miércoles, 6 de abril de 2011

60 – TRATO PERSONALIZADO.



En mis recuerdos de juventud, e incluso en parte de la infancia, éramos, bajo mi humilde punto de vista, una masa de borregos más o menos informe que nos apelotonábamos en la entrada del colegio, recibíamos oleadas de bofetadas indiscriminadamente, asistíamos al lavado de cerebro político y religioso sin rechistar y a la salida nos sentíamos inmensamente felices con el bocadillo de tortilla que nos comíamos en el patio polvoriento del recreo al sol. Lo mismo prácticamente ocurrió en el servicio militar a la patria, período que consistía en perder el tiempo miserablemente y seguir siendo tratados como una piara en uniforme.

Mis recuerdos son por tanto los de un individuo gris dentro de una oleada humana gris en la que todos tratábamos de mimetizarnos a fin de no destacar como método y ejercicio de supervivencia.

El trato personalizado se reducía a ser marcados con el hierro de la estabulación en diferentes etapas de la vida: fé de bautismo, confirmación, primera comunión, certificado de penales, cartilla militar, documento de identidad, pasaporte, libro de familia, empadronamiento… la pera tomatera.

El verdadero trato personalizado era exclusivo de los políticos, de los poderosos, de los famosos que eran recibidos con grandes sonrisas en hoteles, restaurantes, espectáculos, cruceros, reuniones internacionales, que tenían abiertas todas las puertas y todos los cauces de opinión.

Me tomo un café mientras pienso que esto que escribo pasó ya hace casi sesenta años. En todo ese tiempo todo ha cambiado para que nada cambie, como se suele decir y es verdad. Con la democracia, el todo a cien, la globalización, el cambio climático, los ordenadores, los vuelos baratos, el teléfono móvil, el maíz transgénico, los mundos virtuales y tantas cosas más que uno intenta deglutir, ha llegado también el famoso “trato personalizado”, esa mercadotecnia que nos individualiza, nos hace creer importantes y nos llama: “Don José Luis o Doña Margarita”.

Con eso y con las modas televisivas todo el mundo y su hermano se cree único, especial. Hemos pasado de un extremo al otro: ahora cada persona está vaciada de un molde que se rompió al nacer, que es irreproducible, exclusivo. Ya no intentamos escondernos en la masa como mal menor sino que buscamos la cámara, la pose copiada del famoso, la frase de moda, el rictus cómplice, la gafa de sol ahumada que parece esconder algún misterio que automáticamente potencia la personalidad.

No digo que esto esté mal. Que todos podamos participar de un pellizco de fulgor antes de volvernos transparentes, que seamos alguien en el mundo de Facebook y podamos mostrar que ahí estoy yo, pasándolo a tope con los amiguetes, con la felicidad virtual obligada en el escaparate cibernético, en la brevedad electrónica. Sólo quiero decir que nos distrae del engaño.

Mientras tanto el trato personalizado se convierte en una ficha con todos los datos de antes, o sea, aquellos fundamentales que se marcaban a golpe de tecla antediluviana más los que se constatan hoy en día en la memoria del ordenador central que ni harto de vino pudo imaginar el querido Orwell de nuestras pesadillas. Ahí queda el rastro de lo que somos y de lo que queremos ser, de nuestros caprichos y necesidades, de lo que pensamos, de lo que comemos, de las enfermedades, de adonde vamos, de donde venimos, con quien estamos, de qué disponemos…

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