de administración, en la reunión de grandes ejecutivos con su osito de peluche, lo saquen sin rubor del maletín colocándolo encima de la enorme, carísima mesa de caoba o cristal tallado y sirva de catalizador para bajar unos grados el termómetro de la confrontación.

Quien sabe, a lo mejor los ositos nos solucionan la crisis.

48 – LOS POBRES RICOS Y FAMOSOS.



En la pausa para pagar en el supermercado, mientras espero a que me toque el turno, me encuentro en esa pequeña zona sicológicamente estudiada que me ofrece una última oportunidad de compra antes de pagar e irme con las bolsas. Suelen ser cosas pequeñas: chicles, pilas, barras de chocolate y otros productos que encuentran aquí su escaparate. Entre ellos las revistas del corazón.

Desde sus portadas una serie de famosos me miran queriendo hacerme partícipe de sus penas y alegrías, de su profunda soledad vivida en la gloria de la fama. Miro en conjunto todas esas portadas de papel satinado. En una de ellas una famosa actriz, con un caché que no bajará de los cien millones de dólares, me mira con ojos lastimeros haciéndome partícipe de la pena que le embarga la traición de su marido, lo que la están haciendo sufrir las preguntas de los periodistas mientras sostiene en sus brazos al niño negro que ha adoptado recientemente.

Algunas, escuálidas, exponen sus anorexias, sus problemas de alcohol, otras sus bulimias, sus operaciones faciales, las liposuciones, los implantes, las pieles tostadas con fondo de palmeras y yates que solo los emiratos se pueden permitir.

Ellos no le quedan a la zaga, los hay que se quejan porque quieren ser alabados y reconocidos pero al mismo tiempo ser invisibles como un inmigrante sudamericano para poder andar por la calle sin el agobio de las miradas, para no llevar guardaespaldas, para recuperar la magia de ser anónimo y sentarse en la barra de un bar a beber una cerveza como uno más.

Los hay que siempre encuentran una excusa para salir en las portadas luciendo sus músculos de gimnasio con una desaseada barba de dos días que a los ricos y famosos imprime un carácter que derrite a las féminas. Los tatuajes exclusivos, los coches deportivos, las fincas con campos de golf.

Pero también se quejan en voz alta al mundo por las separaciones, los amores agrios que parecían ir tan bien, las peleas, las traiciones, lo solos que se han quedado después de dejar de creer en el amor pero que compensan rodeados de jovencitas exóticas, de fiestas y nuevas estrellas que se estrenan con su primera cinta porno, cosa que está de moda, debe de ser muy ecológico y ahora da mucho prestigio en la iniciación a la fama.

Y yo me pregunto cómo, ricos y famosos, son tan desgraciados que tienen que contar sus penas a los que cansados del trabajo rutinario de cada día hacen cola para comprar una cena muchas veces comida en solitario mientras miran la televisión, friegan los platos y se van a la cama para volver al glamour de la cola del autobús por la mañana y aguantar largas horas de trabajo muchos de ellos por un magro salario mínimo.

La verdad es que no me atrae esta galeria de penas de los guapos, ricos y famosos. Que con su pan se lo coman. Me gustaban más las noticias de hace treinta o cuarenta años; en aquellos tiempos mientras colocabas la compra en la cinta te enterabas de que un marciano se había casado con una señora respetable de Ohio, y allí estaba la foto del marciano con la señora y varios marcianitos fruto del matrimonio. O que alguien había dado a luz un pulpo cuya cabeza era clavadita a la del abuelo materno. O que el ángel de la guarda de una peluquera de Canadá se había convertido en una famosa estrella del rock pidiendo la mano de la chica. O que alguien se había cargado a hachazos a todos sus vecinos para después comérselos con patatas poco a poco.

