Me asomo a la ventana. Se ha hecho de noche. A través de los pinos que nos separan de las casas contiguas se filtra la luz de algunas habitaciones encendidas, la de las dos farolas que hacen medianamente visible el pasillo escalonado, la servidumbre de paso que conecta las dos calles paralelas por la que de vez en cuando se desliza la sombra callada de algún peatón nocturno. El rincón donde se oye quedamente el ruido que produce la tapa del cubo de basura al ser usado por algún vecino.
Me viene a la cabeza un documental que vi por la tarde: “2012: Science or Superstition” en el que sobre la machacona insistencia de imágenes de autopistas llenas de coches, riadas arrasando poblaciones, tornados, maremotos, plagas en las cosechas, deshielo de glaciares y cambios climáticos en general, varios escritores y profesores de universidad explican que de acuerdo con el calendario Maya se avecina una conjunción astral para exactamente Diciembre de 2012. Que naturalmente supondrá un cambio radical en la forma de vivir de la humanidad. No dicen si para bien o para mal, pero el tono es amenazador e incide y reitera en que el hombre debe de cambiar su forma de vivir, olvidar las diferencias religiosas que propician las guerras, el ritmo absurdo de vida depredador de los recursos del planeta, el consumo por el consumo.
Estoy de acuerdo en que debemos de cambiar nuestra forma de vivir que no conduce a ninguna parte pero no veo que tiene que ver el calendario Maya con esto, ni las manchas solares y menos esa amenaza cataclísmica para Diciembre de 2012. Vivimos en la superficie de un pequeño planeta sin ninguna protección y siempre he pensado que los cataclísmos naturales forman parte de la esencia de nuestro paso por la tierra, que el nacer no trae incluido ningún sobre a nuestro nombre con un seguro que nos proteja de las miles de amenazas que el hecho de respirar conlleva.
Me vuelvo y miro a mi mujer que se ha quedado dormida con un libro entre las manos. Y pienso que eso es lo único que realmente me interesa, los años, los meses y los días que nos quedan de disfrutar nuestra mutua compañía. De prolongar el encuentro que se convirtió en amor y el amor en compañía. Del tiempo en el que aún podamos comunicarnos antes de ser arrastrados por el oleaje del olvido, como esas pequeñas hormigas que se desbaratan y ahogan en el mar del vaso de agua que un niño echa sobre el hormiguero.
Si. Se ha hecho de noche y soy consciente del momento mágico, del silencio y la calma que aún reina en nosotros y nuestro alrededor. Es la gratificación del tiempo suspendido. De la sensación del instante eterno y volátil que nos tiene a los dos reunidos en esta habitación. Con la pequeña luz de la mesita de noche iluminando los seres queridos que nos acompañan desde la única imagen plana que nos queda de ellos. De la música de jazz que suena amable empapando nuestras almas, cobijándonos entre sus notas.
Mañana vendrán los cataclismos. Hoy me niego a aceptarlos. Este es nuestro momento eterno que pronto se disolverá. Pero aún está aquí. En la noche. En las luces mortecinas de la calle. En el cable car que sube alegre entre ruidos antiguos la cuesta de la calle Washington. En los párpados cerrados de mi compañera que descansa junto a su libro.
A tí también te da miedo, ¿verdad?
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