Voy ya por el tercer café. Estoy esperando a que se queme un poco la niebla para salir a andar. Mientras, me pongo unos pantalones cortos de deporte y un par de capas sobre la camiseta porque la temperatura no se mueve de los cuarenta y nueve grados Fahrenheit, nueve Celsius. Bajo a Crissy Field que fuera en su momento campo de aviación del ejército en la base militar del Presidio.
Aparco y comienzo a andar hacia el parque por el borde del muelle, la marea está baja y deja al descubierto la rompiente de cascotes, muchos de ellos restos de monumentos funerarios que en su día ocuparon zonas de la ciudad trasformadas a través de décadas de cambios continuos.
La niebla se adelgaza dejando ver un limpio cielo azul que irá templando la frialdad de estas primeras horas de la mañana. Pero con frío o sin él hay ya muchos corredores a lo largo de la franja de asfalto que se convierte en arena en Crissy Field y se prolonga hasta Fort Point en la misma base del Golden Gate.
Me llama la atención que predominen las mujeres, solas o en pequeños grupos, apenas con una liviana camiseta y unos pantalones cortos todas parecen ajenas al frío y al viento. Son tan jóvenes y gráciles que el ritmo de sus piernas parece independiente a ellas mismas, tan elásticas que dan la sensación de rebotar cada vez que sus zapatillas acarician la superficie del asfalto.
Sin embargo yo sigo con frío aunque he acelerado el ritmo. A mucha de esta gente joven que entrena temprano les espera después un largo día de trabajo. Pero a esas edades todo es como una suave brisa. O pienso yo que lo es. Van pasándome y muchas hablan entre ellas sin que eso suponga ningún menoscabo en su ritmo, en su zancada larga, en la respiración acompasada, fresca y cadenciosa.
Verlas alejarse corriendo me produce una alegría especial. Me hace apreciar las ventajas de ser libre en una sociedad democrática, un bien inapreciable del que nos beneficiamos. Que tenemos que guardar y proteger de sus innumerables enemigos.
Parecidas jóvenes en otros países son reducidas a la esclavitud de los velos que anulan sus personalidades, a esos sudarios, sarcófagos de tela que les impone una ley absurda creada a la medida intolerante de una tiranía religiosa y social. Que se justifica en el miedo y hace muchas veces de las víctimas sus principales seguidoras entusiastas.
Me recuerda los años jóvenes pasados en mi país de origen, cuando en compañía de mi hermano intentábamos correr por la calle después de las horas de trabajo. Aunque hoy parezca mentira, en aquellos años una actividad tan inocente como ponerse un pantalón corto y trotar por las calles de la ciudad estaba mal vista y más de una vez nos paró la policía armada para prohibirnos que siguiéramos entrenando.
Sin embargo se fomentaba el deporte de masas, las grandes manifestaciones de jóvenes en campos de fútbol, las marchas por la montaña si todo aquello estaba militarizado o encauzado con fines políticos.
Nuestro primer contacto con el deporte libre fue en las calles de Londres, eran los años sesenta del siglo veinte. En los parques, por la calle, numerosos grupos de chicos y chicas, incluso de gentes mayores, corrían exultantes y nosotros sentíamos una enorme emoción que nos producía un nudo en la garganta, que hacía aflorar las lágrimas. Y esto que cuento, que ahora parece excesivo, era la realidad en dos países tan diferentes como Inglaterra y España.
A medida que me acerco a la entrada del parque noto que en la modestia de mi andar brota también una alegría que impulsa mis pies haciéndoles caminar con un aire más vivo y esa fina capa de relente adherida a la piel va desvaneciéndose mientras el sol, iluminando ya la verde pradera, salpicando de destellos la espuma que burbujea en la playa, acaricia mi cara y me envuelve en su confortable tibieza.
Es el momento en el que aparece otro grupo social, estos algo más mayores en general, que llevan a pasear a sus perros; otros, profesionales, llegan en furgonetas de las que emerge una auténtica jauría de la más variada gama de chuchos de compañía, desde el diminuto chihuahua al mastín o el labrador, desde el cánido de piel más lisa al que literalmente es una gran bola de pelo con patas.
