jueves, 7 de octubre de 2010

24 – BOQUERONES.



Vine contento del mercado, traía entre otras cosas un kilo de boquerones que me había recomendado Marcelo que tiene el mejor puesto de pescado en Colmenar.

Hacía un bochorno que presagiaba tormenta, los niños chapoteaban en la piscina de la urbanización. Abrí el paquete sobre la pila y una cascada plateada se deslizó entre mis manos. En la radio-cassette sonaba una cinta de Rameau. Feliz, me dispuse a limpiar el pescado, introduciendo el dedo gordo en la tripa y deslizándolo para abrirlo por medio, luego desprendiendo la espina y la cabeza y limpiando con cuidado, con suma delicadeza los lomos, quitando el resto de la sangre, las vísceras y los pequeños coágulos, aclarándolo bajo el hilo de agua que mantenía abierto y depositándolo sobre un cuenco vuelto del revés que descansaba sobre otro plato.

Así, con paciencia, continué la tarea mientras los violines, las trompas y los chelos se entusiasmaban y crecían alcanzando la ventana y saltando al árbol que se mecía frondoso haciendo de pantalla a los gritos alegres de los juegos en la hierba.

Detrás de mí apareció silenciosa una tía de mi mujer que había venido con su nieto desde Santa Cruz en California a pasar un par de semanas con nosotros. Se acodó a mi lado, me sonrió concentrándose en la limpieza. Los boquerones colocados simétricamente formaban un domo, una cúpula que acercaba hasta aquella cocina las mejores bondades de Brunelleschi.

En la piscina comenzó un revuelo de toallas y sombrillas, la tormenta estaba encima, tormenta de verano con truenos que crecían y reverberaban en los cristales precedidos de un chispazo que podía oírse como el trallazo de un látigo. Carreras y gritos, en un momento todo quedó desierto como en las largas tardes del triste, largo y solitario invierno.

Subieron los niños envueltos en las toallas, dando saltos, hablando sin parar, con la felicidad desbordándoles por aquél acontecimiento inesperado.

Mientras tanto preparaba una taza con harina y una pizca de sal y otra con tres huevos; puse una sartén sobre la cocina de gas con abundante aceite de oliva y encendí la luz porque los negros nubarrones casi nos habían dejado a oscuras.

Comencé a batir los huevos mientras la lluvia caía en gruesas gotas haciendo hervir la piscina solitaria. La tía de mi mujer seguía mis movimientos complacida. Fui enharinando uno a uno los boquerones abiertos como un libro, pasándolos lentamente por el abundante huevo batido y depositándolos en el aceite caliente entre un colchón de burbujas doradas.

Una vez fritos los fui poniendo en una fuente ovalada de cerámica hasta que estuvieron todos colocados en forma de abanico; corté varios limones en trozos distribuyéndolos entre los boquerones; corté también pan que deposité en un cestillo de mimbre y lo llevé todo a la mesa donde ya estaba colocada una ensalada de tomate, cebollas y aceitunas.

Nos sentamos todos a la mesa, la tía de mi mujer mirando la fuente de los boquerones dijo:

—En mi país no seríamos capaces de emplear tanto tiempo y esfuerzo en comprar y preparar el pescado de esta manera—dijo con una sonrisa.—

Nos miramos todos y no se porqué nos echamos a reír.

Los boquerones desaparecían rápidamente regados con limón y acompañados del pan y la ensalada.

Los niños nos explicaban con la boca llena la forma en que salieron corriendo, se apelotonaron en los portales, dejaron atrás pelotas y tebeos.

Me fui a la cocina a por otra botella de vino y una de gaseosa para los chicos. La lluvia caía ahora blandamente y los truenos se iban alejando hacia la zona del río, en mi pequeño radiocasete al que le faltaba la antena telescópica y tenía el asa rota sujeta con cinta aislante seguía la música, ahora las voces de un coro interpretando a Monteverdi.

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