jueves, 2 de junio de 2011

69 – BANGOR – MAINE.



Cuatro de la mañana. Sigue nevando. No ha parado de hacerlo sobre Bangor desde hace varios días y la nieve se sigue acumulando por encima de los diez centímetros. Suena el teléfono al lado de la cama de Joan. Setenta y tres años. Varios problemas de salud, entre ellos dificultad para andar.

Es Bill, que ya ha avisado a Jerry: llega un avión a las seis. Recibe el mensaje Joan que a su vez llama a otros veteranos informándoles del vuelo. Cuelga el teléfono y se levanta lentamente para prepararse y tomar un café en la cocina antes de conducir al aeropuerto.

Joan, al igual que Bill y Jerry son voluntarios, ciudadanos de la tercera edad que acuden al aeropuerto a despedir o recibir a las tropas cada vez que hay un vuelo.

Cinco de la mañana. Joan camina con dificultad los pocos metros del camino nevado que va de la puerta de su casa a su automóvil. Conduce en la oscuridad a través de la todavía desierta ciudad hacia el aeropuerto. Nieva.

A ella, como a algunos de sus compañeros no les quedan ya grandes cosas que hacer en la vida, tienen bien ganado el quedarse en casa, sobre todo con este frío, disfrutando de la cama, del merecido descanso.

Pero saben que este sacrificio es para mostrar personalmente su gratitud y la de sus conciudadanos a los hombres y mujeres militares que parten hacia un futuro impredecible. A la guerra. Y también reconfortará con su bienvenida a los que regresan. A todos los que tienen la suerte de volver después de muchos meses alejados de sus familias y amigos y que a menudo llegan al primer aeropuerto de su país ante la indiferencia de una población inmersa en sus asuntos particulares, ajena muchas veces al esfuerzo que algunos hacen para que todos estén protegidos.

Joan piensa mientras conduce al aeropuerto en el horror de la guerra, esa maldición que persigue a los humanos sin que nunca se logre terminar con ella. Y también piensa en los que sufren al otro lado de la zona de combate, en el territorio enemigo, que lucha por sus propias ideas, su religión, su pueblo. Joan también tiene un recuerdo para ellos.

Aparca frente a la puerta principal, camina por el vestíbulo vacío hacia el terminal de desembarque donde otros voluntarios ya han abierto la pequeña sala donde reciben a los recién llegados: notas de amigos, parientes, información de vuelos, un par de bandejas con galletas, café.

Joan saluda a sus compañeros y se distribuyen cerca de la puerta que da acceso al pasillo que conecta con el avión que lentamente se sitúa en su lugar de estacionamiento. Una azafata abre la puerta y por el fondo del pasillo caminan lentamente del avión al terminal los primeros soldados.

Joan da la mano uno a uno: ¡Gracias! ¡Bienvenidos! Algunos soldados cruzan unas palabras, otros, silenciosos, emocionados, estrechan la mano tendida, miran los avisos de las familias, las noticias de otros camaradas en el tablón de anuncios que pone al día el grupo de bienvenida. Joan ofrece teléfonos móviles para que los que quieran llamen a su casa, a sus amigos: “Ya hemos llegado, estamos en Bangor…”

Hoy ya no habrá ningún otro vuelo de tropas. Joan dice adiós a sus compañeros y cruza de nuevo la sala del aeropuerto aún vacío hacia el parking. Regresa a casa. Es de día. Gris. Frío. La nieve no deja de caer.

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