lunes, 27 de diciembre de 2010

46 – MI VECINA FRANKENSTEIN.



No es fácil cruzarse con los vecinos en nuestro edificio. El único contacto diario es el breve encuentro en el ascensor para bajar al vestíbulo o directamente al garaje. El recorrido está ajustado para intercambiar los buenos días y los datos puntuales del tiempo forzando una quebrada sonrisa.

No todo queda en eso. Hay también oportunidad de socializar un poco en las reuniones del comité de vecinos al que no suele acudir nadie y del que año tras años salen elegidos los mismos que se presentan por puro altruismo o porque les gusta mangonear y que por otro lado tampoco encuentran sustitutos entre la endémica desidia general.

Y naturalmente en la fiesta de Navidad con canapés, langostinos y salsa holandesa me doy verdadera cuenta de que no conozco ni siquiera a un diez por ciento de los habitantes del edificio que tiene nada menos que diecisiete plantas.

En la mía la mayor parte de los apartamentos están vacíos y sólo tengo cierta familiaridad con una doctora que vive al otro lado del pasillo y una abogada que lleva muchos años en el edificio y se hace visible regularmente cuando saca a pasear a su chihuahua alrededor de la manzana. Silencio y quietud son los sellos estampados en la moqueta que se pierde hacia el fondo del corredor escoltada por apliques de luz alineados a ambos lados como soldados defensores de las tinieblas.

La llegada de un matrimonio al apartamento del fondo fue la única novedad en mucho tiempo. Él, cirujano plástico, pequeño, proporcionado, de cara inteligente, sobrio en el habla. Ella, de edad indefinida, locuaz en la zona roja de peligro, ayudante, secretaria de su marido en la consulta.

He hablado con ella en varias ocasiones, siempre en el cuarto de la lavandería donde la encontraba usando el tiempo que tenía yo asignado. Mientras me hablaba de esto o aquello yo la miraba a la cara, un rostro agradable, pálido, extraño, sus ojos, su boca, la nariz, todo individualmente era correcto pero en el conjunto no había armonía.

No suelo verlos muy a menudo, viajan, pasan meses fuera. De vez en cuando veo al marido sacando grandes bolsas de plástico o a ella escurriéndose con enormes cargas de ropa hacia el cuarto de la lavandería.

Hace poco me he cruzado con los dos, ella con “leggins” y una mochilita a la espalda, ambos están en los sesenta pero ella parece, al menos desde lejos, tener veinte años. Su marido le ha debido de subir los pechos, la papadita, los mofletes, la zona de los ojos, los labios que parecen tener vida propia.

Cuando está a mi lado su cara me da un poco de miedo, tiene algo de muñeca asesina, pero es cuestión de acostumbrarse. De adaptarse a estos tiempos que traen nuevas técnicas y nuevas filosofías de la vida.

Me comentan que van a vender el piso, que se van a otro edificio. Una pena. Les había tomado cariño. Ya no podré ver a mi vecina caminando hacia mi por el pasillo, con sus andares adolescentes, enfundada en su piel de Frankenstein. Mi corazón palpitando hasta poder comprobar al cruzarse conmigo los nuevos cambios operados en su cara de veinteañera sobrecosida.

lunes, 29 de noviembre de 2010

45 – EL LUNES NI LAS GALLINAS PONEN.



Ha amanecido frío y con una brisa que se va convirtiendo en un viento molesto a medida que entra la niebla. Voy andando por Crissy Field. No hay un alma. Como es lunes están cortando el césped y recogiendo la basura que se ha acumulado durante el fin de semana. Me acerco a los lavabos pero están cerrados de momento. Un joven aplica la manguera concienzudamente a todo el recinto.

Pasan dos jubilados que ya conozco de otros días. Son italianos. Tienen pinta de italianos. Al menos van hablando en italiano. Uno es delgado y siempre lleva un sombrerito con una pluma en la cabeza, el otro es ancho y tiene una buena barriga que sus buenos dólares le habrá costado. Me los puedo imaginar alrededor de una gran fuente de pasta con pelotas de carne, todo ello regado con una buena salsa de tomate con albahaca y queso parmesano abundante por encima.

El delgado comiendo tanto como el gordito o más. Pero la vida no es equitativa y mientras el flaco no engorda un gramo y sus paseos sólo están orientados al disfrute del paisaje, al gordo le asoma un trozo de plástico por la cinturilla del chándal con el que se habrá envuelto como un salchichón con la vana esperanza de quemar las calorías que tan alegremente se metió para el coleto junto a su amigo el esmirriado.

Por fin el joven me hace una seña de que el baño está en plan operativo y le sonrío en agradecimiento apresurándome para ser el primer cliente de esta mañana resplandeciente de finales de Junio.

Aliviado, emprendo la marcha por lo que yo llamo “El Desierto” que es la recta, el camino de tierra que va desde el puente de tablones de madera al “The Warming Hut” donde el viento disminuye y el paseo es más amable.

Hacia mí viene trotando un esqueleto femenino a toda pastilla como si fuera un pariente del lejano Filípides trayendo las buenas nuevas de los campos de Maratón. Su delgadez es realmente extrema y me sorprende que se de esas palizas corriendo. A ella también la he visto otras veces los lunes.

Al llegar al muelle lo encuentro desierto. No están los pescadores, ni los chinos con sus cestos de cuerda para coger cangrejos. Tampoco está el puesto de salchichas que perfuma el ambiente con el grill, la mostaza y el olor a chucrut. Ni los turistas haciéndose fotos. Sobre todo los japoneses y chinos que estiran los brazos o las piernas como agarrando el Golden Gate que se levanta magnífico en el fondo de la foto. Tampoco están las innumerables bicicletas de alquiler en las que llegan pedaleando franceses, italianos, españoles, alemanes, por citar algunos. O los moteros que aparcan en Fort Point sus máquinas policromadas, brillantes, con los cascos apoyados en el depósito de combustible y se van a estirar los zahones de cuero hasta la verja de “Hopper´s Hands” que todos tocamos para probar que hemos estado allí. Ni sentados al sol el grupo de rusos tan viejos como su ya olvidado asalto al Palacio de Invierno que cada día se reúnen y hablan y hablan en ese idioma tan peculiar.

