lunes, 25 de octubre de 2010

40 – LOS CRISTALES DEL PASADO.



Me levanto algo renqueante. Hago mis ejercicios. Preparo café. Me tomo las pastillas. Ayer estuve andando un buen largo trecho. Procuro hacerlo varias veces a la semana. El ejercicio es bueno, me ha dicho siempre el médico. También me dice que puede provocarme un ataque de gota.

Tengo gota desde los cuarenta y tantos. Una enfermedad un tanto extraña pero mucho más extendida de lo que parece. Está asociada a las grandes comilonas, a las libaciones copiosas o sea, a la buena vida. Que otrora, en tiempos de nuestros antepasados sufrían los que tenían posibles, vivían bien y podían gastarse los dineros en placeres.

Siempre hay un buen amigo que te recuerda los reyes gotosos del pasado, cardenales y obispos, gerifaltes de alcurnia. Que según cuentan las crónicas se desayunaban con caldos enjundiosos y sus comidas no bajaban de los diez o quince platos elaborados con las materias primas más potentes, las salsas más apetecibles, los condimentos más navegados traídos de los mares australes.

Mi médico sin embargo me informa que es una enfermedad metabólica producida por la acumulación de ácido úrico sobre todo en las articulaciones, riñones y tejidos blandos por lo que se considera tradicionalmente una enfermedad reumática. No necesariamente asociada a un estilo de vida poco saludable. Esos cristales provocan una intensa reacción inflamatoria que es muy dolorosa.

A menudo algo me hace despertar en esas horas calladas, en la oscuridad, entre el sueño y la vigilia en medio de la noche. Y en esos momentos noto otro tipo de cristales que no afectan a mi cuerpo sino a esa otra epidermis que forma el espíritu y el alma. En un momento en el que estás desarmado por el sueño, relajado, con las defensas reposando al igual que reposa el cuerpo.

Y aparecen esos otros trozos de cristal que formaron parte del espejo de una vida ya pasada, una vida anterior en la que fuimos jóvenes, distintos, en la que emprendimos cada día el trabajo de mirar hacia adelante sin importarnos el esfuerzo, acometiendo la rutina que creíamos pasajera, recreando cada día el deseo de amar. Inventándonos el espejismo de que nosotros seríamos diferentes.

El desgaste de los años fue triturando en pequeños trozos cortantes aquellos cristales de la esperanza que forman ahora parte del fluido de los sentimientos pasados, que se depositan hiriendo, causando un dolor intenso como los que produce un ataque de gota.

Pero eso ocurre en mitad de la noche. Cuando te encuentras desvalido. Cuando te falta la distracción de la rutina de los días.

Y hay que rechazarlo. Abrir la ventana. Respirar hondo, contemplar la luna si es que está visible, tomar un vaso de agua y volver a la cama como si nada, pensando en el nuevo día, olvidando la gota física, olvidando la gota espiritual.

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