sábado, 16 de octubre de 2010

32 – CONSTRUCCIÓN.



Me voy a andar temprano. Mi recorrido favorito, por la zona de Crissy Field que es plana y me ayuda con los dolores de la ciática. Hace algo de frío y una neblina que se va levantando poco a poco. Comienzo a caminar en dirección al Golden Gate. No veo un alma aunque a esta hora suele haber ya algunos que pasean a sus perritos o hacen el circuito corriendo.

Oigo un zumbido a mi espalda que aumenta por momentos, me vuelvo, entre la niebla aparece de repente un caza de combate de hélice tan bajo que instintivamente me impulsa a agacharme. Unos veinte metros más adelante aterriza limpiamente y rueda hasta los hangares del fondo junto al comienzo del Presidio donde hay estacionados al menos media docena de aviones militares.

Sigo andando, la niebla comienza a quemarse según voy acercándome al puente que aparece con sus dos grandes torres y los cables que las conectan suspendidos en el aire. Sobre una gran plataforma los obreros trabajan en la unión de la sección central todavía en construcción.

Tengo que pararme cerca del puente ya que no se puede seguir por la cantidad de materiales, grúas y talleres que forman una pequeña población en constante movimiento.

En la orilla, cerca de donde estoy, hay una gabarra que transporta materiales y obreros a la otra orilla en Fort Baker. Me acerco y les pido si me pueden cruzar. Un grandullón provisto de un cinturón para herramientas del que penden un buen número de ellas me echa un vistazo sin parar de hacer lo que tiene entre manos y me hace un gesto para que suba y me siente donde dé menos la lata.

Cruzamos al otro lado y me admiro de las proporciones del puente. Verlo así, a medio construir, da una sensación extraña. Miro las dos inmensas torres y los espacios aún abiertos, los obreros colgados de los cables y me emociono. Porque además mis ojos están acostumbrados a verlo todos los días como una obra de arte perfecta, un arco del triunfo moderno saludando a los barcos que entran en la bahía, con un intenso tráfico de vehículos en ambas direcciones. Setenta años después de haberse terminado.

Doy las gracias al llegar a la otra orilla, también aquí se acumulan pequeñas montañas de cemento, de arena, de materiales de todas clases. Voy andando hasta un pequeño campamento de tiendas de campaña levantado entre unos eucaliptos, un grupo de hombres cocinan en un paisaje en blanco y negro, visten pobremente con pantalones de trabajo y viejas fedoras desteñidas por el tiempo. Son, como en tantos otros lugares, las víctimas de la profunda depresión que asola el inmenso territorio de los Estados Unidos. Me hacen un hueco alrededor de una hoguera que mantienen encendida día y noche. Me ofrecen pan y frijoles que rechazo pero acepto una taza de café aguado.

Dicen que están allí a la espera de algún muerto. De que alguien tenga la mala suerte de caerse al vacío dejando la vida sobre la superficie de las aguas. Única posibilidad de que vengan al campamento en busca de otro trabajador para sustituirle.

No hay trabajo para todos y los que han tenido la inmensa suerte de conseguir uno en el puente arriesgan cada minutos sus vidas. Pero el salario es increíblemente bueno.

Es una triste espera, me dicen. Pero es lo único que pueden hacer. Entre ellos los hay muy jóvenes, apenas con quince años de edad. Otros a juzgar por sus rostros curtidos, quemados, llenos de surcos profundos y andares renqueantes más parece que deberían estar tomando el sol en un parque cuidando a sus nietos si las circunstancias no les obligaran a buscar el pan todos los día.

Muchos de ellos, la mayoría, no conseguirán un trabajo y tendrán que emigrar a otros estados, ni siquiera verán el puente terminado ni las ceremonias que a pesar de los malos tiempos se prolongarán durante una semana entre cohetes, bailes, marchas y conciertos.

Y cuando levanten el campamento la vida les llevará a algunos a sitios que jamás hubieran pensado, a los campos y las ciudades de Europa, a las islas y ciudades del Pacífico. Unos por el azar o el destino se quedarán en aquellas lejanas tierras para siempre y otros volverán y un día de cualquier año, en tiempos mejores, se verán cruzando en un automóvil el magnífico puente que desde la hoguera en Fort Baker vieron como se hacía realidad día tras día.

Me ofrecen más café. Les doy las gracias pero me voy de vuelta en la siguiente gabarra. Cruzamos las aguas algo turbulentas. Está subiendo la marea.

Camino a buen paso volviendo la vista hacia el puente de vez en cuando, la neblina le tapa en parte. Cuando llego al coche frente al Yacht Club el sol brilla y se ha disipado la niebla. El puente destaca firme con su belleza art-deco como un arco iris producido por la refracción del sol sobre la espuma del Pacífico.

No hay comentarios:

Publicar un comentario