Pero todo esto comenzará a pasar dentro de un par de horas. Es todavía muy temprano y como dice una amiga mía mejicana: “ El lunes ni las gallinas ponen “.

44 – ME VOY CON LA CONGA.



Hoy decido no encender el ordenador. Ya está bien. Agarro la conga que la tengo en una esquina del salón en plan decorativo y me pongo a practicar un poco. Es una buena sensación, aunque es la primera vez que lo intento las manos suben y bajan sobre el parche de cuero con agilidad y hasta cierta gracia sorprendiéndome como ellas solas se ponen de acuerdo para marcar el ritmo sin que yo no tenga nada más que hacer que dejarme llevar.

Suena el teléfono. Es el conserje del edificio. Me informa con mucha amabilidad que le han llamado tres vecinos diferentes quejándose del ruido. Uno apuntó que debería irme a un safari a practicar. Otro que en los pasillos del metro suena mucho mejor. Y un tercero sugirió que respete la paz de la comunidad o subirá él a practicar en mi cara.

Tomo un par de cafés. Me visto y me voy a la calle con la conga. Como tengo un parque cerca me siento en uno de sus bancos. No hay nadie y me pongo a tocar. Al poco aparecen un par de “sin techo” empujando los carritos de supermercado. Se paran frente a mí, me saludan y aparcan sentándose en la hierba. Sacan unos mendrugos que me ofrecen y se ponen a comer mientras evalúan el sonido de la conga.

Aparecen dos o tres negros jóvenes que se quitan las camisas y comienzan a cimbrearse rítmicamente. Uno de ellos me asesora de como tengo que colocar las manos y los diferentes ritmos que debo practicar.

Aparece un coche de la policía. Salen dos tabiques de su interior colocando las porras de madera en sus fundas. Se me acercan. Me indican que estoy perturbando la paz del parque. Argumento que no hay un alma en varias millas a la redonda. Me miran de arriba abajo y me piden la documentación.

Me sugieren que ahueque el ala para evitar males mayores. Así lo hago y me voy con la conga bajo el brazo camino del centro. Me meto en uno de los pasillos del metro, apenas pasan tres o cuatro personas. Me pongo a practicar. A la media hora tengo ya acumulados en el suelo unos tres dólares en monedas. La gente pasa y deja algo. No lo necesito pero alivia el corazón pensar en la bondad humana.

Tardaba en llegar pero al fin se materializa el guarda jurado del metro. Me saluda y me dice que no me conoce. Yo tampoco, le contesto alargándole la mano. Me pide el carnet de actividades callejeras. Le digo que no se de qué me está hablando, yo sólo estoy aprendiendo un poco sin ánimo de molestar a nadie.

Me pongo la conga debajo del brazo y salgo a la luz de la calle. Está visto que no doy con el sitio idóneo para practicar. Aprovecho que estoy en el centro y entro a dar una vuelta en unos grandes almacenes.

A la salida suena la alarma. Me paro. Un guarda se me acerca y me coge del brazo. Le explico que la conga es mía, que la compré en la sexta en una tienda de empeño. Llega otro que me pide que no levante la voz. Le respondo que no estoy levantando la voz. Este también me coge del brazo. Del otro brazo. Me llevan a una habitación en cuya puerta hay un pequeño rótulo que dice: “Seguridad”.

43 – PIMIENTOS RELLENOS.



Hoy me tira la cocina. Me he levantado pensando en los pimientos rellenos. Ayer haciendo la compra en Mollie Stone´s me encontré con unas latas en lo alto de la estantería de pimientos del piquillo ¡Anda! No es habitual encontrarlos. Aunque ahora todo se puede pedir por Internet donde hay tiendas abarrotadas de chorizos y morcillas virtuales y otras lindezas que, previo pago, llegan a tu puerta reales como la vida misma, con los olores de Burgos o Soria, si, si, de allende los mares; que se han metido ocho mil kilómetros de viaje para estar en la mesa y llenarnos con sus efluvios de carnes curadas con especias, con ese moho blanco tan querido que nos hará caer una lagrimita de placer y nostalgia.

Compro unos cuantos botes. Esto de los pimientos del Piquillo fue una novedad en mis años jóvenes, era algo para iniciados. Un pequeño Grial encontrado entre las poblaciones de pimientos autóctonos, rojos, verdes, amarillos que vivieron y viven sus honestas existencias vegetales de forma modesta. Los del Piquillo eran otra cosa, pequeños, de piel fina, tenían algo especial que les confería otra personalidad. Eran divos, estrellas locales en sus regiones pero poco conocidos en el resto del país. Hasta que el universo mundo, dejada atrás la ordinariez del plato de lentejas, descubrió los menús largos y estrechos, los platos de fusión, las fruslerías de chorritos de espuma de no se qué con una alubia en el medio.

Y el Piquillo subió a las alturas del Olimpo. Igual que el Sushi. Algo que nadie conocía hasta antes de ayer y que de repente es la pera limonera.

No estoy en contra de que la gente se eduque culinariamente y se haga más internacional. Lo que me chincha son las modas. Porque las cosas deben de tener su encanto y ser descubiertas y guardadas individualmente. Todo lo que se generaliza termina estropeándose. Recuerdo las veces que fui al Monasterio de Silos en aquellos tiempos en que las cosas se hacían por amor. El claustro estaba vacío y su contemplación merecía cualquier esfuerzo realizado hasta llegar a aquel lugar. Hoy casi no se puede ver ni el claustro ni nada por las masas de gente vocinglera, vestida con chándal que pulula por allí sin prestar atención a nada excepto a los abalorios que venden en la entrada y las famosas grabaciones de los no menos famosos monjes.

