Lo habíamos leído en las novelas y visto en la realidad en algunos países sudamericanos donde los dictadores se perpetúan para siempre o desaparecen de la noche a la mañana en tumultuosos enfrentamientos de poderosos, en luchas entretejidas en las cloacas del poder, en corrupciones de grandes empresas, con militares y clero de por medio.
Esto, el país donde nacimos, no era ninguna república bananera del Pacífico. Era Europa. La Europa galante que sin embargo se ha despellejado viva en todos los siglos de su existencia causando más muertos que en ningún otro lugar del mundo con todo lo que presumimos erróneamente de civilizados.
Después de la Segunda Guerra Mundial parece que el odio y la sangre, la hartura de genocidio y muerte reconvirtió a la mayoría de los países europeos en más o menos decentes democracias. Casi todos se dejaron querer por los vencedores que impusieron el capitalismo comenzando con la leche en polvo, excepto las dictaduras del proletariado que siguieron su baño de sangre y las otras, las dictaduras paternalistas.
Y nos tocó la dictadura paternalista que no bananera al menos por el rigor que mostraba en su superficie adusta. Pero eso sí, no parecía tener fin. El general gallego por el imperio hacia Dios controlaba con mano firme el rebaño otrora montaraz sin ayudas internacionales por haberle considerado el mundo excesivamente neutral durante los años de la guerra.
En ese aislamiento nacimos muchos y no conocimos otra cosa hasta bien entrados en la treintena. Y cuando desconoces lo demás te conformas con lo que tienes. Una patria cutre, roñosa, donde los pobres eran tan abundantes como los piojos y el nivel intelectual era patrimonio de cuatro gatos gordos que lo manipulaban todo. Pero eso evolucionó al cabo del tiempo. Durante mi adolescencia la vida cambió para mejor, mucho mejor aunque el concepto de libertad siguió en entredicho.
Aquella noche de Noviembre el general permanecía sedado en el hospital después de una larga agonía sostenida por los que no les cabía el miedo en el cuerpo pensando que después de él sólo podían esperar el diluvio.
Una larga espera que llevaba camino de convertirse en un nuevo hito en la historia de España, que la pasamos casi en blanco oyendo la triste música clásica de la radio oficial augurio de que el pescado estaba vendido.
Teníamos tanta angustia que los ruidos que venían de la cercana autopista de Castelldefels nos parecían ser los de las cadenas de los tanques que en la madrugada se apresuraban hacia el centro de Barcelona para evitar cualquier pensamiento revanchista. Cualquier intento de golpe de estado.
No había tal. Los ciudadanos vivían bastante bien, ajenos en su mayoría a las componendas del sistema y encantados con el descubrimiento de las suecas que el nuevo negocio del turismo les había dejado en la puerta de casa.
Y hasta nos tomamos a cachondeo aquello de que todo quedaba atado y bien atado.
ResponderEliminarHoy, más bien, pienso que no hay manera de desatarlo.