A veces se cae uno literalmente de la cama. Estamos ya en la primera mitad de Junio y se nota. Quiero decir que son las cinco y media de la mañana y la luz se enseñorea del salón donde hace sólo un par de semanas todo eran sombras. Es una variante a la que me tengo que acostumbrar. Porque todos son rutinas y ellas son las que hacen que me sienta tranquilo y en paz.
Cuando algo cambia, aunque sea levemente, siento un pequeño desasosiego: la falta de luz me hace acariciar los muebles en la sombra a fin de orientarme hasta la lámpara que enciendo y que me aporta la primera sensación cálida del día. Ahora entro en un espacio que ya está iluminado aunque sea con un resplandor tenue que resbala por encima de los pinos descubriendo los objetos que me son tan familiares y aunque es más fácil reconocer todo de un solo vistazo echo de menos la caricia de las sombras, tengo la sensación de llegar un poco tarde, cuando ya el día se ha presentado antes que yo.
Me siento y enciendo el ordenador. Pienso en los espacios. En este o en un momento parecido alguien estará teniendo este mismo sentimiento. El monje en la trapa que ya habrá iniciado por segunda o tercera vez sus rituales de oración en la esquina de la habitación donde lleva años arrodillándose, oyendo el crujir de la madera de su reclinatorio o de su banco, viendo su mesa de estudio y trabajo con los objetos que le acompañan. Obedeciendo fielmente cada toque de campana que le indica el cambio de tarea, el tiempo de la nueva ocupación.
No es este el siglo de la concentración y la delectación en la simple tarea de sentir pasar el tiempo. Las horas están escritas en una agenda, en un ordenador, en un teléfono móvil que nos lleva de un lado a otro en la marea intemporal de los días. Que no pueden apreciarse, que sólo representan una tarea tras otra, un encuentro tras otro, el ir y venir en una aceleración constante que borra el sentido del tiempo real. Sin fronteras en la separación del día y la noche que se salta a novecientos kilómetros por hora por encima de las nubes con otros miles de seres reclinados en distintas direcciones.
O comprando en un supermercado a las cuatro de la mañana, o pegados a cualquier aparato electrónico que trae el mundo exterior, cualquier mundo, al sofá del salón. Esas pantallas que son el moderno consuelo de la antigua hoguera en la que el hombre se reunía, contaba sus aventuras y experiencias, se reconocía, dejaba pasar el tiempo.
Espacio y tiempo. Algo que ahora está abierto, cuyo sentido se entiende de forma diferente y hace que el hombre acelere su existencia, vaya más deprisa en espacios mucho más amplios, lo que le da la sensación de vivir más, de prolongar el tiempo de su vida.
Preparo el café. Vivo en mi espacio. Entre las tazas y los platos de la cocina. En la celda de mi existencia que es un pequeño universo para mí. También salgo. También recorro largas distancias. También vuelo entre el día y la noche.
Pero me hace feliz volver a mi entorno conocido, mis rutinas, recuerdos, la taza de la abuela que uso yo ahora para el café cada mañana. Sí. Tópicos. Pequeñas cosas.
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