Pongo en la cocina música de Andrea Falconieri. Salteo una buena cantidad de cebolla bien picada y ajos, añado la carne picada mezclada con un poco de cerdo y jamón, pimienta, sal. Preparo una bechamel, pimienta, nuez moscada, a la que añado la carne cuando está lista. Voy rellenando los pimientos con esa mezcla y cerrándolos con un palillo. Preparo el aceite, paso los pimientos por harina y huevo y los frío. Los coloco en una cazuela de barro.

Suelo preparar no menos de treinta o cuarenta a la vez para que merezca la pena el trabajo que toman. Recuerdo que una vez, hace ya años, llevamos una gran fuente a casa de nuestros amigos. Alejo se situó frente a los pimientos y se zampó no menos de diez en una sola sentada. Decía: ¡Es que no puedo parar, es que no puedo parar, están tan buenos!

42 – ¿QUÉ SERÁ DE NUESTRO AMOR?



Me asomo a la ventana. Se ha hecho de noche. A través de los pinos que nos separan de las casas contiguas se filtra la luz de algunas habitaciones encendidas, la de las dos farolas que hacen medianamente visible el pasillo escalonado, la servidumbre de paso que conecta las dos calles paralelas por la que de vez en cuando se desliza la sombra callada de algún peatón nocturno. El rincón donde se oye quedamente el ruido que produce la tapa del cubo de basura al ser usado por algún vecino.

Me viene a la cabeza un documental que vi por la tarde: “2012: Science or Superstition” en el que sobre la machacona insistencia de imágenes de autopistas llenas de coches, riadas arrasando poblaciones, tornados, maremotos, plagas en las cosechas, deshielo de glaciares y cambios climáticos en general, varios escritores y profesores de universidad explican que de acuerdo con el calendario Maya se avecina una conjunción astral para exactamente Diciembre de 2012. Que naturalmente supondrá un cambio radical en la forma de vivir de la humanidad. No dicen si para bien o para mal, pero el tono es amenazador e incide y reitera en que el hombre debe de cambiar su forma de vivir, olvidar las diferencias religiosas que propician las guerras, el ritmo absurdo de vida depredador de los recursos del planeta, el consumo por el consumo.

Estoy de acuerdo en que debemos de cambiar nuestra forma de vivir que no conduce a ninguna parte pero no veo que tiene que ver el calendario Maya con esto, ni las manchas solares y menos esa amenaza cataclísmica para Diciembre de 2012. Vivimos en la superficie de un pequeño planeta sin ninguna protección y siempre he pensado que los cataclísmos naturales forman parte de la esencia de nuestro paso por la tierra, que el nacer no trae incluido ningún sobre a nuestro nombre con un seguro que nos proteja de las miles de amenazas que el hecho de respirar conlleva.

Me vuelvo y miro a mi mujer que se ha quedado dormida con un libro entre las manos. Y pienso que eso es lo único que realmente me interesa, los años, los meses y los días que nos quedan de disfrutar nuestra mutua compañía. De prolongar el encuentro que se convirtió en amor y el amor en compañía. Del tiempo en el que aún podamos comunicarnos antes de ser arrastrados por el oleaje del olvido, como esas pequeñas hormigas que se desbaratan y ahogan en el mar del vaso de agua que un niño echa sobre el hormiguero.

Si. Se ha hecho de noche y soy consciente del momento mágico, del silencio y la calma que aún reina en nosotros y nuestro alrededor. Es la gratificación del tiempo suspendido. De la sensación del instante eterno y volátil que nos tiene a los dos reunidos en esta habitación. Con la pequeña luz de la mesita de noche iluminando los seres queridos que nos acompañan desde la única imagen plana que nos queda de ellos. De la música de jazz que suena amable empapando nuestras almas, cobijándonos entre sus notas.

Mañana vendrán los cataclismos. Hoy me niego a aceptarlos. Este es nuestro momento eterno que pronto se disolverá. Pero aún está aquí. En la noche. En las luces mortecinas de la calle. En el cable car que sube alegre entre ruidos antiguos la cuesta de la calle Washington. En los párpados cerrados de mi compañera que descansa junto a su libro.

41 – MI AMIGO STEINBECK.



Tener en las manos uno de sus libros siempre ha supuesto para mí la emoción de traspasar una puerta del pasado moderadamente reciente en el que fui un niño ávido por conocer la vida de la gente sencilla que luchaba por vivir en un paisaje duro, a veces terrible, lleno de desencantos.

Pero también una tierra que reavivaba la esperanza en los seres humanos, en su trato, en la idea de hacer cosas juntos conservando al mismo tiempo una férrea individualidad, una patria interna reservada para uno mismo y una bandera común externa para compartir e identificarnos con los otros.

“The Wayward Bus” es el libro que tengo en mis manos. La portada ejerce un gran atractivo sobre mí y resume en una imagen el mundo que Steinbeck quiso transmitirnos. En primer plano unas manos sujetando el volante de una vieja camioneta que rueda por un camino comarcal surcado por el barro, se aprecia el frente del motor que va abriendo camino. En la parte derecha una hilera de postes de madera se alinean precariamente sosteniendo los cables de la luz que discurren paralelamente al camino perdiéndose con él en el horizonte de montañas y nubes de tormenta. Encima del salpicadero y al lado de un único limpiaparabrisas cuelga una botita de bebé, un angelito de barro, una estampa de la Virgen de Guadalupe y dos pequeños guantes de boxeo.

Steinbeck siempre tuvo en la cabeza la idea del viaje. El desplazarse por las grandes extensiones de su inmenso país todavía en un relativo estado puro durante su juventud. Lógica compensación para un escritor que debía sufrir la tiranía sedentaria de la silla para que su trabajo fructificase.

Quería conocer a sus gentes venidas de todas partes del mundo para intentar hacer realidad el viejo sueño de una vida nueva, de la libertad. De ver en qué había quedado el mundo anterior, el de los indios y los conquistadores, el de los mejicanos venidos del sur. Desplazados de nuevo al sur. Dejar vagar los ojos ante el prodigio de la naturaleza, las grandes extensiones de pradera, los lagos de los que no se ve la otra orilla a simple vista, los pasos de montaña, los ríos caudalosos.

