jueves, 7 de octubre de 2010

30 – CONGA.



Llevo rato frente al ordenador. Estoy con pocas ganas de escribir nada. Eso me pasa a menudo, no porque no se me ocurra alguna cosa con la que sobrepasar la primera página. Tengo comprobado que si puedo arrancar airoso en la primera hoja el resto es ya pan comido.

No, en realidad es porque me viene, siento venir, unas enormes ganas de mandarlo todo a la porra, una especie de depresión supongo, lo de siempre: para que me molesto en escribir si nadie va a leerlo, si a nadie le importa un soberano pimiento, si la gente vive bajo un bombardeo insufrible de información y el poder de concentración en los últimos años ha descendido al nivel de la tapa de la alcantarilla y la sociedad lleva ya tiempo en una retrocesión intelectual abocada a la idiocia que ha transformado al humano de lector de libros a visualizador de imágenes.

Y dentro de las imágenes ha evolucionado yendo para atrás como el famoso cangrejo, de las películas aquellas en blanco y negro con diálogos jugosos y situaciones complicadas que ahora a la mayoría se les hace insufribles pasando después por las películas con cuatro frases y mucha acción y ahora al Hollywood del encéfalo plano que nos acogota con los dibujitos animados por ordenador, un filón que nos tiene como meones de guardería chupándonos el dedo frente a los gigantes verdes, los burros que hablan, los pequeños robots más que humanos, los abuelos con globos, las lluvias de hamburguesas y un etcétera largo, largo que casi nos devuelve al útero materno.

Y eso no es nada con lo que viene en tres dimensiones. Para qué seguir. Pero luego el bajón se me pasa y vuelvo con mi café y me siento y abro la pantalla del ordenador, espero que aparezca el documento en blanco y me olvido de lo que me rodea. Pero hoy no parece que vaya a ser tan fácil. Así que me levanto, agarro la cazadora y me bajo andando por el Tenderloin, cruzo Market y sigo por la Sexta.

Me llama la atención una casa de empeño que hay al principio de la calle. Me quedo mirando el escaparate: guitarras de todos los tipos y colores, cajas de cubiertos, saxofones, trompetas, acordeones…

Detrás del mostrador un tipo gordo y flácido en camiseta está ocupado con una revista y me mira de reojo sin prestarme demasiada atención volviendo a su lectura. Al fondo hay tres individuos que tienen toda la pinta de pertenecer a la Mara Salvatrucha, llenos de tatuajes hasta en la frente, pasa por mi cabeza “El Hombre Ilustrado” de Bradbury.

Sobre el mostrador colgando como jamones una serie de guitarras eléctricas de colores chillones junto a instrumentos de viento algunos deslucidos y abollados. Delante del mostrador una hilera de congas, bongos, timbales, tambores de procedencias diversas, aunque a mi casi todos me parecen africanos por mi desconocimiento profundo del tema.

Con el mismo impulso irracional que me ha hecho entrar en la tienda pregunto sobre el precio de las congas, el hombro gordo deja la revista y parsimoniosamente me hace un recorrido magistral de los instrumentos.

Salgo a la calle abrazado a mi nueva conga.

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