De todos los sueños que el hombre ha tenido sobre el planeta tierra mirando a las estrellas, al cielo nocturno, al manto azul desconocido que le ha visto nacer y morir, preguntándose qué había más allá de las nubes, de esa revelación incomprensible que la noche ponía en sus ojos, luces y sombras, destellos lejanos, acumulaciones de estrellas en una densidad tal que solo parecen un borrón blanquecino, una mancha sobre ese inconmensurable mar espacial, hay uno, un sueño, que se materializó el veinte de Julio de mil novecientos sesenta y nueve cuando el hombre, por primera vez en su historia, pisó el polvoriento suelo de la luna haciendo así realidad algo hasta entonces radicalmente imposible a lo largo de los siglos.
Ese hecho, sin ninguna duda el más importante en la historia de la humanidad, al menos para mí, tuvimos la suerte de vivirlo los que por el destino, el azar o cualquiera que sea la causa de nuestra presencia fugaz en el planeta coincidimos con el momento tecnológico que lo hizo posible. El veinte de Julio de mil novecientos sesenta y nueve, a mis veintitrés años de edad, sentado con mis padres y hermanos frente a un pequeño televisor en blanco y negro asistimos junto a millones de personas alrededor del mundo a ese momento único, increíble e insólito.
Han pasado desde entonces cuarenta y dos años y mis veintitrés de entonces son ahora sesenta y cinco; durante este tiempo hubo más vuelos a la luna que se convirtieron en algo habitual; el programa espacial Mercury, la misión Apolo, Gemini, la misión Viking a Marte para determinar si hubo alguna vez vida en Marte, la misión Ulysses para estudiar el sol, el proyecto Skylab, primera estación espacial, el vehículo Galileo en viaje a Júpiter, la estación espacial internacional y el Space Shuttle que hace posible su aprovisionamiento, entre otros muchos que siguen en marcha o han cumplido sus objetivos. Pero posiblemente haya sido el proyecto del telescopio espacial Hubble el que más impacto ha causado en la mente y la imaginación por sus imágenes del cosmos: Planetas, estrellas, galaxias, constelaciones, supernovas, nebulosas, agujeros negros, colisiones cósmicas…
Pero todos estos avances y descubrimientos impensables en otro tiempo y cada vez más extraordinarios han ido perdiendo la atención del común de las gentes, aquellas que en un caluroso día neoyorquino subieron sus televisores y radios a las terrazas de las casas para asistir al momento mágico en el que el hombre aterrizaba en la luna mientras al mismo tiempo podían contemplarla en el cielo de Manhattan junto a los cohetes que la fiesta hacia subir en la oscuridad de la noche.
En estos días está en marcha la última misión del Space Shuttle. Termina así una época con la indiferencia de un mundo más preocupado por su supervivencia aquí en la tierra. El transbordador espacial resulta muy caro.
Para los que amamos la ciencia-ficción el sueño parece haber terminado. Al menos por ahora. Ya no existe la conciencia ni el dinero para pensar en la última frontera, en el espacio a explorar. Nos conformaremos con enviar algún robot hacia las profundidades del espacio y, eso sí, el hombre seguirá explotando la franja más cercana a la tierra mientras haya un hueco para colocar satélites, sondas e incluso armamento que marque una diferencia económica o política en los feudos apegados a la vieja tierra.
Y volveremos a soñar, a pensar en una futura civilización que despegue por fin rumbo a las estrellas. Aunque ya no estaremos aquí para verlo.
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