Llego a la Plaza Mayor. Aquí en la Casa de la Panadería tengo que inscribir a mi hijo recién nacido. Ya soy padre. Me gusta. Además es un buen momento, tengo treinta y cuatro años y mi mujer treinta y uno. Estamos al final de mil novecientos setenta y seis y todo apunta a que esa cosa tan etérea llamada Libertad con mayúsculas se está colando por todas las rendijas de la patria cañí.
Subo las escaleras. Llego al negociado. Me pongo a la cola. Relleno los papeles de rigor. Con gusto esta vez. Otros padres alrededor hacen lo propio. Hay que esperar. Miro alrededor, los funcionarios de siempre inclinados sobre sus papeles, expedientes que se acumulan por todos lados, aparentemente concentrados en sus mesas llenas de sellos, tampones, todas esas armas a veces peligrosas que deciden sobre tu pasado, presente y futuro con la impronta de un poco de tinta sobre un sello de caucho.
Me toca. La funcionaria, persona de mediana edad, lee a través de las gafas caídas hacia la punta de la nariz los puntos clave del formulario con ojo experto y se detiene en el nombre que mi mujer y yo queremos para nuestro hijo. Lo lee un par de veces: “Juan Judah Medina Rhine”. Levanta los ojos por encima de las gafas y me echa un vistazo de arriba abajo. Vuelve a leer el nombre, deja el papel sobre la mesa, apoya las manos a los lados y mirándome directamente dice:
—Esto no puede ser. Tiene usted que modificar el nombre…
—Me quedo en suspenso unos segundos…
—Y ¿Porqué? ¿Qué le pasa al nombre?
La funcionaria me mira directamente y responde…
—Esto no es de recibo, señor, usted debe de dar al niño un nombre correcto y formal…
—Pero…¿Qué le pasa al nombre?
—Oiga, no puede usted pretender ponerle al niño el nombre de Judas.
—No estamos poniéndole Judas sino Judah…
—¡Usted le está poniendo Judas, que negó y traicionó a nuestro señor Jesucristo!
—No señora, le estamos poniendo el nombre de la familia de mi mujer, además en este caso se refiere a la ciudad de Judah o en todo caso al cuarto hijo del patriarca Jacob…pero eso no tiene nada que ver con Judas…
—¡Judas, Judas! Repite la funcionaria airada.
—Además, ya que se pone usted así le diré que, como posiblemente ya sabe, había dos Judas con Jesús: Judas Tadeo y Judas Iscariote…
Llegado a este punto me viene la sospecha de que esta funcionaria no va a ceder en su planteamiento. Miro al supuesto jefe de negociado que ocupa una mesa en el fondo y nos dirige miradas furtivas mientras parece concentrado en sus papeles.
—¡Tenga! —Me alarga el impreso— y vuelva cuando lo tenga bien cumplimentado—.
—Me quedo mirándola y la digo que no me muevo de allí hasta que inscriba a mi hijo en el registro.
Noto en su cara que ha aceptado el desafío. Coloca el impreso sobre la mesa, se levanta, agarra con gesto brusco el bolso y me dice:
—¡Haga usted lo que le venga en gana! ¡Yo me voy a desayunar!— se da media vuelta y desaparece por el fondo de la oficina.
Me quedo en suspenso ante la reacción de la funcionaria. Me doy la vuelta y veo que la cola de padres llega hasta la escalera. Algunos que han estado atentos murmuran y me dirigen miradas de desaprobación posiblemente no por lo del nombre sino por el tiempo que esto les va a suponer de espera. Permanezco impasible sin moverme un milímetro, comienza un murmullo que viene a decir que debería apartarme a un lado y dejar que la cola fluyese. Pero yo no veo como puede fluir si la señora de marras se ha ido a desayunar.
Mi hijo tiene ahora treinta y cuatro años y disfruta feliz de su nombre tal como finalmente quisieron sus padres que fuera.
Hoy el mundo es otra cosa aunque no sabría decir si mejor o peor pero el hombre nunca cambia en esencia. La estulticia de la falta de libertad de entonces ha sido reemplazada por la estupidez pura y llana de ahora. Los niños del siglo veintiuno se llaman Jonathan, Vanessa, Dante, Montecristo o bien Pomposa, Harry Potter, Carlos Quinto, Kevin Costner de Jesús, Michelín, hasta he leído que un infante se pavonea entre sus amigos con el nombre de Google…la lista es interminable, abundan además los nombres con aires árabes o japoneses como Mohamed, Yuriko, Sayuri, Kiro…para qué seguir.
La funcionaria que me atendió o más bien desatendió hace más de treinta años llevará ahora muchos años jubilada espero que felizmente. Supongo que a estas alturas ya se le habrán pasado los berrinches sufridos en aquellos años de apertura, liberación y desmadre general. ¿Qué opinará de los nombres de hoy en día? Desde aquí le mando un afectuoso saludo.
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