A lo largo de los años he leído y releído sus trabajos importantes, sus obras maestras. Pero he sentido más apego por sus libros más sencillos, quizás menos conocidos como Tortilla Flat o El Mar de Cortés.

Y no me canso de leer una y otra vez sus Viajes con Charley, la puesta en marcha de su sueño de dar la vuelta al país en una camioneta adaptada como vivienda. Sus preparativos, el acopio de utensilios y comida, el planteamiento de la ruta a seguir.

La salida el día siguiente de Labor Day desde su casa de Florida ante los ojos ensimismados de un niño que sueña en irse con él. Que envidia al perro Charley que se tumba en un rincón del asiento mirando en silencio a su amo que ha encendido el motor, metido la marcha y comenzado a rodar por el camino.

Ese único camino que está delante de nosotros, siempre esperándonos. Siempre atrayéndonos para iniciar otra aventura. Descubrir nuevos espacios. Con las montañas al fondo en un cielo de tormenta y los postes de la luz paralelos a la carretera.

lunes, 25 de octubre de 2010

40 – LOS CRISTALES DEL PASADO.



Me levanto algo renqueante. Hago mis ejercicios. Preparo café. Me tomo las pastillas. Ayer estuve andando un buen largo trecho. Procuro hacerlo varias veces a la semana. El ejercicio es bueno, me ha dicho siempre el médico. También me dice que puede provocarme un ataque de gota.

Tengo gota desde los cuarenta y tantos. Una enfermedad un tanto extraña pero mucho más extendida de lo que parece. Está asociada a las grandes comilonas, a las libaciones copiosas o sea, a la buena vida. Que otrora, en tiempos de nuestros antepasados sufrían los que tenían posibles, vivían bien y podían gastarse los dineros en placeres.

Siempre hay un buen amigo que te recuerda los reyes gotosos del pasado, cardenales y obispos, gerifaltes de alcurnia. Que según cuentan las crónicas se desayunaban con caldos enjundiosos y sus comidas no bajaban de los diez o quince platos elaborados con las materias primas más potentes, las salsas más apetecibles, los condimentos más navegados traídos de los mares australes.

Mi médico sin embargo me informa que es una enfermedad metabólica producida por la acumulación de ácido úrico sobre todo en las articulaciones, riñones y tejidos blandos por lo que se considera tradicionalmente una enfermedad reumática. No necesariamente asociada a un estilo de vida poco saludable. Esos cristales provocan una intensa reacción inflamatoria que es muy dolorosa.

A menudo algo me hace despertar en esas horas calladas, en la oscuridad, entre el sueño y la vigilia en medio de la noche. Y en esos momentos noto otro tipo de cristales que no afectan a mi cuerpo sino a esa otra epidermis que forma el espíritu y el alma. En un momento en el que estás desarmado por el sueño, relajado, con las defensas reposando al igual que reposa el cuerpo.

Y aparecen esos otros trozos de cristal que formaron parte del espejo de una vida ya pasada, una vida anterior en la que fuimos jóvenes, distintos, en la que emprendimos cada día el trabajo de mirar hacia adelante sin importarnos el esfuerzo, acometiendo la rutina que creíamos pasajera, recreando cada día el deseo de amar. Inventándonos el espejismo de que nosotros seríamos diferentes.

El desgaste de los años fue triturando en pequeños trozos cortantes aquellos cristales de la esperanza que forman ahora parte del fluido de los sentimientos pasados, que se depositan hiriendo, causando un dolor intenso como los que produce un ataque de gota.

Pero eso ocurre en mitad de la noche. Cuando te encuentras desvalido. Cuando te falta la distracción de la rutina de los días.

Y hay que rechazarlo. Abrir la ventana. Respirar hondo, contemplar la luna si es que está visible, tomar un vaso de agua y volver a la cama como si nada, pensando en el nuevo día, olvidando la gota física, olvidando la gota espiritual.

39 – HALE BOPP.



Fue en la primavera de mil novecientos noventa y siete. Una noche como otras tantas en las que salíamos a sentarnos en el jardín a charlar y contemplar las estrellas durante un rato, los puntos luminosos bajando del norte hacia el aeropuerto, las estrellas fugaces que de vez en cuando rasgaban la noche un breve instante con su cegadora luz.

Y allí estaba. El cometa Hale-Bopp cruzando magníficamente el firmamento, brillando más intensamente que cualquier estrella en el cielo. Muy pronto pudimos verle desde el atardecer, antes de que se pusiese el sol, continuar durante parte de la noche y al levantarnos y salir corriendo medio dormidos a mirar el firmamento encontrarlo de nuevo surcando el cielo en dirección opuesta.

Un bloque de hielo de más de cuarenta kilómetros de diámetro compuesto de agua, amoniaco, metano, bióxido de carbono, hierro, magnesio y silicatos, una informe masa de hielo sucio desprendiendo un penacho de tonalidades azules, verdes y blancas, parte del detritus que va dejando en el camino desgajado de la masa principal y que se extiende formando una cola de millones de kilómetros dividida en dos enormes estelas azul y blanca.

Día tras día nos sentamos a contemplar aquella aparición, aquel privilegio efímero y único. Los astrónomos esperaban poder observarlo hasta el año dos mil veinte mediante grandes telescopios, entonces, decían, sería muy difícil distinguirlo entre las galaxias lejanas de un brillo similar.

En silencio, dejándonos llevar por su atracción no veíamos el momento de entrar en la casa. De irnos a dormir.

En esos días tuvimos que hacer un viaje a Canterbury en Inglaterra, en el hotel abrimos el periódico que hablaba todos los días del cometa. Ocurrieron cosas extrañas.

En Noviembre un astrónomo aficionado tomó una imagen de un objeto borroso, levemente alargado, en sus proximidades. Rápidamente entusiastas de los fenómenos UFO llegaron a la conclusión de que se trataba de una nave espacial siguiendo al cometa.

