jueves, 24 de febrero de 2011

54 – EN BABIA.


La señorita María Emilia irrumpía en la clase, depositaba sobre la mesa dos quesitos del Caserío junto con dos galletas, se desprendía del bolso, se arremangaba un poco las mangas de la blusa y tiza en mano comenzaba a escribir en la pizarra de izquierda a derecha fórmulas, quebrados, logaritmos, ecuaciones y otras lindezas hasta que terminaba sin aliento en la esquina inferior derecha de la enorme pizarra.

Terror. Es la única palabra con la que puedo describir las clases de matemáticas de la señorita María Emilia. Como jamás había sido capaz de entender las cosas más elementales, mi desconocimiento se había convertido en una bola de nieve que aumentaba cada año del bachiller, un abismo de ignorancia cuyo tamaño era similar a los enormes ceros con los que la señorita María Emilia rellenaba las casillas de mi cuaderno de notas.

Mis padres me buscaron un profesor particular. Me quedaba también a clases de recuperación en el colegio. Todo era en vano, cuanto más se me explicaba, cuanto más se me amenazaba, cuanto más se me suplicaba o se me gritaba usando repetidamente epítetos relacionados con los simpáticos burros, borricos o asnos, más grande era mi obnubilación.

Así que acosado y agredido de tal manera mi mente se bloqueaba y ejercía sus mecanismos de defensa llevándome lejos de aquella clase, volando a otras regiones donde me perdía flotando en un suave espacio mucilaginoso y etéreo poblado de musarañas que me distraían y calmaban.

Me sentía cómodo, en paz conmigo mismo en aquel lugar que me protegía de la agresividad de la negra pizarra donde garabateaba la señorita María Emilia.

Sin embargo algo aprendí de ella que era sin duda un pozo de ciencia, y por lo que pude comprobar también tenía algo de adivina.

Una mañana, perdido como de costumbre en esas vagarosas regiones, volví a la realidad de repente cuando sentí clavados en mí los ojos de la señorita esperando alguna respuesta. Yo la miraba alelado, al parecer me había hecho una pregunta señalando con la tiza uno de los quebrados de la pizarra. Como seguía en mi estado catatónico puso los brazos en jarras y dijo:

—¡Nada hijo, sigue así! ¡Qué se puede esperar si estás siempre en Babia!

¿En Babia? ¿En Babia? ¡En Babia! ¡Qué bonito nombre! ¿Será verdad esto de Babia? Terminadas las clases corrí a casa, subí las escalera a toda prisa y abrí el viejo diccionario que mi hermano y yo compartíamos desde pequeños. Porque tengo que decir que tanto él como yo compensábamos nuestras carencias y rechazo de los números con un amor infinito por las letras en todas sus manifestaciones.

Así que de repente me enteré que “estar en Babia” indicaba “que la persona de que se habla está distraída y ajena a lo que pasa a su alrededor”. La Real Academia, al igual que el algodón, no engaña: eso era exactamente lo que me pasaba y llevaba ocurriéndome desde que emprendí por primera vez mi camino hacia el colegio.

Pero no quedó ahí la cosa, el diccionario también decía que Babia era una comarca tradicional española. O sea, algo real, tangible, un lugar en el que se podía llegar en tren, autobús o andando ¿Cómo era posible que pudiese estar en Babia sin ni siquiera moverme del aula? ¿Tendría poderes extrasensoriales de los que carecían el resto de la clase? ¿Sería yo más listo que ellos y tras mi apariencia de borrico se ocultaba una mente sutil, un genio proveniente de otra galaxia?

No iba a tardar mucho en conocer la respuesta porque el diccionario me condujo presto a la enciclopedia donde se desveló el misterio. Decía así: “En la Edad Media los reyes de León escogían el lugar llamado Babia para su reposo, así, se alejaban de sus tareas cotidianas de la corte y podían holgar alegremente”. Cuando alguien reclamaba al rey, los ministros contestaban: “El rey está en Babia”. Hoy en día “estar en Babia” define a cualquier persona distraída o ausente”.

Esto aclaró definitivamente mis dudas. Al principio me dejó un poco mohíno pero luego ¡Que caramba! Pensé que estar en Babia daba cierto caché, una pátina de rango social que podía en cierto modo equilibrar mi burricie frente a las matemáticas.

Aquél real descubrimiento me hizo mucho bien. Porque de una forma u otra llevo más de sesenta años estando intermitentemente en Babia, en la Babia espiritual en donde se solaza mi alma en la contemplación de la nada. Creo, además, que según me voy haciendo mayor los ratos que paso en esa comarca van en aumento.

Gracias, por tanto, señorita María Emilia por su generoso esfuerzo, por sus manos cubiertas de tiza, por los guarismos apretados en aquella inmensa pizarra negra que jamás pude comprender y por lo que ruego me perdone. Pero sobre todo gracias por ayudarme a penetrar los misterios de esas regiones vedadas para muchos en cuyo centro se encuentra el difuso reino de Babia.

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