Acababa de salir la ley. De repente, después de lustros y lustros, décadas y décadas, años y años alguien o algunos habían firmado un papel y desde ese momento uno se podía casar sin tener que pasar por la iglesia, en nuestro caso católica, o sea: casarnos por lo civil.
En esto, como en otras cosas, me tocó ser de los primeros. Me fui con el amor de mi vida al juzgado, feliz y contento porque para mi suponía un acto de rebeldía, una forma de darle un corte de manga a una iglesia ignorante, represiva, a unos curas que me estuvieron haciendo la vida imposible desde que había nacido. Porque cuantos más infiernos, más castigos, más torturas sicológicas trataban de imponerme más tozudo y reacio me sentía yo a escucharles, más se cerraba mi voluntad a cederles el corazón que querían desgarrarme. Esto que digo puede no entenderse hoy. Parecer exagerado. Melodramático. Pero si alguien de mi generación lo lee puede que lo comprenda.
Y resulta que en el juzgado, para mi asombro, me informaron de que la cosa no era tan sencilla. La funcionaria con cierta indolencia me comunicó que necesitaba un certificado de apostasía ( ya no recuerdo si dijo “certificado” o algo parecido) para poder casarme solamente de forma civil.
Después de recuperarme del asombro y ser capaz de cerrar la boca y volver en mi, comprendí por fin que la funcionaria no estaba bromeando: debía ir a mi parroquia y pedírselo al párroco o encargado al efecto.
Camino de la iglesia iba pensando en el tipo de enfrentamiento que podía tener con el párroco. En mi país había aprendido que desde que uno nace el hecho de ser ciudadano te otorga magros derechos pero infinitas obligaciones. Nada se da graciosamente. Recordaba que el último día del servicio militar el sargento, solo para humillarme, me retuvo la cartilla militar hasta que consiguió cortarme el pelo al cero. Me aguanté, recogí la cartilla y me di la vuelta para no ver nunca más aquel repugnante cuartel español.
El cura era un joven amable. Me pasó a un despacho, me ofreció una silla, le expliqué el motivo de mi visita, me escuchó, sacó un papel de uno de los cajones, le dí mis datos, etc. etc. Mientras yo, pensaba en Juliano el Apóstata y en la Roma Imperial. En las columnas flamígeras del Vaticano. Le dije que aquello me parecía una extorsión, que yo no tenía ninguna necesidad ni ganas de renunciar a nada, que lo único que quería era casarme por lo civil. Firmé el papel, me dio la mano y me fui por donde había venido.
Mi mujer y yo tuvimos la boda más romántica que jamás hubiéramos soñado. Nos casaron en una oficina polvorienta, llena de viejos archivos y telarañas, de pie junto a un mesa llena de papelotes y un funcionario que nos soltó una corta letanía de leyes rimbombantes que leyó a la carrera. Nos acompañaron nuestros dos mejores amigos.
Nos casamos en mil novecientos setenta y cuatro, por entonces una de nuestras canciones preferidas era “ My Old Man” de Joni Mitchell, uno de sus versos decía así:
We dont need no piece of paper
From the city hall
Keeping us tied and true
My old man
Keeping away my blues.
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