jueves, 24 de febrero de 2011

57 – UNA DE INDIOS.



Nunca me gustaron las películas de indios. Aunque los chicos del barrio no teníamos por entonces, tampoco se nos informaba, la capacidad intelectual para distinguir más allá de los buenos y los malos. Los buenos eran los vaqueros: John Wayne, James Steward…los malos los indios. Estos casi nunca reconocibles por sus nombres de actores excepto alguno como Jack Palance que llenaba la pantalla con su rostro duro, salvaje, tintado por el sol implacable de las llanuras americanas.

Tenía entonces ocho o nueve años y nos comíamos el pan con chocolate o el membrillo de la merienda mientras los indios caían como chinches, muchos de ellos arrastrados por los rastrojos colgando de un pie enganchado en el estribo. Y el gallinero se hundía con el estruendo de las patadas de los chavales sobre el suelo de tarima del cine y los gritos de entusiasmo que producía en nosotros el “chico” que era indefectiblemente algún rubiaco con ojos azules que no daba descanso a su Winchester de repetición que fue al final y en el mundo real el que venció y humilló a las naciones indias, el que hizo desaparecer a aquellos habitantes de la pradera y la montaña, de los cañones y los caudalosos ríos en los que habitó durante siglos y de los que fue finalmente expulsado para no volver nunca más. Lo que digo, que no me gustaban las películas de indios.

Había otras del mismo género del Oeste en las que solo tenía cabida el hombre blanco. Eran los vaqueros que generalmente trabajaban para un hierro, en las que el patrón estaba enfrentado con otros de su cuerda por el territorio, el agua del río, la guapa chica rubia o las alambradas y todo esto en mayores o menores dosis daba para hora y media de tiros, peleas de salón y cabalgadas a ninguna parte disparándose los unos a los otros. Estas películas no es que no me gustasen, es que me aburrían.

Y de repente mezcladas en este saco de revólveres y rifles comenzaron a aparecer las pepitas de oro de John Ford. También él contaba historias de indios, de caballos, de revólveres y rifles, de pueblos azotados por la arena del desierto. Pero sus relatos iban mucho más lejos, en ellos descubrí que en algunos grandes territorios se hablaba español, que había mejicanos y también chinos, que los indios no eran locos semidesnudos profiriendo gritos, ávidos por descuartizar con el tomahawk a cualquier rostro pálido que apareciese en el horizonte sino las víctimas de una invasión proveniente de ultramar. Una invasión propiciada por dos exploradores a las ordenes de Jefferson: Meriwether Lewis y William Clark que alcanzaron la costa del Pacífico entre los años mil ochocientos cuatro y mil ochocientos seis.

Gracias a estas horas pasadas en la oscuridad de los cines de mi barrio se me despertó la curiosidad por conocer algo más sobre la historia que nunca nos enseñaron en el colegio. Y leyendo descubrí que dos siglos antes ya habían explorado ese territorio los españoles en la expedición de Narváez dirigida por Álvar Núñez Cabeza de Vaca.

Los españoles, como es su costumbre, o llegan muy pronto o lo hacen muy tarde. El caso es que para el tiempo en el que oleada tras oleada de pioneros atravesaron las praderas y montañas en busca del Pacífico, de la California de sus sueños, la aventura y conquista de aquellos españoles perdidos en el tiempo ya había tocado a su fin.

Esparcidos por los pueblos, aldeas y ciudades, los cañones, los ríos, las estepas y los acantilados del inmenso país quedan algunos nombres españoles, algunos hitos, referencias deformadas, transformadas, diluidas en el predominante inglés pero aún en muchos casos reconocibles.

Mientras tanto en San José, California, la mansión de estilo Victoriano de la viuda de William Wirt Winchester, Sarah Winchester, sigue en pie, ahora como una atracción turística. La pobre señora Winchester perdió a su hija y a su marido y tratando de buscar consuelo consultó a una médium que le hizo creer que la familia Winchester estaba bajo una maldición debido a las miles de personas que habían muerto por las armas fabricadas por su marido. Que debía abandonar su casa en New Haven y trasladarse al oeste donde construiría una casa para ella y los espíritus víctimas de aquellas terribles armas. Que nunca debía de parar de construir la casa, si así lo hiciese viviría para siempre, si la terminase, moriría.

Otra versión cuenta que recibió un comunicado de su esposo muerto en el que decía que mientras la casa estuviera en construcción, él seguiría a su lado. Si daba por concluidas las obras, ella también partiría de este mundo. En otra versión se dice que si terminaba la casa los espíritus que habían matado a su familia volverían esta vez a por ella.

Comenzó la construcción de la mansión como un laberinto, llena de vueltas y revueltas y pasillos sin salida para que se perdieran los espíritus y nunca pudieran encontrarla. Como una nueva Penélope pasó los años tejiendo y destejiendo los trabajos de su mansión que nunca terminó.

Tuvo una inmensa fortuna heredada de la fábrica de armas de su marido, pero, por lo que cuenta la historia, la pobre no pudo alcanzar la felicidad en vida.

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