lunes, 25 de octubre de 2010

38 – PRINCE ARMITAGE RANJIT DAKKAR.



He ido a verle. Voy una vez al mes porque si lo hago antes se enfada. No quiere ver a nadie muy a menudo. En realidad no quiere ver a nadie. Punto. Le he preparado una tortilla de patata con perejil. Él rechaza cualquier comida que tenga que ver con animales terrestres y lo que más le gusta es cualquier cosa que tenga pescado. La primera vez que le llevé una tortilla la miró sospechosamente, me preguntó de qué estaba hecha y se animó cuando comprobó que no llevaba carne, que era un plato sencillo digno de un marino y sobre todo cuando la probó. Así que me dijo que si iba a visitarle y no llevaba una tortilla no me dejaría entrar en la habitación.

Está mayor. Pero si hago caso a la edad que dice tener, ciento cuarenta años, le encuentro muy bien conservado. Naturalmente nadie le hace caso en eso de la edad. En realidad no hacen caso a nada de lo que dice y los médicos que le pasan a ver a su habitación mueven la cabeza afirmativamente dándole la razón como a los locos aunque saben muy bien que no lo está a pesar de que cuente historias estrafalarias y excéntricas propias de un Don Quijote que hubiera corrido sus aventuras en el mar.

Le conocí por casualidad, fui a acompañar a un amigo que tenía a sus padres en el hogar de ancianos; le dejé con ellos y me di una vuelta por los pasillos entrando por error en su habitación. Pedí perdón y ya me iba cuando se volvió y me dijo que le trajera un vaso de agua. Lo hice. Me senté.

Estuve hablando con él más de una hora y cuando ya me iba me preguntó el nombre, el a su vez extendió la mano y sonriéndome me dijo: Nemo, capitán Nemo. Me gusta que me llamen así, con el capitán por delante—dijo—.

Sostuvimos el apretón de manos, me di cuenta de que para un hombre que decía tener esos años su mano era aún firme y potente. Su forma de hablar resolutiva.

Volví a acompañar a mi amigo varias veces y no pude refrenar el deseo de verle. Me reconoció nada más aparecer en el dintel de la puerta señalándome una silla. No se movía mucho, no salía al jardín, pasaba las horas leyendo sin cesar, dormitando a ratos sobre los libros. Luego comencé a visitarle con regularidad y cada vez me contaba cosas que tardé un tiempo en entretejer. Decidí al llegar a casa apuntar lo que me iba diciendo porque de otro modo se me olvidaría y eso sería una pena.

Así me dejó saber que era hijo de un Rajá indio y su verdadero nombre Prince Armitage Ranjit Dakkar. Todo lo que iba contándome coincidía y aumentaba con ciertas variantes el relato de los libros de Verne “Veinte mil Leguas de Viaje Submarino” y “La Isla Misteriosa” que me volví a comprar porque los había leído de muy joven y gran parte de lo que contaban era ya un borrón en mi memoria.

En una de las visitas pasé por la oficina y accedieron a mostrarme su expediente. Al parecer tenían muy poca información sobre él, la más antigua era de unos diez años atrás, un informe del guardacostas en el que daban cuenta, con varias fotos realizadas en el momento, de haber encontrado a un hombre mayor durmiendo en la playa, sin documentos, objetos personales, maleta o bolso de algún tipo. Llevaba puesto un chaquetón azul de marino, pantalones con una franja roja en el lateral como si fuera parte de un uniforme y en una de las manos un anillo, al parecer valioso, con una ene mayúscula tallada en el centro.

Las explicaciones que trataron de obtener del viejo no consiguieron arrojar ninguna luz sobre posibles parientes, amigos o conocidos y las autoridades decidieron, dada su edad y su comportamiento poco creíble y errático acogerle en un hogar de ancianos.

Me recibe contento. Le parto un trozo de tortilla que se come ávidamente. La última vez me pidió que le trajese unos cartones grandes. Así que he aparecido con los cartones y lo que quiere es que dibuje con un rotulador negro lo que él me vaya diciendo. Naturalmente he pedido permiso en la oficina y les ha parecido bien. Todos agradecen que alguien venga a ver a ese hombre solitario al que nadie entiende.

Dibujo, bajo su dirección, unos ojos de buey con unas olas en el medio. Manómetros, palancas, relojes y tubos que suben y bajan a lo largo de los varios cartones que voy juntando y colocando sobre la pared. Al cabo de un rato aquello da la sensación de ser parte de un submarino. De cartón. Pero submarino. El Capitán Nemo me mira complacido. Se arrellana en la silla y se come otro trozo de tortilla mientras me pide que le traiga otro vaso de agua.

Esto que antecede son unas notas escritas hace unos días. Las estoy volviendo a leer porque esta tarde me han llamado del hogar de ancianos diciéndome que el viejo Nemo ha pasado a mejor vida. De repente. Sentado frente a los cartones que le dibujé y que no dejaba de mirar hora tras hora. Me piden que vaya al hogar mañana. Una pequeña ceremonia de despedida. De las enfermeras y el director. Iré con mucho gusto.

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