jueves, 24 de febrero de 2011

52 - SIETE DE DICIEMBRE.


Me he levantado poco animado. Estoy acatarrado. Preparo café y mientras me lo tomo muy caliente resurge en mí la vida, me entono sintiéndome mejor. Miro a través de la ventana. Está lloviendo. A estas horas de la mañana hace ya casi setenta años varias escuadrillas de aviones japoneses descendían sobre parte de la flota americana en Oahu, Hawaii destruyendo con sus torpedos acorazados, destructores, cruceros y otros barcos y bombardeando las pistas militares en las que se perdieron unos doscientos aviones. El número de víctimas se elevó a más de dos mil militares y alrededor de sesenta civiles.

El ataque por sorpresa encolerizó de tal modo al pueblo americano que hasta aquellos sectores que rehusaban entrar en la guerra manteniendo al país al margen, se unieron con el resto para abrir el frente del Pacífico contra Japón y los países del eje convirtiéndose en otra parte del conflicto mundial que sólo acabaría en el Pacífico con el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki.

Me sirvo un segundo café. Sigue lloviendo y aunque ya ha amanecido la luz es escasa, pongo un rato la calefacción. Los pinos que rozan la ventana están cargados de una cortina de gotas de agua que con las ráfagas de viento se pulverizan empapando los cristales, la niebla no deja ver las casas al otro lado del paso de servidumbre.

Han pasado setenta años y el tiempo ha ido desdibujando aquellos momentos terribles del pasado. Recuerdo de niño haber visto en este día las nutridas filas de excombatientes celebrando la victoria, recordando aquellos hechos, rememorando un período de sus vidas que marcó la guerra y revolucionó la paz creándose una sociedad nueva, moderna, emprendedora y global. Pero poco a poco esas filas se fueron adelgazando y hoy, cuando en la televisión daban el homenaje y el recuerdo del día de Pearl Harbour solo pude ver de pie junto a la bandera a media docena de ancianos supervivientes de aquél día perdido ya en la historia. Reliquias del ataque y sobre todo de la vida, de una larga vida que han podido disfrutar y que tuvieron en entredicho el siete de Diciembre de mil novecientos cuarenta y uno.

Esta noche, sobre el Monte Diablo lucirá la luz brillante del radiofaro instalado en su cumbre. Que se construyó para orientar a los aviones de la bahía y que dejó precisamente de emitir su luz a raíz del ataque japonés por miedo a que pudiera servir de guía a una posible invasión de la costa de California.

Ahora se enciende cada siete de Diciembre en conmemoración de aquél momento de la historia, en honor de quienes vivieron, lucharon y murieron. Muchas familias podrán ver ese destello desde las ventanas de sus casas y me alegraría mucho que los jóvenes padres de ahora se tomaran un momento para indicarles la luz a sus hijos y contarles brevemente los acontecimientos de aquel día ya lejano, guardado en el legajo amarillento cubierto de la pátina de los años de un polvoriento cajón de la historia que ya casi nadie consulta.

Y para que las nuevas generaciones reflexionen por un momento que la paz, la convivencia y la libertad que disfrutan hubo que ganarlas primero, y que eso hay que recordarlo, tenerlo presente, seguir considerándolo cada día, no cediendo a la esclavitud de las ideologías, de los dictadorzuelos que siempre pretenden saber lo que te conviene. Recogiendo la antorcha de los que antes que nosotros tuvieron que tomar decisiones, esforzarse y luchar para mantener la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.

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