jueves, 2 de junio de 2011

68 – AQUELLAS LENTEJAS.



Pongo un poco más de azúcar al café. Como de costumbre echo un vistazo al cielo desde la ventana del salón. Amanece más temprano, estamos ya a mitad de Mayo. Hay nubes deshilvanadas, jirones que cubren esa zona intermedia del cambio de tiempo. Seguramente mañana tendremos algo de lluvia.

Sin saber porqué estas nubes me traen el recuerdo de otras parecidas que miraba desde la vieja ventana del comedor familiar un día cualquiera de mil novecientos cincuenta y tres o cincuenta y cuatro. Tenía entonces siete u ocho años y las contemplaba ensimismado cruzar entre los marcos, juntarse y desvanecerse, adoptar formas de animales y plantas, de ángeles entre trozos de azul.

Sobre la mesa redonda varios montones de lentejas. En el centro una cacerola vacía. Íbamos separando una a una cada lenteja con un dedo, apartando las piedrecitas, algún trozo de paja, quitando las que tenían bicho, como decíamos nosotros.

Atardecía y los ruidos de la calle se iban apagando, había entonces muy pocos automóviles y solo de vez en cuando se podía oír el crujir de las ruedas de un carro y los cascos de la mula que lo arrastraba calle arriba.

Rezábamos el rosario mientras nuestras manos limpiaban las lentejas que íbamos depositando en la cacerola de aluminio. Misterios gloriosos. Misterios gozosos. Y las cuentas del rosario pasaban lentamente entre los dedos como las lentejas que escogíamos con la cabeza baja contestando a la letanía: ora pro nobis.

Y se hacia de noche. Terminaba los deberes del colegio mientras mi madre ponía en agua las lentejas para el día siguiente y preparaba la cena.

Me refugiaba entonces en mis novelas del Coyote. O entre las paredes remachadas del viejo submarino del Capitán Nemo. O corriendo por las calles empedradas, de viñeta en viñeta junto a Roberto Alcázar, junto a Pedrín que le seguía fielmente. Y miraba de soslayo la jarra de agua turbia en la que flotaba el famoso hongo que habitaba cada casa, aquel agua mucilaginosa de color canela que nuestras madres nos daban por las mañanas y que supuestamente nos haría invulnerables al deterioro de la vida.

Y los días se desvanecían en las carreras al colegio, al cine del barrio con la merienda de membrillo o pan con chocolate. Las correrías por el canalillo asando patatas, transformados en Águila Blanca o Águila Negra en los desmontes de la ciudad universitaria donde aún permanecían los escombros de la ya lejana Guerra Civil.

Aquél momento duró la eternidad de varios largos años que parecieron estar aislados en la rutina de los días grises y pobres compartidos con mis padres y hermanos. Una burbuja familiar que duraría para siempre, creía yo en mi mentalidad de niño.

Pero naturalmente no fue así. Todo desapareció. Personas. Cosas. Modos de vida. Creencias. Hasta el paisaje se transformó. Y algunos todavía quedamos, más cerca de la última línea de salida. Con todo aquello hace mucho tiempo en el pasado pero sus fantasmas aún revoloteando en el presente.

Me sirvo un segundo café y dejo vagar la vista por este cielo del Pacífico. Ya ha amanecido y el sol se desliza suavemente por los tejados del distrito de la Marina.

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