Hace un tiempo extraño. Que quizás no lo es. Pero a mi me lo parece y mi mujer, silenciosa, se queda detrás de mi durante unos momentos dirigiendo la vista hacia el mismo punto donde yo la tengo perdida, más allá de Los Farallones.
Hace un tiempo de terremotos—dice — y se vuelve y aleja hacia el dormitorio. Me tomo el café lentamente intentando escrutar el horizonte, penetrar el mar abierto que se borra a los ojos pero no a la mente que puede recrear las imágenes al otro lado del mar. En Japón.
Allí nieva y el frío y la desolación cubre la tierra arrasada por el terremoto y el posterior maremoto que borró del mapa cientos de pueblos costeros. Nos llegan, después del estremecimiento, de las sacudidas, las imágenes de un mar desbocado que asalta la tierra engullendo casas, árboles, automóviles, barcos y todo signo de vida, arrastrándolo en la vorágine de ese agua sucia que avanza implacable hacia las próximas colinas donde por fin se detiene o que anega las llanuras ennegreciendo los campos saturados por los detritus y el barro obscuro que lo cubre todo.
Los que han sobrevivido buscan fervientemente entre los escombros, en las listas de desaparecidos con una leve esperanza en sus labios temblorosos, bajo las máscaras blancas con las que intentan eludir las posibles radiaciones de las dañadas centrales nucleares.
Nada nuevo para un pueblo acostumbrado a vivir sobre los peligros naturales de las islas que habitan, impregnado en su genética que les hace reaccionar con estoicismo, organizándose, olvidando la catástrofe para volver a reconstruir, para asimilarse de nuevo a una tierra que está en perpetua convulsión.
Y mientras en el resto del mundo, en los pueblos de occidente donde no ha ocurrido nada se extiende una pavorosa mancha de temor que los estrategas de la manipulación, los políticos del funambulismo palabrero aventan citando el Apocalipsis, el taimado recurso del miedo para acaparar votos con los que prolongar su vida en el poder.
Ha pasado una semana. Vuelvo a mirar con el café en la mano más allá de Los Farallones. Ya nadie habla de Japón. Del terremoto, del maremoto. Si acaso unas líneas alejadas de las páginas principales. Si acaso un comentario de los llorones de la usura que se quejan de lo que les va a costar recuperar sus dividendos maltrechos por la naturaleza adversa. Y se vuelven y miran de reojo a las victimas que aún están recogiendo entre los escombros de la feroz acometida, el légamo de la catástrofe. Con un cierto indefinido rencor. Como si las víctimas tuvieran algo que ver con los temblores del interior de la tierra, con los fenómenos imprevisibles imposibles de controlar por el ser humano.
Ahora la reconstrucción será lenta y las familias seguirán buscando a los que de repente desaparecieron de su vida. Y tendrán que acostumbrarse a que ya no volverán. A que nada será igual aunque las casas vuelvan a levantarse. A que comenzará otra etapa. A que ya nada de esto interesará al resto del mundo.
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