jueves, 2 de junio de 2011

67 – SALMÓN.


Hacía calor aquella noche en el motel junto al Rogue River en Oregón. En la habitación, con las puertas de la terraza abiertas de par en par, en la penumbra líquida que el río desbordaba sobre las paredes podía oír el chapoteo constante, el movimiento incesante de los salmones entrando por la desembocadura donde las aguas abandonaban su cauce para mezclarse con el profundo y casi infinito Pacífico.

Luchando por remontar las aguas, por comenzar el principio del fin. Un principio y un final entre las angosturas y los accidentes rocosos que les esperaban después de pasar por debajo del puente de madera en donde se estrechaba el río. De los breves descansos entre aguas calmadas donde apaciguarse bajo la vejetación ribereña para continuar sin descanso río arriba.

Salí a la terraza. El agua en ebullición. Una actividad enfebrecida que apagaba los demás sonidos e incluso el de las rompientes del mar cercano. A pocos metros de la baranda en la que estaba apoyado oía el borbollar de miles de peces cruzándose entre sí, deslizándose en todas direcciones y de repente, de aquí y allí, surguían de la oscuridad brincando sobre las aguas, iluminados por la luna que arrancaba destellos plateados de sus húmedos cuerpos restallando como látigos, cubriendo las aguas de pálidos reflejos que se repetían una y otra vez a lo largo y ancho de la franja del río próxima a la desembocadura.

Estuve largo rato contemplando ese espectáculo nocturno, fascinante, único. Como sucede con otros instantes mágicos de la vida este también se quedó para siempre en ese rincón íntimo donde guardamos nuestros más preciados tesoros. Me recosté sobre la barandilla de madera y no tuve prisa para volver a la cama.

Por la mañana, al despertarnos, entraba la intensa luz de agosto junto con las voces de los pescadores subiendo y bajando las escaleras de madera, el trasiego de los trebejos de pesca, el nerviosismo por ser los primeros en subir a los botes, las neveras portátiles llenas de cerveza y las vacías esperando la carga del botín aún en el horizonte de una intensa jornada de pesca.

Sin prisa conducimos hacia la desembocadura del río, encontramos un buen sitio para aparcar y provistos de nuestras cañas bajamos hundidos a media pierna hasta el mismo punto donde las aguas del mar se entremezclan con las del río.

Podíamos ver los salmones alrededor de nosotros, la corriente del río y la suave marea nos acariciaban junto con la brisa del mar abierto. Pasamos así la mañana que nos retribuyó con un cangrejo que devolvimos a las aguas, un pez de difícil clasificación que asimismo consiguió su libertad y finalmente nos regaló el río un precioso salmón.

Pasamos el resto del día conduciendo entre los bosques, al atardecer paramos en un parque de sequoias y bajo la penumbra de sus altos troncos preparamos el hibachi. Al mismo tiempo colocamos el salmón sobre una lámina de papel de aluminio, le añadimos unas cebolletas, limón, sal y pimienta y un poco de aceite de oliva. Lo cubrimos con otra hoja de aluminio cerrándolo por todos sus lados. Lo trasladamos a la parrilla del hibachi para que se hiciese lentamente en su jugo.

Acababa de ponerse el sol y por un momento algunos pájaros inundaron con sus trinos las alturas antes de que les cubriera el sueño.

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