Llueve. Viene con fuerza del mar. Miro el reloj: cinco menos diez. Noche cerrada. No me apetece levantarme todavía, se está muy bien bajo la manta. No se oye ningún ruido, es la calma que precede al sonido de las tuberías, de la gente que se preparará para un nuevo día de trabajo, de los motores de los automóviles que arrancarán como cada mañana.
Me tapo bien. En mi duermevela me veo de nuevo en la casa de mi infancia y juventud. Abro la puerta para bajar las escaleras y noto que el pasillo está inundado bajo varios centímetros de agua, las grecas de las baldosas de tonos rojizos, marrones y amarillos ondulan como serpientes de agua y mis pies producen pequeñas ondas concéntricas que se abren hasta los primeros escalones.
Me asomo al hueco de la escalera que se ha convertido en una laguna en cuyo fondo se aprecia el techo oscuro de la caja del ascensor como un pecio reposando en su última morada. Comienzo a bajar los escalones que tiemblan bajo mis pies y el agua va subiendo hasta alcanzar mi cintura.
Decido tomar aire y me sumerjo agarrándome con las manos a la escalera, llego hasta el segundo piso pero noto que no puedo aguantar mucho más la respiración y me impulso hacia arriba hasta que vuelvo a mi piso.
Subo andando hasta el ático y me asomo a la terraza, el agua cubre la ciudad hasta donde alcanza la vista y solo la parte alta de los edificios emerge sobre las aguas como un piélago de infinitas pequeñas islas.
El sol tiñe la superficie que se refleja en las fachadas acristaladas y las aves, miles de aves ocupan la parte superior de los edificios y las antenas comunicándose en una algarabía de graznidos a través de la inmensa ciudad acuática.
Entre algunos edificios se han levantado pasarelas tortuosas, precarias, construidas con frágiles trozos de madera. Permanecen desiertas meciéndose con el vaivén de la marea que desplaza de un lado al otro trozos de petróleo solidificado formando concentraciones de masas redondas como oscuras minas submarinas que forman un anillo alrededor de las ventanas de lo que en otro tiempo fueran despachos de los señores del universo.
Salgo de mi duermevela, comienza a clarear el día, oigo subir el funicular por la calle Washington. Me levanto y voy a la cocina. Pongo la radio y lleno de agua la jarra de la cafetera. Muelo café. Sigue lloviendo.
Las últimas noticias hablan de que nadie tiene idea de como parar el chorro de petróleo y gas que fluye libremente desde hace ya un mes contaminando las aguas del Golfo de Méjico a razón de cien mil barriles diarios. Y a continuación, muchas palabras, palabras, palabras…
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