Estaba el viento a mi favor. Debido a mi juventud que no a mi confusión. En la vieja radio de mis padres, en el hogar nunca hasta entonces abandonado sonaba la cálida esperanza en boca de los Stones: Satisfaction. Recuerdo hacer la maleta con premura, cuatro cosas por llevar algo conmigo. Mi hermana me miraba con sus profundos ojos azules y me sonreía deseándome lo mejor en mi primera salida del viejo barrio, de la ciudad árida, del país imposible.
Toda la noche en vela recostado en el asiento del tren mirando la oscuridad del campo, las pálidas bombillas en los fugaces apeaderos, los pasos a nivel con su mortecina caseta y el guardabarrera triste y solitario, las estaciones de interminables paradas, en el silencio roto por los martillos golpeando las ruedas de los vagones.
El día siguiente cruzando los campos franceses, el primer país cercano y desconocido. La vegetación y las alegres granjas entre viejos árboles, ríos y canales de riego, el amor y la alegría de sus gentes reflejado en la limpieza y los colores de las poblaciones cuidadas con esmero. De sus niños bien vestidos, saludando el paso del tren con el brillo de la ilusión en sus ojos.
Algo cansado por las horas de tren llegué a Calais a tiempo de enlazar con el ferry a Southamton. Comenzó a llover, a levantarse un fuerte viento. El pequeño barco saltaba sobre la marejada y pasé un mal rato hasta llegar a la otra orilla.
Y de nuevo el tren hacia Londres. Contemplando de pie, en el pasillo del vagón la Inglaterra verde, desconocida, suave y húmeda, de cielos grises, de pequeñas huertas en cada casa, de aire algo melancólico, ordenado y triste. En mi departamento viajaban un grupo de jovencitas inglesas que no paraban de hablar y cotorrear entre ellas, de dar saltos en los asientos y pequeños gritos unidos a un inglés sibilante todavía desconocido para mí. En la estación Victoria otros olores poco familiares predominando el del té reconfortante del que enseguida me hice asiduo. Semblantes exóticos con turbantes en la cabeza, hombres de negocios con el rígido Bombin y el paraguas o bastón moviéndose cadenciosamente en una mano, adeptas de Mary Quant luciendo sus inverosímiles piernas.
Mi primer viaje al extranjero. Mil novecientos sesenta y ocho. Largas horas sobre el césped de Hyde Park, descansando bajo los leves rayos de un sol pálido de las interminables horas caminando por las calles londinenses, las gozosas y agotadoras horas con Vermeer, Tiziano, Bellini, Van Dyck, Ingres, Rubens, Rembrandt, Holbein, Constable, Velázquez, Blake, Turner…las marchas por Oxford Street en manifestación por la guerra del Vietnam, los discursos interminables del Speakers´Corner en Hyde Park, los hombres tatuados reminiscentes de Bradbury: “El Hombre Ilustrado”. Mas tarde Carnaby Street, Trafalgar, Picadilly…
Andando por la calle un día cualquiera noté un gran revuelo junto a un cine céntrico, llegaron varios coches haciendo sonar sus bocinas, de uno de ellos bajaron los Beatles que saludaron a una muchedumbre juvenil que gritaba y saltaba sobre la acera, luego entraron en el cine para inaugurar la película que se anunciaba en un gran cartel cruzado de arco iris: “Yellow Submarine”.
Dormí en el suelo de la habitación de unos amigos que eran camareros en Londres. Al mediodía, cuando se iba el jefe, me daban de comer gratis en el “Wimpy” donde trabajaban. No quería volverme a casa.
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