Meses más tarde la secta “Puerta del Cielo” tomó la aparición del Hale-Bopp como una señal para llevar a cabo su suicidio colectivo. Dejaban sus cuerpos terrenales para viajar en la nave espacial que seguía al cometa.

Fuimos a cenar a un pub cercano, tomamos unas cervezas y charlamos comentando entre otras cosas la suerte de haber visto el cometa en el tiempo de nuestras vidas.

La noche estaba fría cuando salimos del pub pero las calles silenciosas, la proximidad de la catedral nos decidieron a dar un paseo. Fuimos andando cogidos del brazo, sin hablar, observando las sombras de las casas inglesas. En la catedral la campana se alargó tocando las doce horas de la media noche y sobre sus tejados vimos aparecer el cometa, brillante, mudo, dejando su estela majestuosa. Nos paramos a mirarlo durante un buen rato. Luego nos besamos largamente, buscando cobijo el uno en el otro, como consolándonos de nuestra pequeñez. Mientras, el cometa se iba alejando en el frío espacio. Él volverá al sistema solar en unos dos mil trescientos años.

38 – PRINCE ARMITAGE RANJIT DAKKAR.



He ido a verle. Voy una vez al mes porque si lo hago antes se enfada. No quiere ver a nadie muy a menudo. En realidad no quiere ver a nadie. Punto. Le he preparado una tortilla de patata con perejil. Él rechaza cualquier comida que tenga que ver con animales terrestres y lo que más le gusta es cualquier cosa que tenga pescado. La primera vez que le llevé una tortilla la miró sospechosamente, me preguntó de qué estaba hecha y se animó cuando comprobó que no llevaba carne, que era un plato sencillo digno de un marino y sobre todo cuando la probó. Así que me dijo que si iba a visitarle y no llevaba una tortilla no me dejaría entrar en la habitación.

Está mayor. Pero si hago caso a la edad que dice tener, ciento cuarenta años, le encuentro muy bien conservado. Naturalmente nadie le hace caso en eso de la edad. En realidad no hacen caso a nada de lo que dice y los médicos que le pasan a ver a su habitación mueven la cabeza afirmativamente dándole la razón como a los locos aunque saben muy bien que no lo está a pesar de que cuente historias estrafalarias y excéntricas propias de un Don Quijote que hubiera corrido sus aventuras en el mar.

Le conocí por casualidad, fui a acompañar a un amigo que tenía a sus padres en el hogar de ancianos; le dejé con ellos y me di una vuelta por los pasillos entrando por error en su habitación. Pedí perdón y ya me iba cuando se volvió y me dijo que le trajera un vaso de agua. Lo hice. Me senté.

Estuve hablando con él más de una hora y cuando ya me iba me preguntó el nombre, el a su vez extendió la mano y sonriéndome me dijo: Nemo, capitán Nemo. Me gusta que me llamen así, con el capitán por delante—dijo—.

Sostuvimos el apretón de manos, me di cuenta de que para un hombre que decía tener esos años su mano era aún firme y potente. Su forma de hablar resolutiva.

Volví a acompañar a mi amigo varias veces y no pude refrenar el deseo de verle. Me reconoció nada más aparecer en el dintel de la puerta señalándome una silla. No se movía mucho, no salía al jardín, pasaba las horas leyendo sin cesar, dormitando a ratos sobre los libros. Luego comencé a visitarle con regularidad y cada vez me contaba cosas que tardé un tiempo en entretejer. Decidí al llegar a casa apuntar lo que me iba diciendo porque de otro modo se me olvidaría y eso sería una pena.

Así me dejó saber que era hijo de un Rajá indio y su verdadero nombre Prince Armitage Ranjit Dakkar. Todo lo que iba contándome coincidía y aumentaba con ciertas variantes el relato de los libros de Verne “Veinte mil Leguas de Viaje Submarino” y “La Isla Misteriosa” que me volví a comprar porque los había leído de muy joven y gran parte de lo que contaban era ya un borrón en mi memoria.

En una de las visitas pasé por la oficina y accedieron a mostrarme su expediente. Al parecer tenían muy poca información sobre él, la más antigua era de unos diez años atrás, un informe del guardacostas en el que daban cuenta, con varias fotos realizadas en el momento, de haber encontrado a un hombre mayor durmiendo en la playa, sin documentos, objetos personales, maleta o bolso de algún tipo. Llevaba puesto un chaquetón azul de marino, pantalones con una franja roja en el lateral como si fuera parte de un uniforme y en una de las manos un anillo, al parecer valioso, con una ene mayúscula tallada en el centro.

Las explicaciones que trataron de obtener del viejo no consiguieron arrojar ninguna luz sobre posibles parientes, amigos o conocidos y las autoridades decidieron, dada su edad y su comportamiento poco creíble y errático acogerle en un hogar de ancianos.

Me recibe contento. Le parto un trozo de tortilla que se come ávidamente. La última vez me pidió que le trajese unos cartones grandes. Así que he aparecido con los cartones y lo que quiere es que dibuje con un rotulador negro lo que él me vaya diciendo. Naturalmente he pedido permiso en la oficina y les ha parecido bien. Todos agradecen que alguien venga a ver a ese hombre solitario al que nadie entiende.

Dibujo, bajo su dirección, unos ojos de buey con unas olas en el medio. Manómetros, palancas, relojes y tubos que suben y bajan a lo largo de los varios cartones que voy juntando y colocando sobre la pared. Al cabo de un rato aquello da la sensación de ser parte de un submarino. De cartón. Pero submarino. El Capitán Nemo me mira complacido. Se arrellana en la silla y se come otro trozo de tortilla mientras me pide que le traiga otro vaso de agua.

