Miro el aceite del coche, cada semana tengo que darle una buena medida reconstituyente porque de otra forma el nivel se va al suelo. Es la edad, lo compramos en mil novecientos noventa y dos por lo que tiene ya casi veinte años que si lo multiplicamos por siete como se hace con algunos animalitos para saber su edad real se nos pone en ciento cuarenta años. No está mal.
Salgo a la calle y me meto en la autopista, mientras conduzco me pongo a pensar en cómo puede estar tan mal la economía y sin embargo haber tantos coches en la carretera. Supongo que el coche es lo último a lo que se aferran las personas, en realidad el objeto más querido por la mayoría en el que se refleja lo que cada uno es, desea y piensa, lo que habla de la personalidad de cada individuo y es en definitiva una tarjeta de visita con ruedas.
Con toda esta economía de trileros donde el individuo serio, trabajador y honrado es un ave extinguida o a extinguir paralizado como esas otras aves que mueren sobre las playas cubiertas del petróleo que la falta de previsión y escrúpulos arroja por toneladas al mar, a uno le da por pensar que las soluciones no son tan difíciles, que bastaría con desinflar un poco las desaforadas perspectivas de lucro de los poderosos, la reducción del consumo del petróleo utilizando a gran escala tecnologías que ya son un hecho, baratas, no contaminantes, reduciendo algo el ansia de poder de los políticos. O sea, pensamientos de un pardillo que vive en las nubes.
Curiosamente los gobiernos aplican medidas que sólo son una huída hacia delante, premiando y amparando a los que han causado el derrumbamiento económico con su avaricia. Fomentando más y más el consumo con incentivos a los ciudadanos consumidores que habitan el espejismo ilusorio de una realidad casi virtual que están dispuestos a devorar entregando a cambio su vida y su alma supuestamente inmortal.
Hace unos pocos meses se dio una de estas ayudas para fomentar la compra de coches nuevos entregando los antiguos. Enseguida pensé en mi cándida ignorancia que la población, viendo como pintan las cosas, compraría híbridos, bajarían los humos de la velocidad y el exhibicionismo en vista de las convulsiones económicas adoptando medios de locomoción prácticos, más verdes, ecológicos o cualquiera de esos nombres tan de moda ahora que marcan el “buen rollito”.
Gran equivocación por mi parte. Según conduzco en la autopista miro al frente y a los lados y compruebo con asombro la enorme cantidad de coches nuevos que circulan paralelamente a mi antiguo cacharro. La inmensa mayoría son automóviles de alta gama, modelos lujosos, mercedes y sobre todo beemeuves, que no sé que tienen, pero son como una obsesión en esta sociedad. Deben de tener algo mágico, sexual que a mí se me escapa. No se ve, sin embargo, ningún Hammer. Estos coches representaban la idea superconservadora que a nadie gusta, son cuadrados, bastos, de aire militar.
Pero los demás, estilizados, elegantes, de aire felino, carísimos, son aceptados y admirados por todos así como la gama de grandes coches familiares, cada vez más altos, más potentes, más lujosos.
Y la gente compra felizmente esos automóviles. Al menos es lo que veo a mi alrededor en la autopista. Y los gobiernos en lugar de fomentar el ahorro, de dejar que desaparezcan esas industrias que fabrican vehículos monstruosamente grandes, contaminantes, consumidores de millones de galones de combustible, les ayudan para que continúen sacando al mercado esos modelos.
Y la sociedad que hace sólo cuatro días estaba aterrorizada por el rumbo de la economía y las finanzas se olvida con una facilidad pasmosa. Y vive y gasta en el presente y se lanza por la autopista dentro de esos recién comprados vehículos de lujo que en resumidas cuentas no son más que el envoltorio ilusorio de las vanidades personales.
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