viernes, 1 de julio de 2011

74 – BALLENAS.



En la todavía incierta luz de un amanecer borrascoso, entre la niebla y las oscuras aguas del Pacífico que rompen en los cercanos acantilados con un sonido sordo y efervescente van tomando forma, captando mi atención las leves manchas negras de los mamíferos que migran hacia el sur, hacia la baja California, el Mar de Cortés. Unos puntos oscuros salpicados, difusos, que se destacan entre las aguas para desaparecer durante un momento, y enseguida el bosquejo de sus cuerpos brillantes, que el ojo no es aún capaz de identificar pero el cerebro intuye, volver a aparecer levemente sobre la superficie.

Luego una larga pausa y comienza a llover. Miro la hora desde la entrada de la cabaña. Cinco y media de la mañana. La brisa fría viene fuerte del interior del océano. Me pongo una cazadora sosteniendo la taza de café caliente entre las manos. Los acantilados desaparecen entre la niebla y me sumerjo en una sensación aérea sin límites ni referencias.

A lo lejos, en lo que creo es el horizonte la niebla se torna blanquecina y se abre en secuencias de luz que disipan quemadas por un sol aún pálido las cortinas translúcidas del amanecer. El sol reflejado sobre la superficie convierte el mar en una lámina plateada en donde, ahora sí, se distinguen con claridad las ballenas grises que en formación, en pequeños grupos desgarran la superficie apareciendo y desapareciendo en su masiva cadencia, dejando tras de sí la exhalación del aire contenido en sus pulmones, el vapor condensado de los espiráculos que permanece durante unos instantes flotando por encima de sus cuerpos poderosos.

Son los primeros grupos de hembras que sin darse tiempo de reposo ni navegar mas lentamente para nutrirse en algún banco de camarones, o en zonas ricas en plancton viajarán día y noche durante tres meses desde los mares árticos hacia el sur, hacia las templadas aguas semitropicales de la Baja California donde tendrán sus crías, cuidarán de ellas y se prepararán para el viaje de vuelta de nuevo hacia el norte, a las frías aguas árticas.

El mar se encrespa entre la niebla y el sol del amanecer la quema reduciéndola y apelmazándola en la superficie volviendo invisible al grupo de cetáceos que pierdo entre la bruma. En la cercanía vuelvo a recobrar los acantilados, la playa que se extiende sin límites, blanca y hermosa, explorada por el mar que la invade para luego retroceder como si supiera que ese es su límite, su acuerdo con la tierra firme.

Tomo mi café, lentamente. El mar se calma y disminuye la breve llovizna, la niebla y el viento. A lo lejos vuelvo a distinguir los puntos oscuros en formación, distantes, ya desconectados de mi campo visual.

Otros cetáceos en siglos pasados entonaron sus canciones acompañando desde el agua al sonido del violín que desgranaba sus notas entre las jarcias y el velamen. Bergantines, fragatas, galeones, urcas, paquebotes, schooners que surcaron estos mares descubriendo su grandeza, la inmensidad de sus aguas, el peligro y el gozo de un mar embravecido, de una naturaleza indómita, en busca de pasos y conexiones con otros mares, de otras rutas para la navegación, la colonización, el comercio y la guerra. Que inevitablemente perdería su halo primigenio. Cuestión de tiempo. Y llegarían a descubrir los farallones, los acantilados, las bahías, los esteros que habían permanecido dormidos durante cientos de años preservando bosques, montañas, llanuras interminables de ondulantes pastos, desiertos, ríos caudalosos. Una tierra que para los ojos de aquellos pioneros parecía no tener fin.

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