Esto que antecede son unas notas escritas hace unos días. Las estoy volviendo a leer porque esta tarde me han llamado del hogar de ancianos diciéndome que el viejo Nemo ha pasado a mejor vida. De repente. Sentado frente a los cartones que le dibujé y que no dejaba de mirar hora tras hora. Me piden que vaya al hogar mañana. Una pequeña ceremonia de despedida. De las enfermeras y el director. Iré con mucho gusto.

37 – GOLONDRINAS.



Me sirvo una taza de café y me entero por las noticias de la radio que este año no han vuelto las golondrinas a San Juan Capistrano. En realidad hace años que ya no vuelven a la misión en grandes grupos.

Durante más de doscientos años las golondrinas han descendido sobre el monasterio franciscano en la primera mitad del mes de Marzo. Una primera bandada de cien o doscientas golondrinas que revoloteaban reconociendo el terreno mientras tocaban las campanas del monasterio dándoles la bienvenida. Detrás llegaba el grueso de la bandada pero antes el primer grupo ya había localizado el lugar preciso de los antiguos nidos que reconstruían preparando también otros nuevos para acoger a las nuevas familias de golondrinas.

Durante siglos se desconocía el origen de la migración pero se sabía que llegaban para reproducirse en un clima benigno y que eran muy bienvenidas por el control que ejercían de los insectos y las plagas en los campos alimentándose de gusanos, moscas e insectos de todo tipo.

Pero ahora se sabe que vienen de la población de Goya en la provincia de Corrientes al lado del caudaloso río Paraná en Argentina. Una sorprendente distancia de doce mil kilómetros comenzando el vuelo el dieciocho de Febrero en Goya y llegando en diferentes grupos a sus nidos establecidos entre los arcos de los corredores del monasterio de San Juan Capistrano el diecinueve de Marzo, un total de treinta días durante los cuales no beben ni comen para no perder tiempo.

Después de pasar el verano cobijadas entre las paredes de la vieja misión en San Juan Capistrano, las golondrinas emprenden de nuevo el vuelo el veintitrés de Octubre revoloteando en círculos la misión en señal de adiós, comenzando el viaje de retorno a Goya donde pasarán el invierno boreal. Este rito anual que se mantuvo durante siglos se ha roto por los cambios que San Juan Capistrano ha sufrido en los alrededores, construcción de viviendas, autopistas, contaminación, ruidos. Las golondrinas han dejado de acudir al monasterio, lo han pasado de largo para cambiar de residencia. Ahora se agrupan y forman sus nidos de barro en el Vellano Country Club en Chino Hills, un lugar tranquilo, de colinas suaves, vegetación y agua que proporciona un arroyo cercano.

También yo recuerdo mi infancia de golondrinas, los nidos construidos en los aleros, la llegada puntual cada año, las nuevas crías que asomaban las cabecitas desde sus casas de barro perfectamente construidas y protegidas de la intemperie.

Un día también aquél entorno dejó de ser tranquilo. Y se fueron. Y aquellas no volvieron y lo único que me quedó fueron los versos de Bécquer:

Volverán las oscuras golondrinas

en tu balcón sus nidos a colgar,

y otra vez con el ala a sus cristales

jugando llamarán.

Pero aquéllas que el vuelo refrenaban

tu hermosura y mi dicha a contemplar,

aquéllas que aprendieron nuestros nombres…

ésas…¡No volverán!

sábado, 16 de octubre de 2010

36 – SOY LO QUE SIENTO.


Me doy cuenta de que no coincido con casi nadie. Puede que tenga que ver con haber pasado de los sesenta y estar entrando en esa especie de climaterio que da en no creer en nada, como decía el bueno de Don Antonio Machado. O que uno se ralentiza por la edad, y así como me empieza a doler una pierna por la ciática, a fastidiar los pies cuando ando un par de horas, a dolerme la espalda cuando llevo un buen rato en una silla, también comienzo a flaquear de la azotea.

Porque a uno se le van olvidando los nombres. Sobre todo los propios. No consigo acordarme de algunos pero sin embargo si que puedo ver las caras nítidamente, caras sin identidad. Eso es. De todas formas no me preocupo mucho, en realidad lo de los nombre siempre se me ha dado mal, incluso de muy joven.

Luego está lo de las afinidades, hago un pequeño repaso. Nunca, ni siquiera de pequeño me ha gustado el fútbol. Una pena. A veces los veo, a los de mi edad, tan contentos y alegres saltando en los partidos. En el campo, donde se lo deben de pasar muy bien. Frente a la tele, con las cervezas ¡Oé, oé, oé, oééé! Me dan envidia…luego se pasan las horas muertas hablando de los jugadores y rememoran a Di Stefano, Puskas o Gento…que son lo únicos nombres que sé por oídas.

Tampoco me gusta el golf, una cosa que está muy de moda, ni el tenis, ni el baloncesto, ni el jockey, vamos, ni nada de nada que tenga que ver con los deportes.

Tampoco las carreras de coches ni los coches antiguos: muchos se van en comandita montados en su seiscientos rescatado del desguace y se juntan a comer cordero en un pueblo de la sierra una vez al mes. Van en caravana y con dos guardias civiles abriendo paso. Luego los aparcan en batería y se admiran los unos a los otros los cromados y pilotos, el volante y el escudito del fabricante abrillantado con Netol.

Tampoco de joven me gustaba ir a bailar con los amigos, me parecía un rollo, sobre todo tener que decir tonterías a unas pazguatas que en general me interesaban un soberano pimiento. Y por no gustarme tampoco me gusta ir de bares, con todo el ruido y el fumeque. La gente fuma como si fuera a caerles un meteorito antes de llegar al portal de su casa.

Ahora con la cosa de la edad comienzo a oír los cantos de sirena de las urbanizaciones para mayores. Se están poniendo de moda. Si se tienen unas perras ahorradas nada mejor que mudarse a una casita en un terreno acotado, con vigilantes y cámaras de seguridad, campos de golf y todo lo que se pueda apetecer en la tercera edad, o sea, de carcamal: servicios médicos, tiendas, restaurantes con motivos específicos: Viejo Oeste, Hawaii, Pompeya…piscinas climatizadas, gimnasios para hacer Pilates, Yoga y clínicas para estirar pellejos.

