jueves, 7 de octubre de 2010

26 – SOPA DE CAMARONES.



Aparcamos cerca de la calle Misión. Andamos un poco por la acera bajo un sol brillante de mediodía y una brisa fría que viene del Pacífico obligando a la gente a ir abrigada. Delante de nosotros la guitarra de un mariachi descansa sobre su espalda moviendo el mástil levemente al compás de los pies enfundados en unas botas vaqueras negras.

Muchas mujeres jóvenes llevan a sus niños de la mano con mochilas de colegio en la espalda y los más pequeños en carritos cubiertos con toldos o viseras. Una tienda embarrancada en la bruma de los años cincuenta, toda escaparate de grandes vidrieras, muestra los viejos maniquíes intemporales cubiertos de trajes de novia, velos y sombreros a un público de latinas que cuchichean entre ellas en español entre risitas y alabanzas a los vestidos.

En la esquina, bajo la mirada del guarda jurado filipino del Bank of America que merodea con los pulgares metidos en un grueso cinturón repujado que entre otras cosas sostiene una enorme pistola semiautomática, un grupo de viejos y algún joven desgalichado pasan el tiempo sentados en unas cajas vacías de plástico para fruta alrededor de un getto – blaster que expande en círculos concéntricos una música pegadiza caribeña.

Pasa por mi lado un hombre tirando de un carrito blanco de helados y paletas anunciándose con el tintineo de las pequeñas campanitas de bronce. Otros venden rodajas de frutas en vitrinas de cristal ambulantes, o flores envueltas en papel de periódico que sacan de una camioneta aparcada.

Las paredes están llenas de murales de intensos colores con las caras de Martín Lutero King o César Chávez y paisajes y motivos sobre la raza y su adaptación a la América anglosajona. Abundan las taquerías y las tiendas de ultramarinos en donde todos hablan español y sobre la acera hay hileras de cajas de limas y limones, aguacates, plátanos; en el interior tortillas, frijoles, latas de cinco kilos de menudo.

Entramos en un modesto restaurante llamado “Las Palmeras” de manteles de hule adornados con flores y pago al contado, pedimos chile verde y sopa de camarones. Suena un mariachi en unos pequeños altavoces que hay encima de la caja registradora.

Mientras esperamos tomando unos totopos con salsa se nos acerca una señora vestida de negro con una cajita de cartón donde lleva pulseras, medallas y colgantes de santos. Me llama la atención una pulsera con la imagen del Santo niño de Atocha y la señora nos explica que es muy popular en Méjico.

Nos traen la comida, tomo lentamente la deliciosa sopa de camarones, reconfortante, con el característico sabor del cilantro fresco. Comemos lentamente sin parar de hablar.

A través de la ventana veo a la otra América pasar, la que no existe oficialmente, la que no tiene papeles, la invisible, la que llegó a este continente o estuvo aquí siglos antes de que el Mayflower inaugurara la historia oficial norteamericana.

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