Era en aquellos años en que no existía la sociedad de consumo. Y a los ciudadanos no se nos llamaba “consumidores” sino simplemente eso: ciudadanos. En aquellos tiempos la palabra “consumidor” habría tenido una interpretación peyorativa. Un insulto individual y colectivo que nos hubiera despojado de nuestros atributos espirituales y humanos para convertirnos solamente en seres amorfos, devoradores, fagocitadores, consumidores en fin de toda la bazofia volcada por los oscuros bidones repletos de la reciclable basura empaquetada en atractivos envoltorios.
Tendrían que pasar veinte años más para que se implantara el nombre y sobre todo para que al ciudadano le diera igual la etiqueta de consumidor. Mientras tanto el consumo había sido y era el producto de la necesidad, no la bulimia colectiva en la que se ha convertido hoy en día.
En aquel panorama de abrigos heredados del hermano mayor, de calzoncillos hechos por nuestras madres con retales, de parches en los pantalones, de cacerolas y sartenes restañadas por un hábil lañador, de colchones vareados en la primavera para despertarlos de su apelmazamiento invernal, de botijeros pregonando su mercancía a la hora de la siesta, comenzaron a llegar a la capital los primeros pantalones vaqueros americanos.
No se sabe como. Quizás por las bases americanas que surgían de la noche a la mañana como champiñones, o los decomisos efectuados en las aduanas de las fronteras con Portugal o Algeciras, el caso es que los famosos “Levis” genuinamente americanos comenzaron a aparecer en El Rastro y en ciertas casas particulares en diferentes puntos de Madrid.
Para los que entonces teníamos quince o dieciséis años ser propietario de un pantalón Levis era el colmo del sofisticamiento y la modernidad. América todavía estaba de moda, los americanos eran aún los chicos buenos que habían ganado la Segunda Guerra Mundial. El vaquero era para nosotros mucho más que un pantalón, era el símbolo de un tiempo nuevo, la adhesión a la libertad, a la alegría, al rechazo a la opresión secular del mundo gris, mortecino y triste en el que vivíamos.
Conseguir el pantalón no era tarea fácil. Primero tenías que hacerte con el domicilio de alguien que los vendiera. Era esa una información pasada de tapadillo entre amigos. La entrada o no al domicilio era precedida por una serie de preguntas y referencias tras de las cuales, si tus respuestas eran fiables, conseguías el acceso al piso o al sótano donde se apilaban los vaqueros en diferentes cajas de cartón.
Luego venía el problema de las tallas, yo nunca conseguía la mía pero si lograba encontrar mi cintura el largo no tenía importancia, se doblaba el extremo en una o dos vueltas hasta que quedara bien sobre el zapato. Además las vueltas estaban de moda.
Tuve unos cuantos Levis que llevé siempre con cierto orgullo. En los años setenta, después de hacer el servicio militar, el país descubrió el socialismo perdido y olvidado en la guerra civil. Y de repente se puso de rabiosa moda el pantalón de pana que ayudó a muchos a situarse en el poder. El pantalón vaquero, aunque siguió usándose, pasó a un segundo término.
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