Me levanto y pongo café. Ya estamos a mitad de Junio y sigue haciendo frío. Mientras trato de despejarme con la primera taza me viene a la cabeza una de tantas películas en el blanco y negro de la pantalla llena de lamparones de cualquiera de aquellos innumerables cines de barrio en los que nos cobijábamos del frío del invierno y del otro, interior, que nos acompañaba desde la mañana del colegio hasta los deberes de la tarde bajo la lámpara amarilla de la mesa y el brasero de casa.
Recuerdo aquella escena en una iglesia. Al lado de la imagen de san Antonio de Padua, patrón de los pobres, había una caja de madera, un cepillo para recoger limosnas con un gastado rótulo: “Pan de los pobres”. En ella algunos fieles depositaban monedas que se destinaban a los más necesitados.
El cura se dio cuenta al recoger el dinero de los cepillos que en aquél de san Antonio nunca había nada. Sospechando que alguien podía estar llevándose las monedas se mantuvo vigilante durante unos días hasta que, en efecto, vio que un hombre con aspecto muy pobre se acercaba a san Antonio, rezaba unas oraciones y después abría la caja y se llevaba las pocas monedas depositadas.
Lejos de delatarle, el cura pensó que debía tener una gran necesidad y decidió poner en la caja un pan. Como era su costumbre el indigente apareció en las horas en las que la iglesia estaba vacía abrió la caja y se sorprendió de ver el pan. Pero lo recogió, se santiguó frente a san Antonio y se fue. El cura repetía esto cada día y asimismo cada día aquel necesitado acudía a rezar al santo y recoger el pan.
La historia de la película discurría por una serie de avatares que no vienen al caso pero al final el cura recibía una donación que aliviaba en parte las penurias de la iglesia. El cura sin tardanza quitó del cepillo el cartelito de “Pan de los pobres” sustituyéndolo por otro. Al día siguiente el pobre entró en la iglesia y como de costumbre se dirigió a la caja de madera y al acercarse pudo leer el siguiente rótulo: “Pan de los pobres ( con membrillo )”.
Estas eran el tipo de historias que en aquellos tiempos pretendían resultar edificantes, nos ponían un nudo en la garganta y estimulaban la caridad en nuestros corazones.
Aquél fue el mundo de mi infancia y adolescencia, ya alejado de una guerra civil que no solucionó nada pero que estuvo presente durante muchos años en la vida cotidiana entre vencedores y vencidos.
Una vida que seguía dividida entre los que lo tenían todo y los que sobrevivían como podían, a duras penas, día a día, encontrando consuelo en la caridad, la distracción del cine y los sermones de la iglesia, porque: “Bienaventurados los pobres porque ellos heredarán la tierra”, “Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los Cielos”.
Han pasado muchos años desde entonces y aquellos tiempos opacos cobraron poco a poco el color de la abundancia y la alegría de vivir. Hasta tal punto que el consumo se ha convertido en algo disparatado, en un delirio que ya comienza a parecer insostenible. Y de nuevo, fruto de la mala gestión y la avaricia, han vuelto las colas de los pobres y desheredados a recoger el pan de la caridad. Con membrillo, si la suerte les acompaña.
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