Anochecía en la triste y fria biblioteca de mi adolescencia. Donde pasaba las horas del invierno, mirando a ratos, cuando los ojos me ardían de forzar la vista sobre el libro, por los ventanales sucios de marcos desvencijados que daban a la Glorieta de Cuatro Caminos. Era aquél un Madrid obscuro, de farolas mortecinas y calles de adoquines húmedos por las que pasaban muy pocos automóviles.
Soñaba entonces más que nunca. Podía desde aquellos bancos grises, desde aquella vacía sala de lectura volar sobre los tejados y vagar por carreteras imaginarias en busca de algo que suponía me esperaba. Que cambiaría radicalmente las cosas. Eran los años del encadenamiento a la pobreza, la del frío y la añorada sopa caliente y la otra, la de la nada en nuestras cabezas, la de la obediencia y la sempiterna tristeza. Siempre tratando de pasar desapercibido. Siempre arrastrando un difuso sentimiento de culpa que nos habían alojado en el subconsciente desde el momento de nacer.
Aquello duró casi una eternidad, que en realidad sigue durando en algunos rincones del recuerdo que se despierta, se revuelve más de lo que quisiera. Y sin embargo en el tiempo real, en el establecido por las manillas del reloj de nuestro paso temporal por la infancia y la adolescencia hace mucho que desapareció, se volatilizó.
Incluso algunos lugares concretos que permanecen obstinados en la nostalgia del pasado fueron arrasados por las escavadoras, por el progreso, por los años, por la especulación, por qué se yo. Ahora imposibles de reconocer al volver a mirar aquella pequeña fotografía agrietada delante de los ojos.
Porque el tiempo no solo está condicionado por las reglas del cronómetro, la sucesión de los días y los meses. El espacio de nuestra vida se alarga y se reduce, se amplia y se estrecha según nuestra percepción de los momentos críticos.
La llegada a la luz, la comprensión del mundo que nos tocó en suerte. El idioma que aprendimos a balbucir. El cómo nos afectó el amor o desamor de quienes nos rodearon, de los más cercanos y de los que oficialmente tenían el monopolio de nuestro entendimiento.
Una etapa intensa pero corta de nuestras vidas en el momento en el que éramos materia moldeable, en el que aún no teníamos opinión y otras manos amasaban nuestras personalidades.
Y eso pasó. Como pasaron por el entrenamiento de la vida otras generaciones que vinieron detrás. Crecimos. Y todo lo que era aparentemente inamovible se desvaneció y no quedó nada. Nada, después de tantas lágrimas. Tantas consignas. Tantos gritos. Tantos paraisos futuros. Tantas horas perdidas, tanto tiempo malgastado, tanta espera para que se produjera un milagro mientras miraba el frío anochecer a través de la vieja ventana de la biblioteca pública.
Hoy mi generación comienza el combate de la vejez. Unos se resignan. Otros no se conforman y luchan patéticamente contra corriente para recuperar el tiempo perdido. Algunos se quedan en la añoranza y otros son el remedo de un Peter Pan con arrugas y ciática.
Y mientras tanto, como soldaditos de plomo, nos colocamos al frente, impasibles. Mirando sin mucha fe hacia la línea del horizonte que reverbera en nuestros cansados ojos.
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