martes, 30 de agosto de 2011

83 – OBJETOS.



Estuvimos por la tarde en su casa. La casa de nuestros amigos, la que fue de sus padres más de medio siglo y que ahora han vendido. Sobre mesas y sillas, en cajas sobre los muebles del salón, fuera de los armarios, en las habitaciones, apilados en el mostrador de la cocina, en pasillos, en el garaje se amontonan desordenadamente todos los enseres que les acompañaron durante su infancia y juventud. Durante toda la vida a sus padres.

Las cosas, los objetos que definieron el paso del tiempo, que fueron incorporados a la casa en momentos concretos que tuvieron o no sentido, que fueron meramente utilitarios o se revistieron con la añoranza de un recuerdo preciso, un instante de amor o esperanza; una baratija o una joya de valor que representó un mayor acercamiento, el intento de renovación de una relación que se iba desgastando o quizás nada de eso, simplemente un detalle de compromiso; y tantas otras banalidades que se perdieron en el fondo de un cajón oscuro y polvoriento.

Recuerdos de ciudades, diplomas enmarcados de visitas y cursos, de los buenos ratos jugando a ser chef de un gran restaurante. La constancia en láminas apaisadas de los viajes a Europa, con las bolsas de TWA bajo el brazo junto a otras parejas desvanecidas en el polvo del recuerdo.

Sobre las largas paredes del pasillo, en el dormitorio, fotos enmarcadas desvaídas, blanquecinas, iluminadas por el baño de sol de tantas mañanas silenciosas mientras los niños, los padres vivían las horas, meses, años y décadas de una vida en común que iba disolviéndose poco a poco, con aparente lentitud, como la emulsión del revelado de las fotos.

Los discos de vinilo de grandes obras clásicas, adustos, protegidos en sus fundas austeras, olvidados desde hace mucho tiempo en el armario junto al tocadiscos de grandes dimensiones que alguna vez fue una novedad, el último grito entre los reproductores de música.

En unos días todos estos objetos que durante décadas tuvieron una cohesión entre ellos y formaron parte de la familia desaparecerán de las mesas, de las cajas, comprados por gente que llegará temprano la mañana de la venta para husmear, buscar entre el naufragio algo que les parezca original, que les impacte como un trozo del tiempo pasado. Por profesionales que lo escrutarán por su valor real o imaginario, amontonándolo con indiferencia para ser clasificado después y puesto en el mercado donde hasta lo más insignificante tiene un comprador.

Lo mismo ocurrirá con trajes, abrigos, prendas de vestir en general, zapatos, recuerdos de viajes, álbumes confeccionados meticulosamente con billetes de avión, entradas al ballet, a museos importantes, servilletas de restaurantes donde varios amigos escribieron frases entrecortadas de amistad, de volver a repetir ese momento. Pequeños rizos de los hijos cuando eran pequeños, postales, cartas, envoltorios de cualquier cosa a los que se les quiso hacer intemporales…

Está en la naturaleza humana el desaparecer y no hay forma de evitarlo. Cuando llega el momento otra ley universal se aplica inexorablemente aunque a través de los tiempos el hombre a veces se empecine tercamente en tratar de evitarla y es: nadie se lleva nada.

El detritus pequeño o grande que deja el hombre le sobrevive durante un cierto tiempo pero al cabo, también se pierde. Se desvanece convertido en olvido.

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