Naturalmente fiesta va y fiesta viene y consumo masivo de Viagra porque los setenta de ahora son los cincuenta de antes y hay que aprovecharlos a tope.

Horror. No quiero ni pensarlo. Antes de hacer algo así preferiría irme debajo de un puente a asar un pollo con Carpanta.

35 – EL ESPACIO DONDE SE HABITA.



A veces se cae uno literalmente de la cama. Estamos ya en la primera mitad de Junio y se nota. Quiero decir que son las cinco y media de la mañana y la luz se enseñorea del salón donde hace sólo un par de semanas todo eran sombras. Es una variante a la que me tengo que acostumbrar. Porque todos son rutinas y ellas son las que hacen que me sienta tranquilo y en paz.

Cuando algo cambia, aunque sea levemente, siento un pequeño desasosiego: la falta de luz me hace acariciar los muebles en la sombra a fin de orientarme hasta la lámpara que enciendo y que me aporta la primera sensación cálida del día. Ahora entro en un espacio que ya está iluminado aunque sea con un resplandor tenue que resbala por encima de los pinos descubriendo los objetos que me son tan familiares y aunque es más fácil reconocer todo de un solo vistazo echo de menos la caricia de las sombras, tengo la sensación de llegar un poco tarde, cuando ya el día se ha presentado antes que yo.

Me siento y enciendo el ordenador. Pienso en los espacios. En este o en un momento parecido alguien estará teniendo este mismo sentimiento. El monje en la trapa que ya habrá iniciado por segunda o tercera vez sus rituales de oración en la esquina de la habitación donde lleva años arrodillándose, oyendo el crujir de la madera de su reclinatorio o de su banco, viendo su mesa de estudio y trabajo con los objetos que le acompañan. Obedeciendo fielmente cada toque de campana que le indica el cambio de tarea, el tiempo de la nueva ocupación.

No es este el siglo de la concentración y la delectación en la simple tarea de sentir pasar el tiempo. Las horas están escritas en una agenda, en un ordenador, en un teléfono móvil que nos lleva de un lado a otro en la marea intemporal de los días. Que no pueden apreciarse, que sólo representan una tarea tras otra, un encuentro tras otro, el ir y venir en una aceleración constante que borra el sentido del tiempo real. Sin fronteras en la separación del día y la noche que se salta a novecientos kilómetros por hora por encima de las nubes con otros miles de seres reclinados en distintas direcciones.

O comprando en un supermercado a las cuatro de la mañana, o pegados a cualquier aparato electrónico que trae el mundo exterior, cualquier mundo, al sofá del salón. Esas pantallas que son el moderno consuelo de la antigua hoguera en la que el hombre se reunía, contaba sus aventuras y experiencias, se reconocía, dejaba pasar el tiempo.

Espacio y tiempo. Algo que ahora está abierto, cuyo sentido se entiende de forma diferente y hace que el hombre acelere su existencia, vaya más deprisa en espacios mucho más amplios, lo que le da la sensación de vivir más, de prolongar el tiempo de su vida.

Preparo el café. Vivo en mi espacio. Entre las tazas y los platos de la cocina. En la celda de mi existencia que es un pequeño universo para mí. También salgo. También recorro largas distancias. También vuelo entre el día y la noche.

Pero me hace feliz volver a mi entorno conocido, mis rutinas, recuerdos, la taza de la abuela que uso yo ahora para el café cada mañana. Sí. Tópicos. Pequeñas cosas.

34 – GURÚS.



Me preparo un café y me siento delante del ordenador. Es curioso. A fuerza de ver las mismas imágenes, los mismos espacios, la decoración, la estética, las actitudes y las consignas, llegamos a sentir todas estas cosas con tanta familiaridad que termina formando parte de nosotros mismos, como ese traje que nos ponemos sin apenas notar que es un elemento ajeno a nuestra piel.

Sin embargo hay veces que por alguna circunstancia que no sé explicar la misma imagen que he visto cien veces se me presenta como algo nuevo, original, golpeándome con la claridad de su significado que antes no me había cuestionado por serme tan habitual.

Estoy echando un vistazo a las noticias y veo una foto de dos sacerdotes de la iglesia católica, uno joven, el otro mayor vestidos de unos ropajes blancos hasta el suelo, uno de ellos llevando un báculo o cayado rematado por unas figuras en plata ricamente labradas y ambos cubiertos por unos grandes gorros rígidos terminados en punta con todo tipo de adornos dorados en su superficie.

Esta es una de esas veces que la imagen se me presenta limpia, sin la carga ni los aditamentos sociales y culturales del pasado. Y lo que veo me resulta irreal, dos tipos disfrazados, cubiertos de unos ropajes anacrónicos, dos jefes de una tribu rebozados de símbolos, acorazados de trapos y cartones para aumentar su estatura, su imagen, la representación de un poder que tiene que prevalecer sobre el pobre incauto que les mira, una decoración de fantasía que inspire respeto y temor en los que no tienen acceso a esos privilegios que unos cuantos se han otorgado a si mismos.

No son estos los mejores tiempos para estos directivos de la trola, altos cargos de esa empresa piramidal cuyo reino, dicen, no es de este mundo.

Pero ellos siguen, se reúnen y se dedican a sus ceremonias, desfilan con sus ricos ropajes y dejan que la plebe desde abajo asista a sus representaciones incomprensibles, al teatro que siempre vivió del miedo, de la manipulación y la persuasión del terror que ahora tratan de moderar porque la gente es, de momento, un poquito más libre y ya no traga con muchas cosas.

No me meto yo con las creencias, cada cual trata de buscar consuelo de este áspero mundo al que nadie sabe a qué ha venido, porqué ha venido y a donde rayos se dirige a pesar de que muchos estén empeñados en vendernos como sea cualquiera de los seguros de vida eterna, pasaportes para el más allá, bulas y certificados a canjear en otra existencia.

