No veo la televisión antes de dormir excepto un poco las noticias que suelen ser repetitivas, absurdas, y nueve de cada diez veces negativas. Y si salto los deportes que no puedo aguantar y subo y bajo un poco por los demás canales la basura es de tal magnitud que me veo forzado a apagar el televisor.
Mientras intentaba dormir no podía quitarme de la cabeza programas y anuncios, los gritos y los malos modos, el caos de los gobiernos y las economías, pensar en esta dystopia generalizada que ha convertido a las sociedades más avanzadas en un universo punk en el que el potencial de la belleza relativa de los seres humanos y las cosas se decanta hacia la fealdad absoluta, como si lo monstruoso, lo horrible, lo feo, lo sucio y desechable nos atrajera forzándonos a cubrirnos de tatuajes, anillos, pelos rapados, teñidos o sucios, fruto de una incipiente desesperación colectiva, cultura del estigma del miedo que aflora a la piel para proyectarla a los otros como un escudo protector al profundo pánico que la sociedad lleva latente en su interior.
Sociedad sobre todo occidental que floreció y creció sobre las tumbas de millones de muertos, décadas de bienestar y expansión que abrió las puertas al consumo sin límites olvidando en el camino la disciplina del esfuerzo, la búsqueda del equilibrio y la belleza, la moral y la ética mínimas para sobrevivir en el hormiguero del mundo.
Que no mueve un párpado ante asesinatos, corrupciones, masacres, deglutiéndolas a través del televisor, asimilándolas e incluso justificándolas en una comunidad de naciones donde la gente está aburrida de vivir y encuentra atrayente el sello que la muerte imprime en la vida cotidiana.
Paradójicamente, la vida de los humanos que se ha alargado con los avances de la tecnología, la medicina, la nutrición y tantos otros factores derivados de la higiene y la cultura es sin embargo cada vez más corta. Ya no se es nadie si la belleza o los logros profesionales no se han conseguido antes de los treinta. Y como “The Incredible shrinking Woman” cuanto más joven y delgado más son las oportunidades de pertenecer aunque brevemente al universo de los elegidos.
A partir de esa edad ya sólo queda sobrevivir, intentar aferrarse con uñas y dientes a ese espejo de Dorian Gray al que hombres y mujeres se asoman cada mañana con horror. Una arruga, un atisbo de pelo blanco, la frente que se despeja antes de lo debido serán motivo más que suficiente de alarma.
Y ahí comenzará la lucha sin cuartel usando, si se dispone del suficiente dinero, de todos los avances, que son muchos, para mantenerse en ese vórtice de juventud mientras el cuerpo aguante. Y si finalmente ese ya no es el caso y se entra en la desesperación puede uno dejarse expulsar al vacío, atravesar el espejo y reunirse con la fealdad que, por otro lado, ha llegado para quedarse mucho tiempo.
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