Termino mi marcha andando hasta el Embarcadero. Durante mas de la mitad del recorrido bajo esta persistente niebla que este año no nos está dejando ver la luz del verano ni un solo día. Sin embargo en el tramo final, tratando de esquivar un número creciente de turistas que se dirigen al Pier 39, siento el calor, la caricia templada de un sol mortecino que ha logrado hacer un desgarro en la tozuda bruma de la bahía.
Espero el autobús número uno en el distrito financiero. Ha pasado la hora de llegar al trabajo, de las aglomeraciones en los autobuses, de los grupos somnolientos haciendo cola para llevarse un café caliente con el que disipar el rechazo a iniciar una nueva larga jornada de trabajo.
La calle está ahora ocupada por camiones de reparto, por empleados de restaurantes y cafeterías cargados con bolsas de sándwiches y ensaladas para quienes deciden comer en sus oficinas. Algún turista desorientado pierde el tiempo revolviendo mapas sin decidirse a preguntar. Un grupo de ejecutivos mitad oriental, mitad occidental, camina por la acera sumido en ese hilarante diálogo para besugos que cubre el impasse entre el final y el inicio de otro tramo de conversaciones de negocios.
En la parada del autobús una señora oriental con dos bolsas de rayas llenas de paraguas. Un hombre alto, sonrosado, de unos setenta años de edad, con calcetines blancos hasta las rodillas, y una bandana en la cabeza dando saltitos mientras sus partes pudendas cubiertas por unos calzones cortos de correr pasados de moda suben y bajan manteniendo el ritmo. A su lado un chino de aproximadamente la misma edad que el atleta permanece estoico enfundado en un abrigo raído y deslucido fumando sin parar.
Hoy es un día especial para mi. En lugar de pagar dos dólares en el autobús comenzaré a pagar setenta y cinco centavos. Pero no es el ahorro en el billete lo que hace diferente este día sino que de repente me he convertido en un ciudadano de la tercera edad. O como antes se decía, en un viejo.
Llega el autobús. Subo detrás del olímpico algo nervioso porque espero que el conductor me llame la atención, me pida que demuestre tener sesenta y cinco años. Deposito mis setenta y cinco centavos y ni me mira. Me siento algo ofendido. Pero enseguida se me pasa.
A la altura de Chinatown una oleada de chinos toma el autobús, algunos de ellos indigentes arrastrando voluminosas bolsas de basura repletas de latas vacías, objetos encontrados en la calle, atadijos de papeles y trapos. Casi no pueden avanzar por el pasillo y el conductor pacientemente indica que se muevan todos hacia el fondo. Entre el maremágnum de conversaciones en cantones y pequines observo a un chino más viejo que las colinas enfundado en un traje inmensamente grande. Apenas le asoman las puntas de los dedos por las mangas y la chaqueta cuelga sobre sus hombros como el telón de un escenario. Viene hacia mí y se sienta a mi lado en los espacios reservados para mayores.
Arranca de nuevo el autobús con fuertes tirones subiendo las empinadas rampas de la calle Sacramento. El viejo permanece recogido en su asiento, las mangas de la chaqueta sobre sus rodillas. Y de repente comienza a cantar, con una voz suave, melancólica que inunda el interior del vehículo y poco a poco hace que todos callen y escuchen atentos. La dulzura de su voz, la magia producida por sus cuerdas vocales, como un perfume exótico, evanescente, nos envuelve por completo transportándonos a otra dimensión, otro estado de ánimo y en el silencio, escuchando, puedo ver como le miran y en algunos ojos asoma una lágrima.
Luego, ese instante intemporal termina cuando su enorme traje parece levantarle del asiento, camina unos pasos hacia la puerta y desciende a la acera por la que le veo alejarse muy despacio. El autobús emprende de nuevo la marcha y la arrancada brusca despierta una algarabía de voces devolviendo a todos a la rutina del presente.
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