En aquellos días la espera en la caja no estaba llena de llorones millonarios descontentos consigo mismos sino de revistas en blanco y negro de asesinos y tipos raros, de monstruos que aparecían en los bosques y grandes serpientes en lagos apacibles y escondidos. De fotos del pérfido compañero Fidel fumando enormes vegueros hechos así a propósito para que le durasen las ocho horas que invertía en cada uno de sus maratonianos discursos.

De seres de otras galaxias con cabezas enormes en forma de bombilla y ojos desmesuradamente grandes y rasgados que aparecían por todas partes en unos cacharros de hojalata de tecnología al parecer bastante deficiente porque casi siempre terminaban abollados en algún descampado donde iban presurosos los servicios secretos no sin que antes se les adelantaran los fotógrafos.

Porque las fotos. Porque lo que fuera, estaban allí en las portadas para deleite de nuestra espera.

47 – LA MALDICIÓN DEL AUTOMÓVIL.




Vivir en la ciudad y usar el automóvil es como conducir por un campo minado, rodeado de francotiradores, controlado por un enemigo letal del que no puedes escapar, que te vigila, te acosa, que aprovecha cualquier pequeña distracción para caer sobre ti.

Y sin embargo no por eso dejamos de usar el coche. Porque aún tratando de hacerlo lo menos posible hay muchas ocasiones en las que se hace necesario. No voy a ennumerarlas, todos somos conscientes de ello. Como lo somos de que sin represión, sin castigo la ciudad sería una anarquía de tráfico, un inmenso garaje que nos impediría respirar y vivir.

Conscientes de ello nos arriesgamos a navegar por el centro, usar los parquímetros y dejar a alguien con la palabra en la boca para salir corriendo a la calle buscando en los bolsillos esas monedas que prolonguen un poco más la estancia del automóvil junto al bordillo antes de que se desate una catástrofe de inmensas proporciones que acabe en un desplazamiento en taxi hasta el depósito del ayuntamiento donde sólo podrás retirar el coche después de haber pagado una multa desproporcionada e insultante.

Del castigo para prevenir el uso de los vehículos en el centro de la ciudad se ha pasado al atraco recaudatorio que pone al límite todo tipo de normas para que alguien con un trozo de chapa reluciente en la pechera pueda meterte la mano en el bolsillo y llevarse impunemente el producto de las horas de esfuerzo que tanto trabajo te ha costado ganar.

Un pequeño ejemplo: hace un par de meses aparqué entre dos garajes en un lugar perfectamente limpio de señales, horarios de limpieza, normas, etc. en una calle retirada nada problemática en principio.

Estábamos cenando y tuve un presentimiento, me asomé a la ventana y pude ver un coche–grúa al lado del mío. Me puse en marcha a toda velocidad, bajé las escaleras de cuatro en cuatro y llegué cuando el coche aún no había sido tocado por la grúa.

La señorita encargada de las multas me dijo que había recibido una denuncia de la casa enfrente de la cual estaba aparcado, al parecer invadía unos milímetros el ámbito de la salida del garaje, por lo que pude ver unos tres centímetros como mucho. El garaje podía usarse sin ningún problema.

La funcionaria detentadora del poder omnímodo que le otorga la chapa reluciente se negó a mis ruegos de que no se llevara el coche la grúa, me puso una multa por lo de la denuncia de los tres centímetros, otra porque las ruedas no estaban torcidas según indica el código más los gastos de traslado al depósito de coches del ayuntamiento, en total unos cuatrocientos dólares de multa, más lo que me costó el taxi para ir a recogerlo, la subida de tensión, y las ansias asesinas. Fue sin duda una grata velada.

Muchas veces pienso en lo fácil que sería vivir usando el transporte urbano, cogiendo un taxi cuando fuese necesario y en caso de desplazamientos largos alquilando un coche. Infinitamente mejor que mantener un vehículo, revisiones, gasolina, seguros, impuestos, aparcamientos, multas…Entonces…¿Porqué rayos no lo hacemos?