Meditaba Steinbeck en uno de los momentos a lo largo del viaje que hizo en mil novecientos sesenta y dos a través de América con su perro Charley sobre los cambios habidos en el país desde los tiempos de su juventud. Uno de los que más le llamaban la atención era el de los sabores. Encontraba que la comida era igual en New York que en Chicago, en un pueblo de Dakota del Norte que en Montana, con el factor común de resultar bastante insípida. Él pensaba que la homogeneización del país restaba sabor local a los productos pero contribuía a la salud pública general.
Mientras sorbo mi café y miro a través de la ventana pienso en las palabras de Steinbeck y me pregunto que opinaría si pudiera regresar por un momento a este mundo en el que todo, absolutamente todo, ha cambiado en el corto espacio de cincuenta años, desde aquel tiempo en el que escribió de una América cambiante con palabras poco optimistas sobre el futuro.
Encontraría que han desaparecido las pequeñas granjas donde los huevos eran de un intenso color, la yema untuosa, inimaginables en la actualidad. Huevos que hoy han perdido su sabor, pálidos, aguachinados, producto de unas gallinas recluídas en inmensos campos de concentración donde se les obliga a dormir y despertarse bajo la tiranía de un reloj que no descansa. Que el ganado permanece estabulado en un espacio reducido sin el beneficio del campo, del aire libre, prisionero del pienso que se le suministra, a merced de enfermedades que periódicamente les diezma y que no existían cuando vivían en su entorno natural.
Comería un pan sin sabor, hueco, insulso, y recordaría con lágrimas en los ojos aquel pan que, aún caliente, se llevaba a la boca en su casa de Salinas acompañándolo de un racimo de uvas recién cortadas, aún con el velo que las cubre.
Miraría alrededor y no encontraría la diversidad de sus días sino grandes conglomerados de empresas que fagocitan y controlan el mercado, industrias multinacionales donde los animales han perdido su personalidad y son solamente una materia rentable de transformación y venta. Una masa protéica que alimenta las cadenas de montaje en las que todo se aprovecha y transforma en algo indefinido dentro de un envoltorio de colores.
Se dolería al comprobar que las semillas son patentadas y compradas por menos de media docena de macroempresas que ejercen el control exclusivo del mercado y pueden manipular el precio de los alimentos a escala mundial e incluso usarlo con fines políticos.
Se lamentaría de que aquellas iridiscentes truchas de su infancia ya no vienen de los ríos caudalosos, de los remansos entre musgos y vegetación ribereña sino de piscifactorias, de tanques de agua alimentados de piensos compuestos por un ordenador que al mismo tiempo clasifica y dirige las diferentes etapas de la vida de los peces presos entre cuatro paredes.
Decía Steinbeck que lo único que aún le hacía feliz, porque no había cambiado desde los tiempos de su juventud, era el desayuno en los diners, con el bacón recién salido de la plancha y las patatas asadas.
Termino mi café y dejo a Steinbeck disfrutando de aquél bacón donde quiera que esté. Si pudiera, le diría que cincuenta años despúes aún comparto su punto de vista sobre el desayuno americano. Es un consuelo para los dos. Para varias generaciones.
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