miércoles, 6 de abril de 2011

59 – HOBOS.



En un rincón del vacío vagón de mercancías alguien arrebujado bajo unos cartones abre los ojos a la tenue luz del amanecer. Suena el estridente silbato del tren. El mismo que le ha acompañado durante toda la noche, medio en sueños, medio despierto. Las ruedas golpean monótonamente las juntas de dilatación y el traqueteo se extiende a los más de cien vagones que se pierden en las vueltas y revueltas de la vía.

Parece ser que los primeros hobos fueron soldados que acabada la guerra civil se montaban en marcha en los trenes que cruzaban el país, unos para poner tierra por medio, otros para regresar a sus hogares, los más en busca de nuevos horizontes donde encontrar trabajo. En los años de la depresión se multiplicaron en su huída del hambre, compartieron el calor de un rescoldo junto a las vías en espera de un lento tren de mercancías que les llevase a través de las interminables montañas y praderas hasta ese lugar donde había corrido la voz de un posible trabajo, de unos dólares que ganar.

En las largas noches compartidas intercambiaban sus experiencias, orígenes, esperanzas y eso dio lugar a crear un vocabulario común, un código ético grabado en el corazón de la hermandad nómada. El hobo no era un vagabundo o un vago. El hobo era un trabajador en busca de empleo que para lograrlo tenía que desplazarse a grandes distancias dentro del país.

El final de la Segunda Guerra Mundial dio paso al inicio de una etapa de prosperidad jamás conocida, había trabajo para todos y por primera vez desde los años treinta las vías, los vagones del ferrocarril, los rincones donde se reunían los hobos para abordar los trenes se quedaron definitivamente vacíos y sólo ocasionalmente podía verse la silueta de algún vagabundo al paso del interminable convoy.

Pero el hobo no ha desaparecido. Se calcula que hay en estos momentos unos veinte mil recorriendo algún tramo del país. En el tecnificado mundo del siglo veintiuno abordar los trenes es más dificil, las compañías disponen de seguridad y vigilancia, los trenes son mucho más rápidos, los vagones van cerrados. Pero con todo, los hobos aún recorren las llanuras sentados en las plataformas, disfrutando de un paisaje que raramente se ve desde las autopistas, de pueblos abandonados, de lugares tranquilos que permanecen en un pasado que cada vez resulta más atractivo frente al ritmo depredador y sin sentido, a la locura de una civilización que ya no cuenta con la naturaleza, en la que cualquier acto de la vida cotidiana está regulado, fiscalizado, controlado.

El hobo moderno es ahora un ser diferente de lo que fueron aquellos pioneros de la Depresión. Entre ellos hay gentes de todas las extracciones, aventureros, románticos, poetas y escritores, profesionales de toda índole. Algunos se convierten en hobos durante unos días, a otros esa filosofía de la vida les cala más hondo convirtiéndose en un modo de vida.

Muchos de los actuales hobos lo son por razones diametralmente opuestas a las que tuvieron aquellos primeros grupos trashumantes. Mientras los viejos hobos abordaban los trenes acuciados por la desesperación de la falta de trabajo, estos de ahora lo hacen para huir del ritmo que la sociedad actual impone. Para escapar, aunque sea durante unos días, de los engranajes de una sociedad que encadena a los individuos con el brillo de un consumismo contínuo, sin respiro, donde la acumulación de objetos y responsabilidades monetarias impide alargar la vista hacia esos espacios abiertos, hacia esos raíles paralelos que parecen tocar el horizonte

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