martes, 30 de agosto de 2011

79 – FUGAZ, COMO UNA TORMENTA DE VERANO, LA VIDA.



Al atardecer bajaba al portal y me apoyaba contra el granito de la puerta de entrada. Era la soledad de un verano que vaciaba las calles de vecinos y amigos del colegio que desaparecían en los trenes de tercera rumbo a sus pueblos.

La calle se oscurecía y como cada día un hombre con gorra del ayuntamiento encendía las farolas ayudado de un palo largo, con parsimonia, alejándose mientras dejaba a su espalda un reguero de bombillas mortecinas que iluminaban exactamente un pequeño círculo en la acera. Aquello inevitablemente me producía un vago sentimiento de melancolía, una sensación de soledad.

Y aparecía don Enrique, el abuelo de uno de mis amigos que se había ido al pueblo. Delgado, alto, siempre vestido con un traje desvaído por el tiempo, con una corbata muy usada que colgaba de su macilento cuello. Se apoyaba en el otro lado de la puerta y liaba un cigarrillo, miraba al cielo, se volvía hacia mi y me informaba de que íbamos a tener tormenta. Encendía el cigarrillo y fumaba concentrado, en silencio. Por encima de los tejados los primeros destellos, los truenos que crecían recorriendo la calle vacía.

Nos hacíamos así compañía y entre los largos silencios don Enrique me contaba alguna historia, me hablaba del pasado, del sentimiento de haber sido joven alguna vez, de haber estado comprometido con la vida, con el amor, incluso con los vaivenes del país que le habían proporcionado más tristezas que alegrías.

Me gustaba escuchar a don Enrique. Desde su cuerpo de anciano su voz y sus palabras, sus pensamientos, eran intemporales; si no reparaba en su aspecto podía pensar que estaba hablando con alguien mucho más joven.

Me sirvo otro café. Hoy cumplo sesenta y cinco años. Mi hermano me escribe felicitándome y dice: “…Parece que fue ayer cuando reunidos en torno a la mesa camilla, papá, Aurorita y yo rezábamos para que todo os saliera bien a mamá y a ti que estabais en el hospital y que tus ojos viesen la luz por primera vez…”

Durante unos años estuvimos juntos, vivimos una vida que parecía constante en el tiempo. Y un día cualquiera desapareció todo aquello que desde mis ojos infantiles parecía eterno. Cambió el mundo, el país, la sociedad, nosotros: la familia.

Don Enrique lió otro cigarrillo, en la casi oscuridad del portal podía ver la pequeña brasa iluminarse con sus largas caladas. Y así en el silencio, en mi corta edad, vivía aquellos callados y ocultos momentos mágicos que desaparecerían al hacerme mayor, la percepción de que a pesar de la juventud había cosas que ya había vivido antes, en otra vida. Aunque quizás sólo fuera una ilusión, un sueño.

Y de repente comenzó a llover con fuerza, el agua barría la calle y en pocos segundos se anegaron las alcantarillas y se formó un pequeño lago. El viento desplazaba la cortina de agua que bamboleaba las viejas farolas haciendo que estallaran algunas bombillas. Mirando la lluvia, oliéndola, sintiendo el agradable frescor del viento comprendí en ese momento que mi vida tenía un sentido. Que alguna vez me iría muy lejos, que todo cambiaría.

Y don Enrique sacó de nuevo la petaca y lió otro cigarrillo. Y lo encendió. Y le dio largas chupadas mientras los dos nos deleitábamos con la tormenta.

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