Fue una tarde cualquiera, nuestro paso acompasado sobre los adoquines de aquella vieja calle envejecida y triste, usada por tantas generaciones que pasearon arriba y abajo, figuras fantasmales que nadie ve pero siguen sin quererse ir aunque se hayan despedido muchas veces.
Tu me cogiste del brazo estrechándole con los tuyos, apoyando tu cabeza sobre mi hombro, como tantas veces. Andábamos despacio sin hablar. Despacio sin hablar. Y eso fue hace cuarenta años, andando despacio. Sin hablar.
Fue un día de invierno, frio y gris, cogidos del brazo, caminando sobre los húmedos adoquines de aquella vieja calle poco iluminada. Y tu te parabas y me besabas. Juntos. En la fría tarde de un invierno hace cuarenta años.
Desde entonces todo ha cambiado aunque a veces no lo parezca. Y las noches largas y oscuras y los días brillantes y el sol casi eterno sobre el alfeizar de la ventana de nuestro dormitorio que veíamos ocultarse en el horizonte seguirán en nuestra casa cerrada, solitaria, en otro país, al otro lado del océano donde dejamos nuestra juventud. Como tú aún me recuerdas. En la luz brillante, en la tarde de sol reflejándose en el techo de nuestro dormitorio.
El viento sube ahora desde el Pacífico. Y la niebla hace invisible la bahía. Y los días son más cortos. Y seguimos paseando despacio, más lentamente. Y te coges a mi brazo. Y me estrechas. Y te paras y me besas. Y seguimos caminando, viajando juntos entre dos eternidades.
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