A mi me resultarían más simpáticos si se despojaran de todos esos ropones, colorines de jefes de la nomenclatura y de esos lujosos edificios con columnatas gótico-flamígeras o barrocas. Cosa que no va a suceder. Porque por otro lado tienen que mostrar su poderío al otro competidor, la gran empresa del conglomerado islámico que está que lo tira, con unas mezquitas donde la palabra ostentación se queda corta, sus seguidores aumentan exponencialmente, y los seguros de vida eterna son más jugosos con beneficios extras de lindas y potentes huríes para toda la eternidad. Así cualquiera. No me extraña nada que tengan tantos fieles.

33 – ALLIENS.



Decido ir a Kirby Cove, en la parte oeste del Golden Gate. Llevo una pequeña mochila con una botella de agua, un sándwich, y unas aceitunas. Comienzo a bajar la cuesta desde Battery Spencer a lo largo de una milla entre cipreses, eucaliptos y pinos. Hace un día estupendo y como es jueves por la tarde y todavía no están los chavales de vacaciones no hay un alma por ningún sitio.

Los fines de semana comenzarán a venir campistas que suelen quedarse desde la noche del viernes entre los árboles al lado de la playa que no es muy grande pero lo suficiente para tumbarse a tomar el sol, ver la otra cara del puente desde fuera de la bahía, la parte norte de San Francisco, contemplar los barcos que enfilan la entrada y, quien sabe, puede que hasta poder echar un ojo a alguna ballena despistada.

Por la noche, en cuanto se meta el sol encenderán hogueras y se sentarán alrededor a contar historias, con una manta ligera sobre los hombros, comiendo palomitas y cantando algunas canciones hasta que se queden dormidos. Otros se sentarán en la playa a ver las estrellas y, como no, el puente y la ciudad cuajada de luces al fondo.

Llego a la abandonada Battery Kirby, bordeo su vieja estructura de hormigón y subo hasta una de las mesas de picnic que están medio ocultas entre los pinos y cipreses con la parte superior peinada a lo punk por los fuertes vientos que azotan la costa. Me siento en la mesa desde la que tengo una vista magnífica, un proscenio de absoluto lujo.

Como la belleza y el aire siempre me abren el apetito, saco el sándwich, la botella de agua y el tarro de cristal con las aceitunas que abro enseguida. Mientras como las aceitunas, que están rellenas de ajo, veo elevarse girando desde Pacífica un siete sesenta y siete que rápidamente pasa, todavía a baja altura, haciendo levantar el vuelo a varios cernícalos que andan merodeando por las copas de los árboles.

Miro de nuevo hacia el mar y noto una ligera estela de humo blanquigris que zigzaguea pero se va haciendo más visible a medida que se aproxima a Kirby Cove. Sigo comiendo mis aceitunas mientras puedo ver ya con suma claridad que se acerca perdiendo altura un objeto redondo, una especie de cacerola de aspecto primitivo del tamaño de un autobús o incluso algo más pequeño.

Entra por la playa como a unos veinte metros de altura por encima de los árboles y comienza a dar vueltas en pequeños círculos como buscando un sitio donde aterrizar, indeciso, produciendo un zumbido parecido al de un abejorro o mejor de unos doscientos abejorros.

Después de unas cuantas vueltas se queda suspendido en el centro de la pequeña playa y puedo ver claramente que es lo más parecido a un puchero con remaches, la parte superior lleva unos ojos de buey o portillas al parecer también con remaches, como las ventanas redondas de los trajes de buzo, encima del todo lleva una especie de gancho redondo que pudiera ser una antena.

Miro alrededor, no veo a nadie, en el camino tampoco vi a nadie, puede entonces que sea yo el único que está viendo la aparición de este chisme. De repente cesa el zumbido, comienza a descender como a trompicones y se desploma desde unos quince o veinte metros contra la arena de la playa. Rebota. Se eleva unos tres o cuatro metros y vuelve a caer a plomo para no moverse más.

Pasa el tiempo. No ocurre nada. Decido comerme el sándwich, tomo un trago de agua, termino las aceitunas. He preparado el bocadillo con pastrami, unas lonchas de salchichón, tomate, lechuga, pepinillos, un poco de mostaza y chipotle mayo. Le doy un buen mordisco.

Me extraña que nadie haya visto ese objeto, de ser así alguien habría avisado al nueve uno uno, además el helicóptero del guardacostas está siempre dando vueltas cerca del Golden Gate…

Dejo de comer el bocadillo, veo que se abre una especie de trampilla en un lateral y asoma una cabeza con un gorro como de cuero, luego sale del todo, anda unos pasos y se sienta en la arena, aparece una segunda persona, o lo que sea, también con el gorro, se levanta y se va cojeando hasta el agua, se agacha y bebe en el cuenco de una mano.

El que está sentado en la arena se levanta y vuelve al vehículo, mete la mano y saca una especie de caja de galletas y toca unos botones que lleva en la superficie. Mira con intensidad y se vuelve bruscamente dirigiendo la mirada exactamente a la mesa donde estoy sentando. El otro deja de beber agua y mira también. Yo me quedo con el bocadillo a medio camino de la boca sin saber que hacer.

Se miran, dan la vuelta y se meten dentro de la cacerola cerrando la trampilla. Oigo de nuevo el zumbido de los abejorros pero de forma intermitente y más suave. Después de unos minutos cesa y vuelve el silencio.

Llevo allí más de dos horas y empieza a atardecer, hace algo de relente. Los de la cacerola o lo que sea no dan señales de vida. Me da la sensación de que no se van a mover hasta que me haya largado.

Así que recojo mis cosas, agarro la mochila y me vuelvo hacia la cuesta saliendo del parque. Antes de perder de vista la playa desde la altura echo un último vistazo.

Desde la distancia veo dos figuras saliendo a buen paso del objeto y dirigiéndose a la instalación abandonada de Battery Kirby. Pobres. Seguro que querrán encontrar cobijo entre las desnudas paredes de cemento.