Entrada la mañana, personas de más edad caminan o corren a un ritmo reposado, aparecen turistas que paran cada momento para usar sus cámaras, otros montan en bicicleta y cada vez son más frecuentes las hileras de esos modernos vehículos de dos ruedas llamados “Segway” que tímidamente van encontrando sus entusiastas.
Estoy ya hacia la mitad de mi paseo y ando al mejor ritmo que me puedo permitir, me voy acercando a Fort Point en la base del Golden Gate y luego haré la vuelta, en total unas seis millas con las que me conformo y me contento. Como otras muchas personas que van envejeciendo he visto mejores tiempos en los que me entusiasmó correr, participé en algún maratón, monté en bicicleta de carreras subiendo dos puertos y cubriendo cien kilómetros durante una mañana o una tarde y seguí haciendo marchas en la montaña y andando siempre que pude.
Nunca fui una persona competitiva y lo hice y lo hago por higiene y placer personal. Al igual que mi hermano que, sin embargo, está mejor dotado para los deportes y teniendo seis años más que yo, está ahora en los setenta y uno, sigue corriendo, montando en bicicleta y escalando en la montaña en los niveles de una persona de cuarenta o cuarenta y cinco años. Es una excepción pero una excepción trabajada, mantenida en el esfuerzo y el entrenamiento continuo en todas las etapas de su vida.
Acabo de leer estos días atrás un libro del excelente Haruki Murakami: “What I talk about when I talk about running” en el que escribe sobre sus dos grandes pasiones: escribir y correr. Y en el que como colofón al libro dice que si alguna vez hay una lápida a su nombre le gustaría que dijese: “Haruki Murakami…writer (and Runner) At Least He Never Walked”.
Y luego añade: At this point, that´s what i´d like it to say. Con lo que viene a decirnos que llegada la edad y el momento: “if push comes to shove” seguro que se contentaría con poder andar aunque eso estuviese lejos de sus deseos de juventud.
He llegado a Fort Point, a la alambrada donde tanto los que corren como los que andamos tocamos las “Hoppers Hands” dos manos sobre un trozo de madera y su réplica un poco más abajo para los perros. Esta alambrada no existía antes del ataque terrorista al World Trade Center en New York. Entonces se podía acceder a un pequeño rincón en el que se disfrutaba de la vista completa de la entrada del océano bajo el Golden Gate y en el que siempre había algún pescador protegiéndose del viento en la pared del fuerte.
En ese mismo punto hay unas escaleritas de piedra que entran en el agua por las que bajaba la actriz Kim Novak en la película “Vértigo” con la intención de suicidarse y que oportunamente salvaba James Stewart de perecer en las frías aguas de la bahía.
En cuanto a las “Hoppers Hands” que todos los turistas miran con curiosidad representa al grupo de trabajadores del puente que se prestan voluntarios para salvar las vidas de las almas perdidas que intentan suicidarse saltando desde lo alto del puente. Ellos, al igual que bomberos y ambulancias siempre están listos para acudir a cualquier hora del día o de la noche al puente y tratar de salvar una vida.
Regreso a buen paso, este es el momento que más disfruto, cuando el cuerpo está ya acostumbrado al esfuerzo y no necesita ninguna ayuda de la voluntad. Lleva su ritmo y mientras me pierdo en mis propios pensamientos. O permanezco en blanco, simplemente mirando la bahía, disfrutando de los surfistas que cabalgan las olas que cruzan el Golden Gate, contemplando al fondo la ciudad, Angel Island, Alcatraz, Oakland, Vallejo, Berkeley desdibujadas al fondo. Y por el Golden Gate, como cada día, comienza a entrar un chorro de niebla casi lamiendo el agua, ocultando los pelícanos que en vuelo rasante cruzan hacia el muelle de Fort Baker.
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