sábado, 24 de julio de 2010

10 - TENSIÓN.



Nunca había relacionado los supermercados con la vejez, con ese sentimiento melancólico que causa la sensación latente de que el día menos pensado le puede dar a uno un jamacuco.

Los supermercados, los mercados, cualquier lugar donde hay productos del campo, verduras, frutas, carnes, pescados, paquetes y botes de esto y lo otro me producen un sentimiento de satisfacción, me dan alegría, ganas de vivir. Incluso cuando se hacen rutinarios, cuando acudes solamente porque se te ha acabado el papel higiénico.

Pero ahora, no ahora, hace ya tiempo tienen un aparato para medir la tensión. Lo que ocurre es que antes no reparaba en ello y ahora sí. La edad me ha llevado a tener que admitir aunque con profunda renuencia que tengo que tomarme la tensión ya no sólo de vez en cuando sino al menos una vez cada diez días.

Cada vez que paso por el aparatito de marras hay alguien con el brazo metido en esa banda redonda que te comprime suavemente el bíceps, el interfecto generalmente adoptando una cara de circunstancias y siguiéndote con la mirada como diciendo: no te alejes mucho que tu eres el próximo.

Siempre que en la consulta del médico aparece el aparatito y me lo pone alrededor del brazo noto que se me altera el pulso, sé que se me va a disparar la tensión. Para mí es como la sensación que tenía de pequeño cuando iba a confesarme, sabía que por muy bueno que fuera siempre sería culpable de algo. Culpabilidad. Eso es. Un sentimiento difuso de culpabilidad. No estoy seguro pero creo que los famosos detectores de mentiras están basados en algo de esto. Si es así creo que en mi caso no tendría remedio, sería siempre un culpable irredento.

Las primeras veces que me senté a tomarme la tensión en el supermercado me costó mucho trabajo. Me daba la sensación de que todo el mundo me miraba…
—¡Qué, otra vez alta con la tensión alta! ¡Bandido!
—¡Siempre igual, siempre igual! ¡Cuando cambiarás!
Imaginaba yo que me decía la gente mirándome con ojos recriminatorios.

Más que alta la tenía descompensada. El médico me dio unas pastillas y durante un tiempo estuve muy bien. Luego comencé a tenerla más baja de lo normal, a veces tan baja que creía que se había estropeado la máquina.

Me compré un medidor en el Internet. Me hice el propósito de usarlo con regularidad. Pero no. Ahí está en el fondo del armario muerto de risa. Me da pereza sacarlo.

Pero he cogido cariño a la del supermercado y ya no me cuesta sentarme, relajado, a tomarme la tensión. Ha sido un largo camino, ya no siento que me mira la gente. Toco el botón y la máquina me enseña con cariño sus dígitos reconfortantes.

Además, es la única cosa gratis del supermercado.

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